Normalmente, cuando una guerra es lo suficientemente larga, se registran multitud de acciones de todo tipo: campañas a gran escala, batallas grandes y pequeñas, emboscadas, intervenciones rápidas de comando… A veces se intentan operaciones muy imaginativas que de tener éxito ensalzan a su autor y le convierten en un genio de la táctica. Lo malo es cuando salen mal y entonces caen sobre él las críticas y la responsabilidad de las bajas. Eso es lo que le ocurrió al célebre general Patton en la primavera de 1944, cuando la misión enviada a liberar un campo de concentración terminó en una derrota estrepitosa que, además, resultó innecesaria porque el lugar cayó en manos aliadas apenas nueve días después.
George Patton había sido nombrado general de división en abril de 1941. En 1943 reemplazó a Lloyd Fredendall y volvió a ascender a teniente general, recibiendo el mando de las fuerzas estadounidenses en el norte de África. Su éxito le valió ponerse al frente del VII Ejército con el que debía invadir la mitad occidental de Sicilia mientras Montgomery se ocupaba de la oriental, aunque la rivalidad con el británico -que venía ya de la campaña africana- le llevó a apresurar sus acciones.
Fue uno de esos ramalazos que le caracterizaron, a veces para bien (era eficaz y su carisma entusiasmaba a sus hombres) y otras para mal (la polémica masacre de Biscari, el bofetón a un soldado con estrés de combate). De hecho, su amigo Omar Bradley le tuvo que sacar de apuros ante las demandas de destitución que menudearon por los incidentes que originaba su peculiar personalidad.

Sin embargo, en el verano de 1944, con los aliados ya avanzando por Francia, se le confió el III Ejército, con el que ganó casi un millar de kilómetros en apenas un par de semanas. Tras el fracaso de la contraofensiva alemana en Las Ardenas, en el que Patton jugó un papel decisivo, el mapa de operaciones se situó ya en territorio germano y fue entonces cuando se produjo el extraño episodio del campo de concentración.
Fue entre los días 26 y 29 de marzo de 1945. Patton encargó al teniente coronel Creighton Abrams, su comandante de blindados más capaz y agresivo, la formación de un grupo de combate para una misión especial. Abrams le ofreció todo el Combat Command B de la Cuarta División que mandaba y que estaba formado por dos batallones con artillería de apoyo, pero el general lo consideró excesivo y al final se contituyó un grupo con una compañía de infantería y dos de tanques, sumando en total trescientos tres hombres, once oficiales, dieciséis carros de combate (diez Sherman y otros seis ligeros) y otros vehículos auxiliares (semiorugas, autopropulsados, jeeps, una ambulancia…).
Dado que el comandante de los blindados estaba de baja, Abrams sugirió para el mando al joven capitán Abraham Baum, un judío neoyorquino nacido en el Bronx en 1921. Veterano del desembarco en Normandía, donde había sido herido al pisar una mina, él mismo contaría que cuando se le ordenó presentarse ante Patton y éste le explicó el objetivo de la misión no pudo evitar preguntarse «¿qué demonios estoy haciendo aquí?». Así, la fuerza a su mando recibió el nombre de Task Force Baum.
La pregunta que se hizo el oficial no era gratuita; efectivamente, su cometido resultaba realmente singular, al tener que internarse más de ochenta kilómetros en territorio enemigo para localizar un campo donde se custodiaba a miles de prisioneros norteamericanos y volver con ellos en previsión de que los alemanes decidieran matarlos ante el avance aliado. Aquí llega el momento de hacer un inciso y explicar la situación.
El campo en cuestión se llamaba Camp Hammelburg (por la ciudad vecina, situada a tres kilómetros) y en la Primera Guerra Mundial se había utilizado como área de adiestramiento militar, siendo reconvertido para acoger prisioneros en la Segunda. En realidad estaba formado por dos subcampos, el Stalag XIII-C y el Oflag XIII-B, el primero para soldados y el segundo para oficiales, siendo este último el objetivo de la Task Force Baum.
¿Por qué? Patton explicaría más tarde que temía por sus vidas, pues aunque los alemanes no acostumbraban a matar a los prisioneros sí se había dado algún caso (el más reciente el de Malmedy, en Las Ardenas, donde ochenta y cuatro cautivos de EEUU fueron ametrallados y rematados a sangre fría por el Kampfgruppe Peiper de la 1ª División SS Panzer). No obstante, circuló otra versión más controvertida sobre los verdaderos motivos del general para organizar aquella misión: quería salvar a su yerno, el marido de su hija Beatrice.

Se llamaba John Knight Waters y era teniente coronel. Le habían capturado en Túnez el año anterior y enviado inicialmente al Oflag 64 de Schubin, Polonia. Pero en enero de 1945, ante el imparable avance del Ejército Rojo, se trasladó a todos los prisioneros (es un decir porque la mayoría tuvo que hacer a pie el camino de más de quinientos kilómetros) al Oflag XIII-B de Camp Hammelburg, hasta entonces destinado exclusivamente a oficiales serbios. Con la llegada de los nuevos internos, los serbios se concentraron a un lado y los americanos al otro, quedando el lugar saturado.
Y es que cinco mil militares se juntaban allí, de los que mil cuatrocientos eran de EEUU, según el registro realizado por el mando de mayor graduación, el coronel Paul Goode. Con semejante congestión y dada la marcha de la guerra, los prisioneros no estaban precisamente en buenas condiciones (aunque tampoco sus guardianes): tenían que distribuirse por siete edificios con cinco salas, cada una de ellas alojando habitaciones en las que se hacinaban cuarenta personas.
Al menos el calor humano quizá sirvió para afrontar aquel terrible invierno en el que las temperaturas cayeron por debajo de siete grados bajo cero, ya que apenas recibía carbón cada tres días y era necesario buscar leña por los alrededores. Tampoco la alimentación era buena y la dieta inicial que recibían los presos, calculada en unas mil setecientas calorías, fue reduciéndose poco a poco ante las dificultades de abastecimiento y el aumento de la población reclusa hasta quedar en poco más de mil calorías. Ello provocó graves problemas de salud, agravados por las deficientes condiciones higiénicas, que se plasmaron en una epidemia de disentería.
Retomemos ahora el relato de la Task Force Baum. Se puso en marcha la noche del 16 de marzo con evidentes carencias, ya que sólo disponía de un puñado de mapas de la región para todos y se desconocía la ubicación exacta de Camp Hammelburg. Como además un avión de observación alemán descubrió a la columna, fue necesario incorporarle sobre la marcha material antiaéreo y hubo algún enfrentamiento en el que se perdió un Sherman. Aún así, al atardecer del día siguiente avistaron el campo de concentración.
La consiguiente batalla fue efímera, poco más que una resistencia simbólica, ya que los guardianes carecían de equipamiento para enfrentarse a los tanques y la mayoría optaron por huir. Aún así, los estadounidenses siguieron disparando sobre el campo hasta darse cuenta de un tremendo error: aquellos soldados de uniforme gris no eran alemanes sino presos serbios. No fue el único despropósito que se iba a cometer, como veremos.

Gunther von Goeckel, comandante del campo, pensaba que se le venía encima toda una división y prefirió pactar, pidiendo al yerno de Patton que saliera a explicar a los atacantes la escabechina que estaban haciendo los suyos entre los serbios. Waters aceptó pero no había recorrido ni una mínima parte del camino cuando un soldado teutón, que quizá no había sido informado, lo interpretó como un intento de fuga y disparó sobre él, alcanzándole en una nalga. Waters tuvo que ser devuelto al campo para curarle la herida. Poco después la Task Force Baum entraba en el recinto y lo que tenía que ser un momento de felicidad para el capitán al alcanzar la primera parte de su objetivo se tornó una desagradable sorpresa.
Y es que a Baum le habían dicho que en el Oflag XIII-B había trescientos oficiales y, en cambio, allí se contaban casi cinco veces más. Un número imposible de llevar en sus insuficientes vehículos y con el agravante de que tampoco podrían ir a pie por su lamentable estado físico. Así que decidió que rescataría sólo a los de mayor graduación -unos doscientos- y al resto le daba libertad para elegir: intentar seguirles caminando, quedarse o probar una evasión por su cuenta; algunos se decantaron por esta última opción y serían recapturados pero la mayoría decidió permanecer allí, Waters entre ellos debido a su herida.
La Task Force inició el regreso al anochecer y de nuevo surgieron problemas. Al no haber luna y no poder encender faros para evitar revelar su presencia al enemigo, no quedó más remedio que mandar por delante un jeep de reconocimiento que abriera el camino; cuando se detectaba peligro todos apagaban los motores y se mantenía un riguroso silencio. Pero era muy difícil atravesar ochenta kilómetros por terreno contrario sin toparse con patrullas alemanas.
De hecho, les tendieron una emboscada. Fue a su paso por Hölrich, donde los veteranos de la German Infantry Combat School (donde un centenar de suboficiales hacía sus prácticas para ascender a oficiales) les engañó hábilmente hablando por radio en inglés y atrayendo a los carros hacia efectivos armados con panzerfaust (antitanques personales, parecidos a los bazookas estadounidenses). Con ese ardid lograron destruir cuatro Sherman.
Baum consiguió sacar a su gente de la ratonera y reagruparla en una colina, ya al amanecer. Pero el vagar nocturno y la batalla habían consumido mucho combustible y no quedaba suficiente para alcanzar sus líneas, así que decidió hacer el camino a pleno día y a toda prisa para acortar. Por supuesto, los prisioneros liberados no podrían seguir el ritmo, así que les aconsejó retornar al campo, cosa que hicieron encabezados por el coronel Goode enarbolando una bandera blanca.
Pero cuando la Task Force reanudó la marcha cayó sobre ella una lluvia de fuego; los alemanes les habían rodeado durante la noche, reforzados además por media docena de tanques Tiger. Sabiendo que no tenía otra, Baum se lanzó contra ellos a la desesperada y su columna fue prácticamente pulverizada. Baum consiguió abrirse paso acompañado de dos soldados y varios ex-prisioneros pero el resto cayeron allí mismo y los supervivientes se dispersaron por el bosque, donde fueron atrapados uno tras otro.

El recuento de bajas fue espeluznante: sólo treinta y cinco hombres pudieron regresar, quedando atrás treinta y dos muertos y siendo el resto capturados (¡doscientos cuarenta y siete!). Asimismo se perdieron cincuenta y siete vehículos, entre tanques, jeeps y otros. El propio Baum resultó herido y, paradójicamente, acabó en Camp Hammelburg. Ironías del destino, el lugar fue liberado por la 14º División Blindada nueve días más tarde.
Ironía sobre ironía, Patton pudo recuperar a su yerno ya que, al estar convaleciente de su herida, no fue trasladado en tren a Nuremberg como el resto de los prisioneros. Quizá por eso condecoró a Baum con la Cruz de Servicios Distinguidos, medalla que no requería una investigación previa que hubiera sido, sin duda, muy incómoda para él. Porque aunque siempre negó saber de antemano que Waters estaba preso en Camp Hammerburg, casi todos daban por hecho que sí estaba al tanto, hasta el punto de haber incluido en la Task Force al mayor Alexander Stiller -que le conocía- para identificarle entre los demás.
En cualquier caso, sí admitió ante un iracundo Eisenhower el error de aquella fallida expedición, que se debió, según dijo, a no haber enviado una fuerza suficientemente grande. Por cierto, su yerno llegó a general y tuvo una meritoria carrera militar; murió en 1989. En cuanto a Abraham Baum, fue extraordinariamente longevo: vivió hasta los noventa y un años, muriendo el 2 de marzo de 2013.
Fuentes
Task Force Baum (web oficial)/Raid! The Untold Story of Patton’s Secret Mission (Richard Baron)/The Hammelburg Raid revisited (captain Tobin L. Green)/Task Force Baum and the Hammelburg Raid (Richard Whitaker)/Patton’s Third Army at War (George Forty)/Patton as military commander (H. Essame)/Wikipedia
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