Aunque generalmente se considera que el último emperador romano fue Flavio Rómulo Augústulo, un adolescente que apenas superó el año en el poder y fue depuesto por el hérulo Odocacro el 4 de septiembre de 476 d.C. poniendo final a la Edad Antigua para abrir el paso al Medievo, no hay que olvidar que el imperio había sido dividido en dos, Occidente y Oriente. El Imperio Romano de Oriente, aunque con el tiempo se convirtió en una entidad cultural muy distinta a la parte occidental denominada Imperio Bizantino por los erúditos de los siglos XVII y XVIII, aún se mantuvo muchos siglos como depositario de aquel fabuloso legado político, militar y cultural.

Pero los bizantinos nunca se dieron a sí mismos ese nombre, sino que siempre se consideraron como Imperio Romano. Y cuando finalmente cayó ante el expansionismo otomano en el siglo XV, ocupaba el trono el que ya sí fue definitivamente postrer representante del Imperio: Constantino XI Paleólogo.

Había nacido en Constantinopla, la capital imperial, en 1402 y era el cuarto hijo de Manuel II Paleólogo y Helena Dragas. El heredero de Manuel era Juan VIII y, en efecto, asumió el poder con la difícil misión de contener la presión del Imperio Otomano hacia occidente, tal como había conseguido su padre a base de tratados.

Mapa de situación a mediados del siglo XV/Imagen: Anonimo en Wikimedia Commons

Constantino era déspota, título honorífico reservado generalmente a los miembros de la familia imperial, que en su caso fue acompañado del señorío de Morea, la península del Peloponeso.

Durante su estancia allí, donde realizó una eficiente gestión, formó un duro ejército que aplastó a la levantisca familia Tocco, que gobernaba el Épiro, pero hábilmente aceptó casarse con la hija de su líder para asegurarse de que todo quedaba en paz. Ella se llamaba Magdalena pero fue rebautizada como Teodora, según la tradición. Lamentablemente falleció antes de un año y su marido se centró en el cargo, expandiendo sus dominios por todo el Peloponeso, lo que le llevó a chocar con Venecia y Francia, que tenían posesiones allí.

Pero al llegar a Beocia se encontró con los otomanos, un hueso mucho más duro de roer, que había ido fagocitando los territorios imperiales desde siglos atrás, en parte porque las oprimidas poblaciones indígenas les recibían como libertadores. Fue entonces cuando su hermano Juan marchó a Roma para participar en el concilio que trataba la reunificación de las iglesias Católica y Ortodoxa, que Juan apoyaba para conseguir un nuevo aliado estratégico contra la amenaza oriental, y entretanto dejó a Constantino como regente. No era la primera vez -ni seria la última, dada la frágil salud de su hermano- pero en ésta tuvo que lidiar con un fuerte movimiento de oposición a esa reunificación.

La bula Laetentur caeli/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

El concilio empezó en 1431 y se prolongaría hasta 1445, terminando con la aceptación de la Iglesia Ortodoxa de la autoridad suprema del Papa mediante la bula Laetentur coeli, aunque con algunas cesiones doctrinales por ambas partes, aparte de la fusión de las iglesias armenia y copta. Sin embargo, la cosa no duraría; aparte de que el clero regular griego se opuso radicalmente, la nueva unión no se tradujo en ayuda militar concreta y cuando finalmente cayó el Imperio Bizantino se volvió a romper. Pero no adelantemos acontecimientos.

Juan regresó en 1440 y Constantino retomó su señorío de Morea. Fue entonces cuando tomó una nueva esposa, Catalina Gattiluiso, hija del gobernador genovés de Lesbos. Pero la historia se repitió y Constantino volvió a quedar viudo en un año; para entonces estaba en la capital ayudando al emperador en una grave crisis: su hermano Demetrio y Lucas Notaras, megaduque del Imperio (algo así como el primer ministro) habían pactado con los otomanos un ataque para derribar a Juan y usurpar el trono.

La conspiración fracasó cuando los otomanos fueron derrotados en el verano de 1442. Demetrio tuvo que huir y Constantino aprovechó para casarse una vez más, ahora con Catalina Notaras; de ella, salvo que pertenecía a la familia del megaduque, no hay casi datos porque increíblemente también murió al cabo de un año. El pertinaz viudo se consoló ampliando una vez más sus dominios de Morea con la conquista del Ática y varios territorios otomanos del centro de Grecia como Beocia y Focia, algo meritorio teniendo en cuenta el creciente poderío del enemigo, que acababa de aplastar a una coalición húngaro-polaca en Varna.

De hecho, el sultán Murad II empezó a considerarle peligroso y lanzó contra él un ingente ejército -que incluía artillería- con el que fue recuperando lo perdido y puso a Constantino contra las cuerdas, obligándole a convertirse en tributario a cambio de no seguir sus conquistas a costa del imperio. Pero las cosas iban a cambiar en el otoño de 1448 con su coronación como emperador tras la muerte de Juan; se hizo de forma algo precipitada para sortear la ambición de Demetrio y porque el patriarca ortodoxo, que debía oficiar la ceremonia, tuvo que marchar al exilio repudiado por los contrarios a la unión de las dos iglesias. Eso sí, el nuevo Basileus Rhomaíōn tenía el apoyo de todo el estamento militar.

Lo primero que necesitaba era una emperatriz a su lado para asegurar la descendencia, buscándose entre princesas de Iberia (actual Georgia) y Trebisonda. Durante esas gestiones, en 1451 llegó la noticia de que Murad II también había fallecido y se planteó una hábil jugada que, de haber tenido éxito, quizá hubiera cambiado la Historia de Bizancio: el matrimonio de Constantino con la viuda del sultán, que era ortodoxa por su origen (hija del déspota de Serbia Đurađ Branković). Todos los interesados de una y otra parte se mostraron entusiasmados con la idea… excepto ella, que se negó y prefirió retirarse a un convento echando por tierra aquella esperanza.

Constantino XI con la corona imperial/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Se decidió entonces aceptar la propuesta de la princesa ibera, que vendría acompañada de una fabulosa dote. Tampoco salió bien el plan porque se supo que el nuevo sultán, Mehmed II, preparaba un gran ejército para conquistar el Imperio Bizantino y no atendía los requerimientos diplomáticos para negociar. Constantino solicitó ayuda a Venecia, Roma, Nápoles y Ferrara pero nadie quiso comprometerse y, así, los otomanos iniciaron su campaña construyendo una fortaleza en el continente (la actual Rumelia) que les serviría de base para el traslado de tropas a través del Bósforo. Y empezaron los ataques.

Viendo que sus colonias en el Egeo también peligraban, Venecia y Génova aceptaron unirse a Nápoles y el Papa para auxiliar al imperio. Ello facilitó la unión de las iglesias Católica y ortodoxa en diciembre de 1452, más oficial que real. Tres meses después los otomanos llegaban al pie de las murallas de Cosntantinopla y ponían sitio a la ciudad gracias a una formidable flota de cientos de barcos que la bloqueaban por mar mientras por tierra más de ciento cincuenta mil hombres iniciaban las labores de asedio. Para demoler los poderosos muros exteriores contaban con artillería y muy especialmente con un gigantesco cañón que, se cuenta fantasiosamente, tenía que ser movido por setenta parejas de bueyes.

La desproporción de fuerzas era tremenda, pues los bizantinos apenas podían oponer una treintena de naves y alrededor de siete mil efectivos, además no muy unidos por las diferencias religiosas. Incluso las ayudas que llegaban del exterior eran exiguas comparadas con los continuos refuerzos que recibía el sultán, por lo que Venecia y Génova terminaron renunciando a enviar más barcos. En la madrugada del 29 de mayo de 1453, con las defensas de Constantinopla convertidas en escombros, Mehmed II ordenó el ataque final.

Se realizó en tres oleadas sucesivas y los bizantinos resistieron cinco horas. Cuando empezaba a amanecer cedieron y abandonaron el frente en un sálvese quien pueda. Constantinopla, y con ella lo que quedaba del imperio, sólo había podido resistir dos meses y pasaría a ser conocida como Estambul (nombre solo oficializado en el siglo XX). No se sabe cómo murió Constantino; unas fuentes dicen que cayó combatiendo y otras que lo hizo mientras se retiraba intentando alcanzar un barco. En cualquier caso, se identificó su cuerpo por las vestiduras que llevaba (unas botas rojas que eran exclusivas de los soberanos imperiales) y los soldados musulmanes lo profanaron, eviscerándolo y colgándolo de una columna para hacer escarnio de él.

Después, en una ironía histórica que cumplimentaba las que se consideran sus últimas palabras («¿No hay un solo cristiano dispuesto a perder la cabeza?»), decapitaron el cadáver y llevaron la cabeza al sultán, que la conservó embalsamada. Sus restos mortales no fueron enterrados acorde a su rango sino en una fosa común para propiciar su olvido. No lo consiguieron porque su figura sería el modelo utilizado por los griegos en su guerra de independencia y porque, al fin y al cabo, era el último emperador del Imperio Romano.


Fuentes

Breve historia del Imperio Bizantino (David Barreras y Cristina Durán)/Historia del Estado Bizantino (Georg Ostrogorsky)/Constantinopla 1453. Mitos y realidades (Pedro Bádenas de la Peña e Inmaculada Pérez Martín)/Breve historia del Imperio Otomano (Eladio Romero García e Iván Romero)/Wikipedia / La caída de Constantinopla, 1453 (Steven Runciman).


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