A lo largo de la Historia, los hombres no han tenido bastante con despedazarse mutuamente en un sinfín de guerras sino que han incorporado a las matanzas todo tipo de animales, desde los más ortodoxos como caballos, mulas, elefantes y perros a otros algo más raros, caso de cerdos envueltos en fuego, aves en llamas para incendiar techumbres (aparte de palomas mensajeras), ganado bovino (en estampidas provocadas ad hoc), abejas o serpientes (lanzados en tarros contra barcos o fortificaciones enemigas). Pero probablemente uno de los más inauditos empleados en esos bélicos menesteres haya sido el gato.

A priori resulta un tanto desconcertante imaginar en combate felinos que no sean fieras mayores -por ejemplo, se cuenta que Ramsés II tenía un león amaestrado que luchó a su lado en la Batalla de Kadesh y no faltan casos similares con tigres o leopardos- y no parece que las uñas de un gato tengan poder suficiente para enfrentarse a un guerrero. Sin embargo, existe al menos un caso en el que esa especie fue responsable de la captura de una ciudad: la Batalla de Pelusium.

Pelusium o Pelosio era una urbe del Bajo Egipto, situada en el Delta del Nilo, aunque ese nombre derivaba del griego y se lo dieron posteriormente los autores clásicos; el verdadero era Per-Amón. A mediados del siglo VI a.C. poco quedaba del antiguo esplendor egipcio; amenazado por el expansionismo persa, a esas alturas ningún faraón poseía fuerza suficiente como para impedir no ya que sus fronteras fueran rebasadas sino incluso la pérdida de algunos puntos de su propio territorio. Fue lo que pasó con Pelusium, si damos veracidad al relato de Heródoto, no confirmado por el registro arqueológico.

El faraón Psamético III/Foto: Juan R. Lázaro en Wikimedia Commons

En el año 526 a.C. subió al trono Psamético III, hijo de Amosis II, de la XXVI dinastía. El período de gobierno de este último había sido próspero y largo, de más de cuarenta años, lo que demuestra su buen hacer porque aunque noble no tenía sangre real y había accedido al poder en un golpe militar. La influencia de Egipto con Amosis llegó hasta lugares como Chipre por el norte, Cirene por el oeste y la primera catarata por el sur, pero por oriente ya asomaba el Imperio Persa.

Heródoto narra una curiosa causa como desencadenante de todo: Amosis había enviado un médico egipcio -tenían gran fama en todo el mundo- a la corte de Cambises II, pero el galeno (probablemente un oftalmólogo, según algunos estudiosos), resentido por esa misión forzada, decidió vengarse sembrando la cizaña entre los dos reyes y sugirió a su nuevo amo que pidiera al faraón la mano de su hija, consciente de que la propuesta no gustaría a éste. Así fue; Amosis prefirió enviar a la hija de su derrocado predecesor haciéndola pasar por suya pero ella reveló la verdad a Cambises, que se sintió insultado.

Ese recurso al elemento distorsionador de las relaciones diplomáticas es clásico y Heródoto insiste en él con la historia de un consejero del faraón, un mercenario griego llamado Fanes de Halicarnaso que también habría buscado amparo en Persia tras unas desavenencias con Amosis, informando a Cambises de todos los detalles necesarios para iniciar la conquista de Egipto. Por supuesto, había razones más profundas -económicas y políticas- para iniciar la campaña y fue bajo el reinado de Psamético III cuando llegó el desastre.

El joven e inexperto faraón no podía compararse a una figura del relieve de Cambises II, el heredero de Ciro el Grande y tan dispuesto como él a ampliar sus dominios. Egipto era ya el único estado que permanecía independiente en la zona, por lo que su conquista era cuestión de tiempo. En el año 525 a.C. el ejército persa dio el paso y atravesó la Península del Sinaí ayudado logísticamente por las tribus indígenas. La única posibilidad del faraón era recabar ayuda de las ciudades griegas con las que mantenía buenas relaciones comerciales pero resultó que éstas se unieron a Cambises con sus respectivas flotas, así que la suerte del país africano estaba echada.

Psamético se puso al frente de sus hombres para intentar detener el avance del enemigo y Pelusium fue el escenario del choque. Aunque se desconoce el número de efectivos de ambas partes, el historiador griego Ctesias cuenta en su obra Pérsica que tanto egipcios como persas contaron con aliados extranjeros y mercenarios: jonios y carianos los primeros, otros griegos y beduinos los segundos. La lucha fue sangrienta pero no hubo color; en esa época el Imperio Aqueménida era la principal potencia del mundo conocido y militarmente Egipto no era rival.

El encuentro entre Cambises II y Psamético III (por Adrien Guignet)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Así, las tropas persas arrasaron las formaciones de los egipcios, que mostraron una tremenda turbación al ver que el adversario lucía en sus escudos la imagen de Bastet, la diosa del panteón egipcio que encarnaba la armonía y la felicidad y cuya representación iconográfica tenía forma de gata (o de mujer con cabeza de felino y llevando un sistro). Según otra versión, no eran imágenes pintadas sino gatos atados a manera de armaduras vivientes, que provocaron la reticencia de los soldados a golpear contra aquella desconcertante defensa, lo que constituyó una de las causas de la derrota.

El caso es que Heródoto pone la tétrica imagen de un mar de cráneos (según dice, los egipcios se distinguían por tener la piel más dura, resultado de su costumbre de raparse desde pequeños), mientras Ctesias detalla que los persas les causaron cincuenta mil bajas por sólo siete mil propias. Incapaz de resistir el empuje enemigo, Psamético y los supervivientes tuvieron que dar media vuelta en una dramática retirada -prácticamente un sálvese quien pueda- y ponerse a salvo tras las murallas de Pelusium.

Cabría esperar entonces el inicio de un asedio pero resulta que tampoco fue necesario, de nuevo gracias a los gatos y esta vez auténticos. Lo cuenta Polieno, un general y abogado macedonio del siglo II d.C. que escribió un tratado militar en ocho libros titulado Estratagemas (del que únicamente quedan referencias porque se ha perdido), y que explica que los persas lanzaron sobre las almenas aquellos animales que los egipcios consideraban sagrados, para obtener una especie de fuego de cobertura en sus asaltos. Fundamentalmente eran gatos, que, en efecto, paralizaron las acciones egipcias y les llevaron a abandonar la fortaleza, continuando su desbandada hasta Menfis.

En cambio, Heródoto no menciona esa insólita táctica pero sí otra igualmente desmoralizante: Cambises mandó profanar la tumba de Amosis y quemar su momia. A continuación, tras tomar Pelusium, envió un heraldo a Menfis para negociar su rendición pero los egipcios lo mataron, así que se desató una auténtica venganza en la que murieron diez egipcios por cada persa, bien en combate, bien en ejecuciones posteriores, sumando unas dos mil personas de la élite menfita: sacerdotes, nobles, altos funcionarios e incluso uno de los hijos del faraón. Claro que el historiador griego sólo recoge la versión de los perdedores.

Menfis cayó, pues. Psamético fue hecho prisionero y sometido a la humillación de ver a su hija obligada a trabajar recogiendo agua del Nilo y a su hijo encadenado y enjaezado como una montura antes de perder la vida. Por contra, según la tradición persa, él fue bien tratado hasta que más tarde, al descubrirse su participación en una rebelión contra el invasor, se suicidó -o fue obligado a ello-, poniendo fin a su dinastía y abriendo paso a la XXVII, la Aqueménida, que duraría hasta el 404 a.C.

Todavía quedaría reseñar un fascinante epílogo recogido también por Heródoto: el del ejército persa enviado para apoderarse del oasis de Siwa, donde se ubicaba el famoso Oráculo de Amón, el mismo que luego visitaría Alejandro Magno para investirse de mistérica divinidad. Como ese lugar está tierra adentro, en pleno desierto, los soldados de Cambises fueron sorprendidos por una tormenta de arena que los hizo perderse para siempre. Probablemente sea una leyenda, típica pero tan fascinante que son muchos los que han intentado encontrar sus restos y en 2009 una expedición arqueológica italiana halló huesos humanos junto a armas y adornos de bronce identificados como aqueménidas.



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