En el otoño de 1992 la Corte de Casación de Francia, el máximo tribunal para las apelaciones judiciales, exoneró de toda culpa a un reo. Hasta ahí, todo normal. Lo extraordinario fue que había sido asesorado por un jurado compuesto por juristas, historiadores y psicólogos, y que al agraciado lo habían ahorcado cinco siglos y medio antes, por lo que ya sólo podía rehabilitarse su memoria. Una memoria totalmente siniestra que le convirtió en uno de los seres más abominables de los que hay noticia: Gilles de Rais.
Es posible que a mucha gente no le suene el nombre pero ocupa un lugar de dudoso honor en la parte más negra de la historia, al lado de personajes como Vlad Tepes o Erzsébet Bathory, a menudo catalogados como monstruos sedientos de sangre incluso en tiempos donde el horror formaba parte de la vida cotidiana. Asesino en serie, pederasta, infanticida, sádico torturador, adorador del diablo, sodomita y hereje son algunos de los adjetivos con los que ha pasado a la posteridad y que le llevaron a terminar trágicamente, pese a su muy rancia nobleza y su cargo de Mariscal de Francia. Pero algunos investigadores creen que quizá las cosas no fueran como se dijo y por eso se abrió el nuevo proceso del que se cumplen ahora veinticinco años.
Si uno viaja por la zona noroeste gala, la bañada por el rio Loira, tiene, entre otras muchas cosas, dos atractivos que suelen visitarse conjuntamente: el Puy de Fou, un parque de atracciones de ambientación histórica, y el cercano castillo de Tiffauges, en la Vendée, donde se instaló Gilles de Rais a partir de 1434, cuando cayó en desgracia tras perder su cargo de mariscal.
Había nacido como Gilles de Montmorency-Laval, heredero del baronazgo de Rais, en otro castillo (el de Champtocé) en 1404. Aún era niño cuando murieron sus padres y fue criado por su abuelo, un hombre violento y despótico que seguramente influyó en su carácter. Gilles entró al servicio del duque de Bretaña, Juan de Montfort, participando en la Guerra de Sucesión Bretona, conflicto regional que duró veintitrés años y enfrentó a varios ilustres linajes, con victoria final de los Montfort.
Al parecer, Gilles destacó como guerrero, alcanzando una popularidad que le permitió llevar a cabo sus primeros caprichos importantes, como raptar a la que hizo su esposa, Catherine de Thouarscon, dada la oposición de sus progenitores a ese matrimonio. Cuando siete años más tarde nació su hija Marie, Catherine huyó con ella, dicen que por la homosexualidad que había descubierto en su marido. Éste, no obstante, no hizo nada por impedírselo.
Estos episodios primigenios han servido para asentar la imagen clásica del personaje, que posteriormente eclosionaría en la presunta degeneración reseñada al principio. Pero en medio hay que intercalar un período completamente distinto, el de su ascenso social, político y militar gracias a la Guerra de los Cien Años; una contienda que asolaba el país desde que en 1337 el joven rey inglés Eduardo III reclamara su derecho al trono de Francia como nieto de Felipe IV el Hermoso, una vez que Carlos Capeto falleció sin dejar descendencia.
A partir de 1429, Gilles combatió al lado de Juana de Arco y otros prestigiosos generales contra ingleses y borgoñones en defensa de los intereses de Carlos VII, el Delfín. Participó muy meritoriamente en las batallas de Jargeau y Patay y pasó a ser escolta de la Doncella de Orleans, a la que idolatraba («En presencia de ella y por ese breve lapso de tiempo, yo iba en compañía de Dios y mataba por Dios»), consiguiendo el nombramiento de Mariscal de Francia con sólo veinticuatro años. Carlos logró coronarse y poner fin a aquella asoladora guerra, pero no sin sacrificar algunas piezas.
Una de ellas fue Juana, capturada en 1431 y ejecutada en la hoguera bajo la acusación de herejía ante la aparente inmovilidad del monarca que le debía el trono. Gilles sí intentó liberarla pero no llegó a tiempo y ese capítulo marcaría su vida para siempre. La otra pieza sacrificada, la caída en desgracia del que hasta entonces había sido su protector, el Chambelán Real, propició la suya propia; Gilles dejó el ejército y se retiró al citado castillo de Tiffauges. Se cerraba así el paréntesis de gloria y se abría una nueva y macabra -pero discutida- etapa.
En ella, si hacemos caso a las crónicas, prácticamente no dejó de probar ninguna aberración ni maldad. Enriquecido gracias a las recompensas que recibió por sus servicios militares, se lanzó a una vida de lujo y despilfarro (ostentosos banquetes, espectaculares fiestas, fastuosas funciones teatrales) que compatibilizaba con una generosidad algo irreflexiva, la cual, en un tiempo, le llevó a agotar sus fondos. De igual manera, no veía contradicción en manifestar una exacerbada religiosidad, casi mística (y a menudo originada por la audición de música sacra), a la vez que contrataba a todo tipo de alquimistas, magos y nigromantes para que intentaran fabricarle oro.
Con uno de ellos, dicen, mantuvo una relación amorosa. Era un hechicero florentino llamado Prelatti, que aprovechó el pánico al diablo de su amante para manejarle a su antojo mediante montajes, por lo visto muy convincentes. Entre unos y otros pronto se ganó mala fama (la alquimia había sido prohibida por Carlos VII) y empezaron los rumores de que mandaba a sus pajes a secuestrar niños para sacrificarlos en ceremonias satánicas. De pronto, empezaron a denunciarse desapariciones masivas por la región y se pasó a decir también que antes de matarlas violaba y torturaba a sus víctimas, disfrutando con su sufrimiento.
Ocho años pasaron con la bola creciendo poco a poco y finalmente fue un enfrentamiento con el obispo de Nantes por una cuestión inmobiliaria -la venta de uno de los castillos, que Gilles gestionó torpemente apresando y encerrando a uno de los compradores para vendérselo a un mejor postor- lo que llevó a su caída. El 15 de septiembre de 1440 el duque de Bretaña ordenó su detención junto a su corte de taumaturgos.
Se conservan las actas del juicio, en las que se detalla cómo Gilles de Rais mostraba un temperamento ciclotímico, pasando de la agresividad a la depresión, de declararse inocente a asumir su culpabilidad y de presumir de sus actos a arrepentirse sentidamente. Acusado de la muerte de centenar y medio de niños, a los que además habría sometido a indescriptibles tormentos («de diversas maneras e inaudita perversión» según George Bataille en su obra El verdadero Barba Azul), Gilles fue ahorcado el 16 de octubre de ese mismo año en una isla de Nantes y su cadáver incinerado. Terminaban los hechos y empezaba la leyenda.
Pero en 1992 la Oficina de Turismo de Bretaña encargó una biografía del personaje para promocionar el castillo de Tiffauges, que acababa de incorporar a su oferta turística. El escritor designado, Gilbert Proteau, presentó un sorprendente trabajo titulado Gilles de Rais ou la gueule de loup (Gilles de Rais o la cara del lobo), en el que llegaba a la conclusión de que todo lo relativo a la imagen criminal de Gilles de Rais era falso y proponía una revisión del juicio. Ese libro desató una corriente revisionista que permitió que la causa llegara a la Corte de Casación y que ésta exonerase al monstruo.
Lo cierto es que muchos historiadores y estudiosos de su figura ya dudaban de la veracidad de los hechos que le llevaron al cadalso. Un ejemplo es la escritora inglesa Margot K. Juby, que se suele autodefinir medio en broma como «representante de Gilles de Rais» y desde 2010 publica en una web abierta ex profeso todos los documentos que encuentra al respecto; obviamente, ha cobrado un nuevo impulso este 2017 al celebrarse los veinticinco años de la rehabilitación judicial.
Para Juby, al igual que para otros muchos, Gilles de Rais fue víctima de una especie de conspiración en la que participaron, en mayor o menor medida, la Corona y la Iglesia. El que estuviera arruinado le convertía en una presa apetecible para quienes aspiraban a arrebatarle sus castillos y tierras, lo último que le quedaba de su patrimonio. Jean de Malestroit, que era obispo de Nantes y quien inició el proceso, resultó beneficiado con la condena a la pena capital, al igual que el propio Duque de Bretaña. Ambos se repartieron sus propiedades y se ahorraron las deudas que habían contraído con él. No es baladí que fuera un religioso quien inició la acusación; recordemos que Gilles de Rais fue uno de los pilares de Juana de Arco, condenada por hereje, y lo raro es que no se le hubiera perseguido antes.
Cada año desaparecían en Francia (y en toda Europa) decenas de miles de niños de los que sus padres nunca volvían a saber, pero en aquella zona sólo se denunciaron ocho y, en lo concerniente al acusado, no se encontraron restos mortales de las víctimas; aunque hubiera quemado sus cuerpos, como se dijo en el juicio, parece bastante improbable que no haya quedado el más leve rastro. Se comentó que su hermano había hallado esqueletos en uno de los castillos y que le encubrió. Siempre el «se dice», «cuentan que», «se rumorea», pero sin pruebas concretas; ni un hueso, ni un diente… Sólo los confusos testimonios de campesinos, de los colaboradores (bajo tortura) o su autoconfesión (inducida por la amenaza de excomunión, a la que temía por encima de todo).
El medievalista John Hosler también resalta que el proceso es un muestrario de estándares comunes de la época que llevan a desconfiar: sodomía, herejía… Admite que criminales los ha habido siempre y que es difícil demostrar la inocencia de Gilles de Rais con las actas del juicio en la mano, pero cree que quizá hay que leer entre líneas. Cosas parecidas se dijeron en el proceso a los templarios que hoy ya no se sostienen, y cabe tener en cuenta que Carlos VII recriminó al Duque de Bretaña que dejara el juicio en manos de la Inquisición; algo hipócrita si se atiende otro argumento de los historiadores, que el suceso se enmarcaba en la lucha entre la autoridad real y la feudal y que el monarca galo aprovechó para quitarse de encima a un señor demasiado poderoso cuya hueste campaba a sus anchas por la Bretaña.
Todos los trabajos realizados sobre el caso desde entonces -y hablamos de más de dos centenares- fueron idénticos porque la fuente de la que bebieron, no precisamente imparcial, era la versión oficial publicada en 1443; peor aún, la mayoría ni siquiera acudieron a ella sino que se basaron en la obra decimonónica de Paul Lacroix, trufada de característico romanticismo fantasioso: Huysmans, Reinach, Fleuret, Bayard, Bossard, Bataille, Perrault…
No obstante, como no podía ser de otra manera, también hay autores críticos con Proteau y la decisión de la Corte de Casación, como Oliver Bouzy, que les acusan de falta de rigor, de manera que es imposible determinar con exactitud los hechos. Así, un cuarto de siglo después de su exculpación, Gilles de Rais sigue apareciendo en los medios como una bestia sedienta de sangre; además de la vida y de sus bienes, también perdió la batalla de la propaganda.
Fuentes
El verdadero Barba Azul. La tragedia de Gilles de Rais (Georges Bataille)/Gilles de Rais ou la gueule de loup (Gilbert Proteau)/Barba Azul (Charles Perrault)/Crime and punishment in the Middle Ages and Early Modern Age. Mental-historical investigations of basic human problems and social responses (Albrecht Classen y Connie Scarborough)/Wikipedia
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