«¡Amerikansky tovarishch! ¡Amerikansky tovarishch!» Los miembros de la brigada soviética del 1º Ejército de Tanques de la Guardia que atravesaba Polonia en dirección a Berlín a mediados de enero de 1945 no daban crédito a lo que veían: en lugar de fuerzas alemanas dispuestas a detener la columna, un soldado con el uniforme del ejército estadounidense acababa de salir de un granero agitando los brazos mientras enarbolaba una cajetilla de Lucky Strike y solicitaba unirse a ellos.
La escena debió resultar especialmente curiosa teniendo en cuenta que el mando de aquellos carros no estaba en manos de un oficial normal sino de una mujer, Aleksandra Samusenko, la primera que fue comandante de un tanque y a la que dedicamos un artículo hace poco.
El americano en cuestión era el sargento Joseph R. Beyrle, de la 101ª División Aerotransportada, quien acababa de fugarse del Stalag III-C y sabiendo que los soviéticos se acercaban había optado por continuar su fuga hacia el este, intentando contactar con ellos, para evitar caer de nuevo en manos del enemigo. Entre otras cosas porque se jugaba el fusilamiento, ya que era la tercera evasión que protagonizaba en los últimos siete meses, desde que fue capturado, y la Gestapo ya había estado a punto de acabar con él la última vez.
Beyrle, nacido en 1923 en Muskegon, una pequeña localidad de Michigan asomada al lago homónimo, abandonó una beca universitaria -obtenida gracias a unas excepcionales cualidades deportivas para el béisbol- para alistarse en 1942, como tantos jóvenes de su generación y pese a ser daltónico. Adscrito al 506º Regimiento de Infantería Paracaidista, fue entrenado en la Academia de Tocca (Georgia) como técnico de radio y pasó a ser un especialista en demoliciones.
Sustituyó en las prácticas de saltos a muchos compañeros que temían lesionarse y no ser enviados al frente, por lo que se ganó el apodo de Jumpin Joe. Al final le destinaron a la base aérea de Ramsbury (Inglaterra), donde se estaba concentrando a las tropas aliadas que habrían de emplearse en la invasión continental.
Pero él entró en acción antes, en dos misiones realizadas en la Francia aún ocupada durante la primavera de 1944, contactando con la Resistencia Francesa de Alençon y Normandía para entregarle fondos (en forma de monedas de oro) con los que financiar el apoyo al inminente desembarco.
Éste tuvo lugar el 6 de junio, el famoso Día D, en las playas del Canal y Beyrle tomó parte en él a bordo de un Douglas C-47 Dakota: el avión atravesó la barrera de fuego antiéreo germana y terminó tocado, por lo que los paracaidistas que llevaba tuvieron que saltar desde muy baja altura, unos ciento veinte metros.
Quedaron diseminados por un área bastante extensa de Saint-Côme-du-Mont, una comuna del departamento de Manche, y algunos quedaron aislados. Fue el caso de Beyrle, que tras aterrizar sobre el techo de la iglesia, sortear las balas que le disparaban desde el campanario e incapaz de contactar con sus compañeros, decidió seguir adelante y actuar por su cuenta realizando sabotajes tras las líneas alemanas para entorpecer su defensa; entre ellas destacó la voladura con granadas de una central eléctrica. Pero su situación, solo en territorio enemigo, resultaba muy difícil y era cuestión de tiempo que cayera prisionero; ocurrió unos días después y le llevaron a Saint-Lo.
Ahí empezó el insólito episodio de sus fugas: trasladado de prisión en prisión a lo largo de siete meses, el audaz Beyrle consiguió escapar dos veces, aunque en ambas fue recapturado. En la primera aprovechó un ataque durante un traslado a pie para salir corriendo junto a dos compañeros, a los que terminó dejando atrás gracias a que era un portento físico. La segunda fue tan rocambolesca que, tras sobornar al centinela de alambrada con varios paquetes de cigarrillos y huir, tomó un tren junto a otros dos compañeros con destino a Polonia pero subieron por error a otro que iba a Berlín. Eso llamó la atención de la Gestapo, que no le dispensó precisamente un trato amistoso; al considerarlo espía -había trocado su uniforme por ropa civil y además sabía alemán porque sus abuelos eran inmigrantes bávaros- y después del correspondiente interrogatorio, tortura incluida, los nazis se dispusieron a pasarlo por las armas.
Sin embargo, un conflicto de competencias le salvó la vida: se demostró que en realidad sólo era un prisionero de guerra evadido y disfrazado; consecuentemente, la policía política carecía de jurisdicción sobre él. Así, Beyrle y sus camaradas salvaron el pellejo in extremis… y él, inasequible al desaliento, pudo empezar a proyectar un nuevo intento de escapar. A la tercera sería la vencida. Le internaron en el Stalag III-C, un campo de concentración para prisioneros aliados que estaba situado en la zona oriental de Alemania, en una llanura junto al pueblo de Alt Drewitz bei Küstrin, actualmente rebautizado Drzewice y perteneciente a Polonia.
Allí estaban recluidos miles de soldados y suboficiales polacos, británicos, franceses, belgas, yugoslavos y, desde 1943, incluso italianos; a partir de 1944 empezaron a llevarse estadounidenses. También había soviéticos, aunque la mayoría morían porque recibían un trato mucho más duro. Los soldados de menor rango -por debajo del grado de sargento- fueron enviados luego a los arbeitslager, campos de trabajos forzados, como kriegsgefangenenarbeitskommandos; la Convención de Ginebra lo permitía siempre que se les diera un trato justo. Trabajaban en granjas e industrias y recibían paquetes de la Cruz Roja.
Como Beyrle era técnico de cuarto grado -equivalente a sargento- se libró de eso y pudo planear su nueva fuga, que llevó a cabo a principios de enero de 1945 escondido en un barril con los mismos compañeros de antes. Ellos murieron a tiros al ser descubiertos pero él pudo ponerse a salvo despistando a los perros de sus perseguidores al caminar por un arroyo.
A esas alturas de la contienda todos sabían que la victoria estaba próxima y que los soviéticos avanzaban imparables en dirección a Alemania, por lo que la lógica dictaba huir en dirección hacia ellos. Fue lo que hizo durante tres días, logrando su objetivo de la estentórea manera que vimos al principio. Aleksandra Samusenko accedió a su petición de incorporarlo a filas y le encargaron servir una ametralladora de un tanque Sherman (EEUU había enviado unidades de este modelo a la URSS como ayuda material). Así, Joseph Beyrle se convirtió en el único soldado conocido que combatió tanto en el ejército estadounidense como en el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial.
Únicamente tuvo que hacerlo durante un mes porque a principios de febrero resultó herido durante el ataque de unos Stuka, aunque antes había tenido tiempo de demostrar su coraje en varios combates y su habilidad en demoliciones, incluyendo la voladura de la caja fuerte de un mando alemán del Stalag III-C, que irónicamente les tocó liberar; seguramente le hizo gracia ver que se había jugado la vida cuando hubiera obtenido la libertad esperando unas semanas.
Por esa colaboración recibió la Orden de la Gran Guerra Patria que se concedió a todos los miembros de aquella brigada de tanques. En cualquier caso, tras el bombardeo aéreo tuvo que ser evacuado a retaguardia e ingresado en un hospital de campaña levantado en la ciudad alemana de Landsberg an der Warthe, la actual Gorzów Wielkopolski polaca.
Convaleciente de sus heridas, recibió la visita del mismísimo mariscal Zukhov, a quien llamó la atención el saber que había un paciente norteamericano entre sus hombres. Zukhov conversó un rato con él mediante un intérprete y luego gestionó que se le entregara la correspondiente documentación para poder regresar a su país. Una vez dado de alta, Beyrle llegó a la embajada de EEUU en Moscú para descubrir que se le daba oficialmente por muerto e incluso se había oficiado un funeral en su localidad natal, puesto que en aquella última misión antes de ser apresado había perdido sus chapas de identificación y fueron encontradas junto a un cadáver desfigurado. Por tanto, fue necesario hacer una investigación para comprobar tan sorprendente historia hasta que el análisis de las huellas dactilares solventó finalmente cualquier duda.
Retornó a casa en un larguísimo periplo naval (Odessa-Estambul-Port Said-Nápoles-EEUU) pero justo a tiempo para participar en los fastos del 8 de mayo, Día de la Victoria en Europa (la guerra continuaba en el Pacífico contra Japón), contrayendo matrimonio al año siguiente con Joanne Hollowell en la misma iglesia de Muskegon donde antes se habían celebrado sus oficios fúnebres.
El matrimonio tuvo dos hijos y una hija: el mayor combatió en Vietnam en la misma 101ª división Aerotransportada que su padre y el otro, curiosamente, fue embajador de EEUU en Rusia entre 2008 y 2012.
Seguro que al viejo sargento le hubiera gustado, pues este país le había concedido en 1994 la que era su décimo octava condecoración, la Orden de la Amistad de los Pueblos, por mediación del presidente Boris Yeltsin (en compañía de Bill Clinton, pues el escenario fue la Casa Blanca), con ocasión del 50º aniversario del Desembarco en Normandía. Pero no llegó a verlo; falleció de insuficiencia cardíaca el 12 de diciembre de 2004, mientras visitaba su antigua academia de paracaidismo junto a otros veteranos. Hoy descansa en el Cementerio de Arlington.
Fuentes
Behind Hitler’s lines. The true story of the only soldier to fight for both America and the Soviet Union in World War II (Thomas H. Taylor)/Fields of war. Battle of Normandy (Robert J Mueller)/Women and war. A historical encyclopedia from Antiquity to the present (Bernard A. Cook. ed.)/Arlington National Cemetery Website/Wikipedia
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