Las primeras huellas del Hombre en la cumbre del Everest fueron dejadas por el neozelandés Edmund Hillary y su sherpa Tenzing Norgay el 29 de mayo de 1953. Atrás quedaba un rosario de intentos fallidos por parte de otros montañeros que se había iniciado en 1885 con la expedición de Clinton Thomas Dent y que tuvo en George Mallory al más pertinaz, con varias tentativas, una de las cuales le costó la vida en 1924; su cadáver no fue hallado hasta 1999 y no solventó la gran duda de si había conseguido coronar la cima. Algo que se repetiría después porque de todos los que soñaron con alcanzar el techo del mundo, ninguno fue tan utópico y temerario como el inglés Maurice Wilson.

Maurice Wilson no era precisamente un tipo normal. Si a nadie más se le ocurriría conquistar la montaña más alta de la tierra para promocionar una lucha mística contra los males de la Humanidad, menos aún hacerlo en solitario y sin apenas preparación, lo que llevó al consecuente desenlace fatal. Pero es que su corta biografía resulta atípica casi por entero, y a poca gente se le ajusta tan bien el adjetivo «aventurero» (o loco, según otros, en esa delgada línea que a veces separa uno de otro). Y eso que sus comienzos no prometían más que una existencia tranquila en el pueblo de Bradford, donde nació en 1898 y parecía abocado a una bucólica vida trabajando en el molino familiar y disfrutando de las rentas de la fábrica de lana de su padre.

A veces es la Historia la que interviene a su manera para trocar el destino de un hombre y fue lo que ocurrió en 1914, cuando la Primera Guerra Mundial influyó sobre millones de personas en general y sobre Wilson en particular. Tuvo que esperar dos años para ser mayor de edad y poder alistarse, pero esa juventud no impidió -más bien ayudó por vía del entusiasmo- que en poco tiempo fuera ascendiendo en la jerarquía hasta llegar a capitán; subir ya estaba en su ADN, valga el chiste. Combatió en la batalla de Passchendale y ganó la Military Cross por el valor demostrado en una insólita acción: resistir agónicamente desde su posición deteniendo el avance alemán cuando el resto de su unidad había caído; volvamos al humor para subrayar que también entonces empezaba a actuar en solitario si hacía falta. Y con característico empecinamiento.

Soldados británicos en la batalla de Passchendaele/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Pero raro fue el soldado que regresó sin cicatrices. Wilson terminó su participación bélica cuando resultó gravemente herido -paradójicamente por una ráfaga de ametralladora- y tuvo que ser evacuado del frente. Regresó a Inglaterra, donde las heridas no curaron del todo bien y le dejaron secuelas, sobre todo en el brazo izquierdo. El dolor que sentía fue el origen de todo lo que iba a marcar sus acciones posteriores y, en cierta forma, también su final. No sólo el dolor físico sino también el emocional, pues como le pasó a toda una generación de europeos de ambos bandos, no fue capaz de adaptarse a la posguerra y reinsertarse en la vida civil.

Así, durante años cambió de un empleo a otro con la misma frecuencia que lo hacía de lugar de residencia, pasando de Londres a EEUU y de allí a Nueva Zelanda, en una etapa en la que su cuenta corriente, ya de por sí bien provista, creció en proporción inversa a su estado de ánimo. Los achaques morales se sumaron a los físicos y llegó a estar tan demacrado que en 1932 dejó estupefactos a todos cuando desapareció un mes para reaparecer completamente cambiado, mostrando un aspecto sano y vigoroso. Según dijo, se debió al tratamiento secreto que le había enseñado un misterioso hombre que conoció en Mayfair, aunque muchos creen que en realidad fue él mismo quien se sometió a una cura basada en su espiritualidad cristiana, pues era muy religioso.

Aquel arranque místico, que había ampliado durante el viaje de vuelta desde Oceanía al entablar amistad con algunos hindúes, le dominó por completo y cambió la orientación y el sentido de su vida: ayuno y oración habían sido su receta para mejorar y si a él le sirvió ¿por qué no a los demás? A partir de ahí se convirtió en una especie de misionero atípico que concibió un plan tan extravagante como osado para difundir la palabra de Dios y demostrar que la fe en Él bastaría para afrontar cualquier problema: ascender al Everest y triunfar donde hasta entonces nadie lo había hecho. La inspiración le vino de la obsesión general por coronar aquella montaña y que volvía al candelero con el anuncio de que se preparaba una nueva expedición que resarciese al Imperio Británico de la tragedia de Mallory y su compañero Andrew Irvine años atrás.

La expedición de Mallory de 1921/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Esta vez era la que patrocinaba Fanny Lucy Radmall, Lady Houston, una ex-actriz británica enriquecida tras tres matrimonios con millonarios y aristócratas, quien había anunciado que financiaría lo que se había denominado Houston Everest Flight: un algo esperpéntico plan para arrojar a la cima una Union Jack y fotografiar aquellos ocho mil ochocientos cuarenta metros (hoy sabemos que son ocho más) sobrevolándolos con una escuadrilla capitaneada por el marqués de Clydesdale, el mismo con el que intentaría contactar Rudolph Hess en 1939. A Wilson, que seguía convaleciente en la Selva Negra, se le encendió una luz en la mente; era una revelación divina que le permitiría demostrar que en rezar y confiar en Dios estaba la clave para evitar que el mundo repitiera nuevos horrores como la Gran Guerra.

Así que diseñó su propio proyecto, consistente en aterrizar con un avión en las faldas del Everest, a la mayor cota posible, y luego continuar a pie hasta hacer cumbre. Lo realmente singular era que pretendía llevarlo a cabo personalmente y en solitario, sin compañeros, lo que resultaba inaudito no sólo porque a nadie se le ocurría subir al techo del planeta prescindiendo de compañeros sino también porque Wilson no tenía ni idea de montañismo… ni de aviación. Para solucionar esto último y ante el escepticismo general, compró un biplano De Havilland DH.60 Moth de segunda mano al que puso el nombre de Ever Wrest y se puso a estudiar a marchas forzadas para sacarse la licencia de piloto.

Le costó pero finalmente consiguió aprobar. Faltaba la otra cuestión, pero consideró que era secundaria y no sólo no se molestó en entrenar adecuadamente (se limitó a un mes haciendo rutas senderistas y pequeñas escaladas por parques ingleses y galeses donde la orografía no superaba los mil metros) sino que prescindió de todo el equipo material necesario para moverse por alta montaña, como piolet, crampones, etc. Al parecer, le bastaban su ascetismo y los relatos literarios de la época sobre alpinismo, que fueron su principal fuente de información y estaban trufados del triunfalista espíritu victoriano, que exaltaba la acción y minimizaba los riesgos o los omitía directamente.

La cara norte del Everest/Foto: Carnsten.nebel en Wikimedia Commons

Un primer aviso de peligro fue el accidente que sufrió al estrellarse con el avión en su pueblo natal durante una prueba, pero como Wilson salió ileso y bastaron tres semanas para repararlos la cosa no hizo sino insuflarle más ánimos y encima obtuvo repercusión mediática. Sin embargo, también llamó la atención del gobierno, que temiendo un desastre le prohibió continuar. Haciendo caso omiso, Wilson se puso en marcha el 21 de mayo de 1933 y, tras hacer las correspondientes escalas en El Cairo y Bharein, pese a que en ellas se le pusieron todo tipo de impedimentos para que siguiera adelante, aterrizó en Lalbalu (India), donde se le confiscó el biplano y se vetó taxativamente su prevista ruta hacia Nepal.

Como tampoco obtuvo permiso para ir al Tíbet, tuvo que invernar en Darjeeling. Fue entonces cuando se hizo amigo de tres sherpas con experiencia en la ascensión al Everest y les convenció para que le ayudaran. En marzo de 1934 se disfrazaron los cuatro de monjes budistas, sortearon el control de las autoridades locales y viajaron durante un mes hasta el monasterio tibetano de Rongbuk, el más alto del mundo y situado a doscientos metros del actual Campamento Base Norte del Everest; el lugar desde donde había partido Mallory. Allí pernoctaron dos días y aprovecharon parte del material dejado por una expedición anterior para iniciar la subida a la montaña.

El primer obstáculo serio fue nada más empezar, cuando Wilson descubrió que caminar sobre el hielo de un glaciar (el Rongbuk) no era tan fácil como pensaba y que quizá no debería haber desechado los crampones que encontró en el cenobio. Entre eso y la metereología adversa se perdió y tras cinco jornadas apenas había logrado avanzar; tiró la toalla y regresó al monasterio, agotado y maltrecho porque sus viejas heridas de guerra no reaccionaban bien ante el intenso frío. Necesitó dos semanas y media más para recuperarse, ya que además había sufrido un esguince de tobillo.

El 12 de mayo lo intentó de nuevo acompañado de dos de los sherpas, lo que facilitó encontrar el camino y permitir llegar al Campamento III que había establecido la expedición de 1924. Conviene aclarar que el itinerario seguido iba por la ladera norte, no por la más habitual del sur. En su diario, encontrado al año siguiente, testimonia cómo el mal tiempo le volvió a detener varios días, momento en que decidió cuál sería la ruta siguiente: en vez de pasar por el Campamento V, como estaba previsto inicialmente, optó por atacar el Collado Norte suponiendo ingenuamente que aún estarían puestas una cuerda fija y unos escalones tallados de expediciones previas para salvar las grietas. Esos elementos no aparecieron y de nuevo se frustró su plan.

La montaña siguió resistiéndose tenazmente a los intentos posteriores, bien en forma de tormentas, bien oponiendo enormes paredes de hielo. Los sherpas se dieron por vencidos y se retiraron al monasterio pero Wilson se negó a reconocer su fracaso y el 29 de mayo, aprovechando una mejora del tiempo, acometió el que creía ataque definitivo a la cima; no se le volvió a ver con vida. El diario revela que acampó y que el 31 de ese mes aún dejó alguna anotación. En 1935 una expedición dirigida por Eric Shipton encontró su cadáver -bien conservado- junto a la tienda de campaña y una mochila con el referido diario. Lo enterraron allí mismo (uno de los que cavaron fue Tenzing Norgay), a casi siete mil metros, sin saber si había muerto de cansancio, frío o hambre (apenas llevaba víveres, por su afición al ayuno). No obstante, sus restos afloran de vez en cuando por el movimiento del glaciar, como si no se resignase a yacer en paz.

También se ignora si llegó a cumplir su objetivo, lo que, como suele pasar, desató una polémica entre los que opinan que era imposible al carecer de la técnica necesaria para superar el Collado Norte (hubo que esperar a 1980 para que un hombre coronase el pico en solitario) y los que creyeron a un escalador tibetano que en 1960 dijo haber visto una tienda a mayor altitud que la alcanzada nunca hasta entonces, ocho mil quinientos metros, y que podría ser la de Wilson (otros se la adjudican a una expedición soviética de 1952… de la que tampoco se sabe). Si atendemos a las palabras del propio Wilson, su sueño se frustró: no recibió la esperada ayuda divina y no pudo redimir al mundo, que sigue preso de sus iniquidades.


Fuentes

I’ll climb Mount Everest alone. The story of Maurice Wilson (Dennis Roberts)/Everest. The mammoth book of how it happened (Jon E. Lewis ed.)/True stories of Everest adventures (Paul Douswell)/Strange and dangerous dreams. The fine line between adventure and madness (Geoff Powter)/Wikipedia


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