«Ahora ya no os llamaréis aztecas. Vosostros sois ya mexicas». Éstas son las palabras que, según la leyenda, le dijo el dios Huitzilopóchtli a aquel pueblo que tenía bajo su protección y que vagaba por lo que hoy es México en busca de un lugar donde asentarse, encontrándolo primero en Culhuacán y después en una isla del lago Texcoco, donde se escindieron en dos grupos para fundar las que serían las futuras ciudades de Tlatelolco y Tenochtitlán. Ese nomadeo, que duró siglos, empezó cuando dejaron su antigua urbe, Aztlán, cuya ubicación -si es que existió realmente- es incierta, proponiéndose varios lugares como posibles candidatos. Uno de los más curiosos es Mexcaltitán.
En el estado mexicano de Nayarit, una tierra situada en la mitad de la costa oeste del país, asomada al Pacífico, que limita con Durango y Sinaloa por el norte, con Jalisco por el sur y con Zacatecas por el este, hay un pequeño pueblo llamado Mexcaltitán. Apenas supera el millar de habitantes y aunque cuenta con una iglesia dieciochesca y un museo arqueológico-etnográfico significativamente llamado El Origen, su mayor atractivo acaso esté en las casas de vivos colores con tejados a dos aguas entre las que se puede navegar en canoa o panga (lancha a motor) cuando las inundaciones anegan sus cinco calles y su plaza, como una especie de modesta Venecia.
De hecho, al subir el nivel de las aguas del río San Pedro -cuando el pueblo «se hunde», como dicen sus vecinos-, Mexcaltitán queda convertida en una islita con canales, de ahí la altura que en temporada seca tienen sus aceras. Asemeja así una versión en miniatura de lo que era la gran Tenochtitlán que tanto asombró a los españoles; cuenta Cortés en una de sus Cartas de Relación:
“La gran ciudad de Tenochtitlán está construida en medio de este lago salado, y hay dos leguas del corazón de la ciudad a cualquier punto de tierra firme. Cuatro calzadas conducen a ella, todas hechas a mano y algunas de doce pies de ancho. La ciudad misma es tan grande como Sevilla o Córdoba; las calles principales son muy anchas y rectas; están apisonadas; pero unas cuantas, y por lo menos la mitad de las vías públicas más pequeñas, son canales por los cuales van en sus canoas.
Más aún, incluso las calles principales tienen aberturas a distancias regulares para que el agua pueda pasar libremente de una a otra, y sobre estas aberturas que son muy anchas cruzan grandes puentes de enormes vigas, muy firmemente puestos, tan firmes que sobre muchos de ellos pueden pasar diez hombres a caballo a la vez».
Es en ese momento de la inundación cuando Mexcaltitán alcanza su estampa más bella e icónica que recuerda a la descripción del conquistador: un pedazo de tierra redonda de unos cuatrocientos metros de largo por trescientos cincuenta de ancho surcado por canales navegables que hacen las delicias de cualquier visitante. Esa imagen tan especial, que ya se daría en el siglo XII, sería la que llevó a los mexicas a fundar una urbe con características similares (aunque con disposición cuadricular en vez de los anillos concéntricos de Mexcaltitán) que aplacara la nostalgia por la marcha de su hogar primigenio.
Esto lleva, primero, a explicar brevemente lo que era Aztlán. Traducible más o menos como el «lugar de las garzas» (o de las garzas blancas), por la abundancia de esas aves, también sería una ciudad insular en medio de un lago denominado Metzliapan. No hay registro arqueológico de tal sitio y por eso muchos investigadores opinan que se trata de un lugar mítico, resultante de la necesidad de un pueblo de explicar sus orígenes. Es más, los mexicas no fueron los únicos en abandonar su casa, ya que eran en total siete pueblos de habla náhuatl los que lo hicieron, cada uno bajo la advocación de su dios patrón; aparte de ellos estaban los tepanecas, chalcas, acolhuas, xochimilcas, tlatepozcas, huexotzingas y tlahuicas.
Por supuesto, hablamos básicamente de mitología, aún cuando pudiera haber algún elemento con cierta base real. Pero el caso es que hoy sabemos que los mexicas formaban probablemente la última oleada de las migraciones chichimecas, pueblos de cazadores-recolectores nómadas procedentes del norte, como los caxcanes, guachichiles, tecuexes, pames, guamares, cocas y zacatecas. No constituían una unidad y procedían de Aridoamérica (centro-norte del actual México y sur de EEUU), pese a que la descripción de Aztlán no coincide con el reseco paisaje de esa zona (como tampoco con la selva huasteca de la costa caribeña).
En su Historia de la venida de los mexicanos y otros pueblos, Cristóbal del Castillo narra cómo el canto de un ave indicó al caudillo Huiztizilin el momento de ponerse en marcha, allá por el año 1 Pedernal, equivalente al 1111 d.C. Les esperaba un largo y penoso viaje de más de dos siglos, pasando a menudo por donde lo hicieran sus predecesores y siendo recibidos siempre con desconfianza y desprecios, a veces hasta hostilidad. Incluso sufrieron una escisión cuando los seguidores de Malinalxóchitl, hechicera de la diosa luna, cansados de tanto peregrinar, decidieron quedarse en su último asiento y no seguir al resto.
Hacia el año 1165 se establecieron en un cerro llamado Coatépec para celebrar su primer ciclo calendárico de cincuenta y dos años. Al parecer, realizaron obras con vistas a rodearlo de agua, reproducendo así las características físicas de Aztlán. Pero Huitzilopóchtli les indicó que debían continuar el viaje y así, avanzando hacia el interior, llegaron a Chapultepec, un monte cercano a una zona lacustre donde permanecieron setenta años.
Su presencia tampoco agradó a los pueblos de la región, que azuzados por Malinalxóchitl formaron una coalición para someter a los recién llegados. Efectivamente, los derrotaron y quedaron convertidos en siervos de los cualhuaques quienes, con el tiempo y comprendiendo que eran extraordinarios guerreros, los emplearon como mercenarios contra Xochimilco y otros señoríos. Obtuvieron una brillante victoria y por eso el señor de Culhuacán les concedió una tierra propia donde instalarse.
Era Tizapan, un lugar árido y poco habitable, lleno de serpientes que, paradójicamente, sirvieron a los mexicas como alimento, demostrando éstos su dureza y capacidad de adaptación. El siguiente paso fue pedirle al señor de Culhuacan la mano de una de sus hijas para emparentar ambos pueblos y salir de aquel estado miserable. Estaban en el año 1325 y, durante la fiesta nupcial correspondiente, los culhuacanos descubrieron horrorizados que los mexicas habían sacrificado y desollado a la joven. Encolerizados, expulsaron violentamente a los mexicas, que en su huida fueron a refugiarse a una isla en medio del lago Texcoco.
Resultó que allí había un nopal sobre el que se posó un águila para matar y devorar una serpiente de cascabel; según otras versiones la presa era una rana, un ave más pequeña, el Atl-tlachinolli (símbolo de la dualidad, cuyo glifo habría sido confundido luego con el ofidio) o incluso estaba el águila sola. La escena fue interpretada como una metáfora: Huitzilopóchtli, encarnado en la rapaz (representante del sol) triunfaba sobre las estrellas. Y además lo hacía en un lugar que recordaba mucho a Aztlán; era la tierra prometida y allí empezaron a construir su ciudad, Tenochtitlán. Aún faltaba un siglo para que aplastaran a los vecinos tepanecas y se convirtieran en la gran potencia mesoamericana, haciendo que tlahuicas, culhuacanos y tlaxcaltecas los considerasen originarios del infierno. Pero ésa es ya otra historia.
Lo cierto es que la teoría de ese paralelismo entre la capital conquistada por los españoles y el pueblo de Mexcaltitán como su versión originaria a menor escala -o sea, como Aztlán- nació en el siglo XIX al albur de las corrientes románticas propias del momento. Uno de sus primeros defensores fue Alfredo Chavero, un poeta y dramaturgo aficionado a la historia y la arqueología que dirigió el Museo Nacional y publicó numerosas obras sobre el México prehispano. Ya en el siglo XX otros investigadores como José López Portillo y Weber apoyaron la tesis, aunque con argumentos endebles.
Por eso no tardaron en surgir voces discrepantes, como las del filólogo Cecilio Robelo, el escritor y periodista Luis Castillo Ledón o el mexicanista alemán Hermann Beyer, quien no le da al mito de Aztlán más valor verídico que al de Rómulo y Remo; ésa parece ser la opinión general hoy. Pero vamos a dejarle un pequeño hueco a la ilusión recordando las palabras que dijo en 1968 Wigberto Jiménez Moreno, entonces director de Investigaciones Históricas del INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia): “No tenemos pruebas (…) Pero puede ser que la respuesta se encuentre en algún lugar bajo los cimientos de Mexcaltitán”.
Fuentes
Breve historia de los aztecas (Marco Antonio Cervera)/Mexcaltitán-Aztlán. Un nuevo mito (Jesús Jáuregui en Arqueología Mexicana)/Aztlán.Essays on the chicano homeland (VVAA)/Historia de México (Gloria M. Delgado de Cantú)/Cartas de relación (Hernán Cortés)/México desconocido/Riviera Nayarit
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.