Es de sobra conocido lo qué pasó en las ciudades romanas de Pompeya y Herculano en el año 79 d.C. La brutal erupción del volcán Vesubio, en cuyas inmediaciones se ubicaban, supuso su destrucción y la muerte de miles de personas quemadas, asfixiadas y enterradas bajo una gruesa capa de cenizas piroclásticas que, paradójicamente, sirvió para conservar las ruinas durante siglos. Las mismas ruinas que estuvieron a punto de desaparecer definitivamente en el verano de 1943, tras un devastador bombardeo en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.
Plinio el Joven describe en sus cartas a Tácito como fue aquella fatídica jornada del siglo I en la que falleció su tío Plinio el Viejo a causa de las emanaciones gaseosas cuando observaba el fenómeno:
«Mientras tanto en el Vesubio relucían, en diversos lugares, anchísimas llamas y elevados incendios, cuyo fulgor y cuya claridad se destacaban en las tinieblas de la noche. Mi tío, para excusar el miedo, decía que se trataba de hogueras hechas por campesinos fugitivos o villas abandonadas que ardían. Entonces se fue a dormir y en verdad que durmió con un sueño profundo, pues sus ronquidos eran oídos por los que estaban de guardia en la puerta. Pero el patio por el que se llegaba a la habitación empezó a llenarse de tal modo de ceniza y de pedruscos que si hubiesen permanecido ahí, no hubieran podido salir. Se despertó y se reunió con Pomponiano y los demás que habían estado velando. Deliberaron si se quedarían bajo cubierto si saldrían al raso, ya que el edificio vacilaba debido a frecuentes y largos temblores y parecía que sus cimientos se corrían de un lado para otro. No obstante, si salían a la intemperie, eran de temer las lluvias de pedruscos, aunque más soportables. Cotejados ambos peligros, se optó por la segunda solución: en mi tío ello constituyó el triunfo de la razón sobre la razón, en los demás, el miedo sobre el miedo. Se pusieron almohadas en la cabeza, sujetas con trapos, única protección contra lo que caía. En otras partes había amanecido ya; allí seguía una noche más negra y más densa que todas las noches, sólo rota por antorchas y luces variadas.
Pareció oportuno ir a la playa y ver que posibilidades existían en el mar, que estaba desierto y adverso. Allí se echó sobre un lienzo y pidió agua fresca, y la bebió dos veces. A él le despertó y a los demás les hizo huir el olor del azufre, precursor de las llamas y estas llegaron luego. Se levantó apoyándose en dos siervos, pero cayó en seguida debido, a lo que creo, a que el vaho caliginoso le tapó la respiración y le cerró el estómago, que tenía muy delicado y propenso al vómito. Cuando nuevamente se hizo de día -y era el tercero desde que había dejado de ver- su cuerpo fue hallado intacto y tal como iba vestido; pero más tenía el aspecto de dormir que de estar muerto.»
En efecto, tras la típica lluvia de piedras volcánicas llegó el flujo piroclástico, una mortífera nube ardiente que primero ascendió hacia el cielo desde el cráter para luego descender violentamente y extenderse por los alrededores, matando cuanto encontraba a su paso. Curiosamente, hubiera sido una sensación parecida si los pompeyanos de entonces hubieran estado presentes dos milenios después, cuando lo que cayó desde el aire no fueron piedras sino bombas y al efecto de la nube sustituyeron las brutales explosiones producto esta vez no del enfado de Vulcano sino de la mano del Hombre.
Desde marzo de 1943 los aviones de la RAF salían periódicamente en misiones por el continente para interrumpir las vías de comunicación y transportes alemanas. En mayo cayó el Afrika Korps dejando el norte de África en manos de los Aliados, que el 10 de julio iniciaron el desembarco en Sicilia completándolo en apenas un mes y precipitando la destitución de Mussolini el día 25 y su sustitución por el mariscal Badoglio.
El siguiente paso era el salto a la península italiana y ello implicaba una serie de bombardeos previos que resultaron disuasorios para que el rey Vittorio Emmanuel III capitulase el 8 de septiembre, cinco jornadas después de que las primeras tropas cruzaran el estrecho de Messina y desembarcaran en Calabria, iniciando su avance hacia el norte, apoyadas al poco por otro desembarco en Salerno. Pero antes de que Italia cambiara de trinchera (salvo en el norte, donde los alemanes se adueñaron de la situación y rescataron a Mussolini), Pompeya habría de sufrir una segunda oleada de devastación.
Los citados raids aéreos empezaron el 24 de agosto (por siniestra coincidencia, la misma fecha de la erupción del Vesubio), siendo Nápoles y su importante puerto marítimo el objetivo, y se prolongaron durante ocho días seguidos con un curioso interés extra: determinar si producía mejores resultados atacar en horario nocturno o a plena luz. Según un estudio del español Laurentino García, las escuadrillas británicas y estadounidenses lanzaron casi dos centenares de bombas de cuatrocientos kilos cada una y, como suele pasar en las guerras, provocaron daños colaterales inesperados al caer varias de ellas en el recinto de la antigua ciudad romana.
Ésta, que permaneció tanto tiempo preservada bajo tierra, había salido a la luz en 1550, cuando el arquitecto Domenico Fontana hacía un canal para desviar agua del río Sarno hacia la localidad de Torre del Greco. Sin embargo se dice que encontró los frescos eróticos y, escandalizado, mandó enterrarlos de nuevo, por lo que no se empezó a excavar hasta 1738, en una una serie de trabajos arqueológicos patrocinados por el rey napolitano Carlos VII (el mismo que luego reinaría en España como Carlos III).
Así se recuperó la memoria pompeyana y desde entonces continuó la labor hasta aquel fatídico estío de 1943. Conviene tener en cuenta que los daños registrados en Pompeya obedecen a tres etapas distintas. La primera, un terremoto que la sacudió en el año 62 provocando el pánico y haciendo que buena parte de sus veinte mil habitantes huyeran temiendo que se tratase de una erupción del Vesubio. El seísmo tuvo varias réplicas, de ahí que diecisiete años más tarde, cuando el volcán erupcionó realmente, todavía se estuvieran haciendo obras de reconstrucción.
La segunda fue la descrita acción volcánica, que no sólo sepultó la ciudad en cenizas sino que destruyó estructuras arquitectónicas con los temblores previos que hubo a lo largo de días antes, según atestigua Plinio el Joven, y luego con la lluvia de piedras, que hundió bastantes tejados. Desde 1924, ya bajo el gobierno mussoliniano, se acometieron una serie de trabajos de restauración dirigidos por el arqueólogo Amedeo Maiuri; la Segunda Guerra Mundial cambió las cosas.
Las bombas aliadas constituyeron una tercera etapa en esa secuencia de destrucción, al hacer desaparecer la vía de la Abundancia (que era la calle más animada de Pompeya), la Porta Marina, los arcos que flanqueaban el Foro, el Teatro Grande, la Schola Armaturarum (el edificio donde se exhibían trofeos capturados al enemigo, que el régimen fascista reconstruyó por su potencial propagandístico y del que se perdieron los frescos que lo decoraban), la Casa de Triptólemo, la Casa de Rómulo y Remo, una parte de la Casa de Diana Arcaizante, el atrio de la Casa de Epidio Rufo y las pinturas de la Casa de Salustio.
Incluso estructuras modernas terminaron pulverizadas con todo su valioso contenido, caso de dos de las salas del Museo Pompeyano, entre cuyos escombros quedaron miles de piezas rescatadas en el siglo XVIII. Al respecto se dio una curiosa situación y es que las piezas más valiosas del museo (estatuas, joyas…) habían sido evacuadas al ver que los combates se aproximaban, pero el lugar a donde se llevaron fue nada menos que la Abadía de Montecassino, que entre enero y mayo de 1944 sería escenario de otra durísima batalla y quedaría derruida; por suerte, justo antes el general Frido von Senger las había enviado al Vaticano.
Además, el bombardeo produjo unos efectos secundarios cuyos resultados todavía se notan hoy en día: las explosiones, incluso las que no alcanzaron ningún sitio concreto (que por suerte fueron la mayoría), removieron la tierra de tal forma que desde entonces las lluvias penetran fácilmente en el subsuelo, ablandándolo y volviéndolo inestable. La Ley de Murphy hizo que en 1980 se produjera un nuevo terremoto que dio la puntilla a muchos rincones. Consecuencia de ello es el desplome periódico de algunos edificios como el mencionado de la Schola Armaturarum en 2010 (que encima se había reconstruido con cemento armado, un material bastante endeble).
De aquella Pompeya pre-bélica se conservan una veintena de fotografías en placa de vidrio que muestran el aspecto que tenía entonces. Actualmente se ha podido reconstruir alguno de los edificios, como el Anticuario (usado como museo) y está protegida desde 1997 por la UNESCO dentro de su Patrimonio de la Humanidad. Pese a ser uno de los principales motores económicos de Nápoles, se ha decretado una reducción de acceso al público (exhibiendo sólo un tercio de la urbe) y una suspensión de las excavaciones arqueológicas para centrarse en salvar lo que hay ahora.
Así que de momento tampoco volverán a aparecer bombas sin explotar, como la de 2006, que hoy está expuesta como una parte más de la turbulenta historia del sitio.
Fuentes
El Vesubio, los fantasmas y otras cartas (Plinio el Joven)/100 historias secretas de la Segunda Guerra Mundial (Jesús Hernández)/Pompeya (Ian Andrews)/Arte e Historia de Pompeya (Stefano Giuntoli)/Forgotten Blitzes. France and Italy under Allied Air Attack, 1940-1945 (Claudia Baldoli y Andrew Knapp)/Danni di guerra a Pompei. Una dolorosa vicenda quasi dimenticata (Laurentino García García)
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