La guerra siempre ha sido, fundamentalmente, un trabajo de hombres; al menos en lo referente a combatir en el frente, donde las mujeres únicamente solían estar como auxiliares diversas (cantineras, sanitarias…), empuñando las armas sólo en casos extremos. Sin embargo, en el siglo XX la participación femenina experimentó una efervescencia notable y el primer gran paso en ese sentido, con permiso de las milicianas de la Guerra Civil Española, lo dio el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial.
En esa contienda brillaron unas cuantas con nombre propio y probablemente otras muchas hicieron méritos similares pero, por razones variadas, cayeron en el olvido o no obtuvieron tanta popularidad como las otras. Así, se puede citar a las cuatrocientas aviadoras que formaron el 588º Regimiento de Bombardeo Nocturno, más conocido como las Brujas de la noche (también como los Halcones de Stalin), y en el que destacaron Anna Timofyeyevna Yegorova, Nadiezhda Vasílievna Popova o Yevgeniya Rudneva.
También hubo célebres francotiradoras como Tatiana Nikolaevna Baramzina, Aliya Moldagulova, Lyudmila Pavlichenko (ucraniana), Marie Ljalková y Nina Alexeyevna Lobkovskaya, o guerrilleras como Elena Fedorovna Kolesova, Valeriya Osipovna y Tania Chernova. Pero en este artículo vamos a centrarnos en la figura de Aleksandra Grigoryevna Samusenko, que sobresalió en una especialidad menos común: la de tanquista. No fue la única, como se suele decir, y habría que recordar también a otras como Mariya Oktiábrskaya o Irina Levchenko, pero sí parece que alcanzó más fama.
En la semblanza de Aleksandra, como no podía ser de otra manera, se mezclan a veces realidad y ficción, historia y leyenda, certeza y confusión. Por eso se le atribuye una intervención en España durante la Guerra Civil, donde, según biógrafos como Yuri Zukhov, el soldado Balandin le contó que había sido testigo de una conversación entre ella y un compañero ametrallador llamado Kalka, quien decía recordarla en el frente de Huesca e incluso la saludó mediante el clásico «¡No pasarán!», al que Aleksandra respondió que no le recordaba. No obstante, otro autor como Fabian Garin cree que se trata de una anécdota apócrifa y cita que Mindlin, el propio novio de la tanquista, negó que hubiera pisado suelo español; de hecho, por entonces tendría catorce años y parece muy improbable.
Sea verdad o no, enriquece la cuestión desde un punto de vista romántico y hará las delicias de los creadores. Los historiadores, en cambio, tendrán que ceñirse a los hechos ciertos y comprobados con seguridad. Para ello es necesario remontarse a Chitá, una ciudad rusa de la parte este de Siberia y cuna, paradójicamente, de Lev Okhotin, uno de los líderes del PFR (Partido Fascista Ruso) que en los años treinta fundó Konstantín Rodzayevski. En esa urbe, en 1922, nació Aleksandra, si bien su entrada en la Historia con mayúsculas no se produjo hasta un par de décadas después, cuando la Wehrmacht llevó a cabo la Operación Barbarroja e invadió la URSS.
Si hacemos caso a otro rumor, Aleksandra habría iniciado su actividad bélica un poco antes, en la Guerra de Invierno (la que los soviéticos llevaron a cabo contra Finlandia desde noviembre de 1939 a marzo de 1940), aunque de nuevo hay quien lo cuestiona. Así que es la invasión alemana cuando todo empieza en sentido estricto. Al igual que otras jóvenes, Aleksandra no se conformó con ver la contienda desde casa ni con colaborar en la retaguardia, de manera que lo que en la Unión Soviética se conoce como Gran Guerra Patriótica la llevó a sumarse a las filas de un regimiento de infantería.
Allí envió una carta al Soviet Supremo solicitando ingresar en la Academia de Tanques argumentando su experiencia en mecánica. Fue pionera en eso porque se adelantó a Mariya Oktiábrskaya, quien fue la primera conductora de carros de combate a mediados de 1943, entrando en liza en octubre como sargento en un tanque bautizado con el bonito nombre de Compañera de armas (en cuya construcción colaboró económicamente). Pero Aleksandra siguió sus pasos al igual que haría una veintena más de mujeres; algunas murieron en acción y otras fueron ascendiendo en el escalafón hasta la oficialidad: Ludmila Ivánovna Kalínina, por ejemplo, alcanzó el grado de coronel y otras como Yevguéniya Serguéyevna Kóstrikova o Irina Nikoláyevna Lévchenko recibieron el mando de sendos grupos de carros (la segunda una compañía entera).
El caso es que Aleksandra fue destinada al 1º Ejército de Tanques de la Guardia, reorganizado en enero de 1943 por Mikhail Katukov con los restos del anterior, que había sido destruido por los alemanes en Stalingrado. En él, Aleksandra tomó parte en la Operación Urano, la tenaza con que el Ejército Rojo envolvió al mariscal Von Paulus en Stalingrado hasta su rendición a finales de 1942. Posteriormente, en el verano de 1943, participó en la Batalla de Kursk, la mayor de tanques de la guerra -y de la Historia-, con más de cuatro mil unidades por parte germana y de cinco mil por parte soviética. El T-34 de Aleksandra, que era oficial de enlace, estaba adscrito a un cuerpo formado por entre quinientos y ochocientos carros, y fue responsable de toda una hazaña: abatir tres Tiger I, colaborando así no sólo en la victoria sino en la condecoración colectiva concedida tras el conflicto, la Orden de la Estrella Roja.
Poco después, en otra acción, Aleksandra se cubrió de gloria cuando sustituyó al comandante del batallón, que había caído, logrando sacar a los suyos de una emboscada. No es de extrañar que ese mismo año recibiera a su vez el ascenso a comandante -pasó a ser la primera comandante de tanques de la URSS- y la Orden de la Guerra Patria de Primera Clase. En su currículum figuran también la Ofensiva de Léopolis-Sandomierz (Ucrania, julio de 1944) y la toma de Berlín en abril de 1945, siendo parte de las tropas de ocupación en Alemania con base en la ciudad de Dresde.
Dos episodios dan una pátina humana a esta vida casi exclusivamente bélica. El primero se produjo cuando conoció al mencionado Mindlin, su novio, quien la convenció para que abandonase el tabaco y la bebida; aficiones, por lo visto, vinculadas a su duro trabajo. El segundo ocurrió en enero de 1945 al toparse en Polonia con un sargento estadounidense de la 101º División Aerotransportada llamado Joseph Beyrle, que se había fugado del Stalag III-C, un campo de prisioneros para soldados aliados situado cerca de la actual Drewice (a unos ochenta kilómetros de Berlín).
Beyrle era todo un personaje que merecería artículo propio; aquí baste decir que solicitó a Aleksandra incorporarse a sus filas de camino a la capital alemana y obtuvo la autorización, pasando así a ser el único militar norteamericano que combatió en el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial (un mes) y pudo ostentar medallas de ambos países. El interés de Beyrle es doble porque aportó algunos datos sobre la poco conocida vida de su nueva oficial, como que había perdido a toda su familia en el conflicto.
Ella misma encontró el final de su vida de forma trágica, antes de poder ver la victoria final en la guerra. Trágica y bastante absurda, como sucede a menudo, ya que el óbito fue causado por un accidente al resultar aplastada bajo las orugas de un tanque en el contexto de la ofensiva en Pomerania. No por un carro enemigo sino propio: el conductor no la vio porque era de noche. Fue el 3 de marzo de 1945 en el pueblo germano de Zülzefitz (actual Suliszewice, Polonia), a unos setenta kilómetros de Berlín. Sus restos mortales reposan en la ciudad polaca de Lobez, cerca del monumento erigido en memoria del káiser Guillermo I.
Fuentes
Women and War. A historical encyclopedia from Antiquity to the present (Bernard A. Cook, ed.)/Guts & Glory. World War II (Ben Thompson)/Armor and blood. The Battle of Kursk (Dennis E. Showalter)/Wikipedia
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.