En Gran Bretaña está generalizada la creencia popular en que desde la ocupación del país por los normandos de Guillermo el Conquistador en el siglo XI ningún ejército extranjero ha vuelto a pisar su territorio.
Si acaso, las islas del Canal de la Mancha, que la Alemania nazi ocupó durante la Segunda Guerra Mundial y nada más. Pero un vistazo a aquellos tantos años en los que compartió tensa historia con España revela que no todo se redujo al rechazo de la Armada Invencible; otras armadas, otros soldados españoles, desembarcaron en suelo británico en varias ocasiones.
Ya desde la Edad Media menudearon las incursiones en uno y otro sentido. Generalmente, las que zarpaban de Albión con destino a la Península Ibérica eran razias que tenían como objetivo el saqueo de las poblaciones costeras; a veces tenían éxito, como la que protagonizó Francis Drake a Cádiz, y otras se estrellaban contra las defensas locales, como la que el mismo marino hizo por el litoral gallego y portugués.
En sentido inverso también los marinos españoles atacaron sus islas, aunque en su caso solían ser expediciones más ambiciosas.
La primera reseñable sería la que dirigió Fernando Sánchez de Tovar, almirante de Castilla, como represalia por la destrucción de varios barcos castellanos en el puerto francés de Saint Malo, durante la Guerra de los Cien Años; gajes de la alianza firmada por Enrique II de Trastámara con el rey galo Carlos V.
El episodio primigenio había ocurrido en La Rochelle en 1372, donde veintidós galeras hispanas habían derrotado a treinta y seis naos inglesas que se les oponían, llevándose un sustancioso botín de los catorce transportes que escoltaban.
A partir de ahí y a lo largo de la década se sucedieron las incursiones castellanas: Wight, Plymouth, Porthsmouth, Darthmouth, Lewes, Rye, Rottingdean, Folkestone, Winchelsea, Hastings, Poole, Jersey, Guernsey…
El Canal de la Mancha sólo tenía un dueño y se demostró poco después, cuando Tovar y el francés Jean de Vienne, remontaron el Támesis para llevar a cabo un asalto a Gravesend, una villa del extrarradio londinense que fue saqueada e incendiada junto a otras aldeas menores.
El cambio de siglo no supuso una tónica diferente. La guerra entre Francia e Inglaterra seguía activa y el monarca francés continuó requiriendo ayuda de Castilla. Enrique III el Doliente se la concedió y envió al corsario vallisoletano Pero Niño al mando de tres galeras bien pertrechadas para poner fin a las correrías enemigas por el Canal.
En 1405 Pero Niño se unió al galo Charles de Savoisy y juntos remontaron la ría de Cornualles, saqueando y dejando la región envuelta en llamas; después continuaron su campaña repitiendo acciones en Portland, Poole, Southampton para, más tarde,regresar y arrasar Jersey y otras islas.
Demos ahora un salto porque la unión dinástica de Castilla y Aragón, junto con la fusión con Portugal, el descubrimiento de América y la vinculación con el Sacro Imperio Romano Germánico, convirtieron a España en la primera potencia europea.
Y si Francia, en un primer momento tras la unificación de su reino al acabar la Guerra de los Cien Años, se había mostrado como el enemigo a batir, se rezagó tras la muerte de Francisco I y pronto quedó claro que Inglaterra opositaba también a esa plaza, especialmente tras su reforma religiosa.
El fracaso de la Armada Invencible tendría su reflejo en el de la Contraarmada de la reina Isabel; las espadas seguían en alto y seis años después, en el verano de 1595, los barcos españoles volvieron a sembrar el pánico en las islas británicas.
Fue en la conocida como Batalla de Cornualles y paradójicamente el objetivo inicial no eran los ingleses sino los franceses, que tenían como nuevo monarca a Enrique II de Navarra; éste era protestante y por eso recibió el apoyo de Inglaterra.
Felipe II, en alianza con la Liga Católica y Roma, envió al afamado Tercio de Juan del Águila, quien derrotó al enemigo una y otra vez hasta poner orden para después organizar una expedición de castigo a Gran Bretaña.
Embarcó tres compañías de arcabuceros en una pequeña escuadra de cuatro galeras y tomaron tierra en Cornualles, en el extremo suroeste de Gran Bretaña, asolando Mousehole, Newlyn, Paul y Penzance.
Se llevaron todos los cañones que encontraron y tan sólo registraron una veintena de bajas, que además no las causaron los ingleses sino una enorme flota holandesa con la que se toparon a la vuelta y de la que escaparon por poco.
Dos años más tarde se organizó una nueva armada de mayores dimensiones que la desgraciada en 1588: más de ciento sesenta naves y un ejército veterano cuya misión era, otra vez, conquistar el país y sustituir la monarquía anglicana por otra católica.
El destino quiso jugársela de nuevo a Felipe II y las tormentas propias del otoño desbarataron la empresa, si bien no hubo las pérdidas de la ocasión anterior. De hecho, siete de los barcos lograron llegar a tierra inglesa, a Falmouth, desembarcando cuatrocientos hombres. Aquella fuerza montó las correspondientes defensas mientras esperaba la llegada de los compañeros y del enemigo, pero ni unos ni otro aparecieron por lo que, al cabo de unos días, se optó por reembarcar.
En el contexto de aquella guerra anglo-española que empezó en 1585 y no terminaría hasta 1604, Juan del Águila volvió a cruzar el Canal a principios de septiembre de 1601, ya bajo el reinado de Felipe III. Esta vez el objetivo era Irlanda y más concretamente el puerto de Cork, que debía servir de cabeza de puente para una invasión, por lo que la flota llevaba cuatro millares y medio de hombres en una treintena de naves.
Pero una galerna las dispersó y en lugar de Cork tuvieron que arribar a Kinsale, a donde no llegó nunca la escuadra de Pedro de Zubiaur, una decena de barcos con casi setecientos soldados y la mayor parte de las provisiones. Por tanto, poco más de tres mil españoles se encontraron en tierra extraña en unas condiciones no muy ventajosas.
Las tropas construyeron dos fuertes y se atrincheraron mientras los barcos partían en busca de refuerzos. Entonces apareció un enorme ejército inglés que les triplicaba en número, a pesar de lo cual no fue capaz de romper las defensas montadas. Sin embargo, los refuerzos prometidos se perdieron en una nueva tempestad y únicamente se presentó un contingente irlandés.
La descoordinación y la defección de los irlandeses hizo que en la batalla de Kinsale se impusieran los ingleses, que no provocaron una escabechina mayor gracias al oficio de la infantería española. Al final, Juan del Águila pactó entregar las cinco plazas ocupadas a cambio de barcos y víveres para retornar a España… donde le esperaba un consejo de guerra; falleció antes de que empezara.
Inglaterra e Irlanda no fueron casos únicos y la bandera española ondeó también en Escocia, tras algo más de un siglo de descanso -que no de paz-. Fue en 1719, después de que la Guerra de Sucesión enfrentara una vez más a españoles y británicos por el apoyo de éstos al pretendiente Carlos de Habsburgo frente al candidato Borbón apoyado por Francia.
El problema sucesorio hispano, resuelto finalmente a favor de Felipe V, se trasladó entonces a las islas británicas, donde la impopularidad de Jorge I llevó al levantamiento de los partidarios de los Estuardo, personalizados en la figura de Jacobo III, quien tenía de su lado a irlandeses y escoceses además de los ingleses católicos.
Siguiendo un plan del cardenal Alberoni, ministro español, se envió a Escocia una escuadra compuesta por dos fragatas, a bordo de las cuales iban tres centenares de infantes de marina con la misión de proporcionar mosquetes (llevaban miles) y apoyo a la que era ya la tercera rebelión jacobita.
Se esperaba que ello desviara la atención inglesa, que mandaría allí sus fuerzas desguarneciendo su propio país y facilitando así el desembarco de un contingente más importante -unos cinco mil efectivos- en Cornualles, armando a los jacobitas locales.
Sin embargo, el tiempo volvió a jugar en contra impidiendo zarpar a la flota encargada de trasladar este ejército. Así, los infantes de marina quedaron solos y encima se encontraron con que los highlanders se mostraban remisos a empuñar las armas.
La guarnición española atrincherada en el castillo de Eilean Donan, medio centenar de hombres, fue duramente bombardeada por tres fragatas inglesas y sólo pudo resistir tres días. Los otros trescientos soldados se enfrentaron el 10 de junio al ejército inglés en la Batalla de Glen Shiel, ayudados por algunos clanes.
La artillería enemiga se concentró en mantener a distancia a los españoles -al fin y al cabo el hueso más duro de roer- y lanzó al resto de la tropa contra los escoceses, que no aguantaron el embate y optaron por irse aprovechando la bajada de la niebla, siempre con los hispanos cubriendo su retirada.
De aquel combate, que duró todo el día, quedan hoy algunos rincones de nombre etimológicamente obvio, como Bealach-na-Spainnteach (en gaélico, Paso de los Españoles) o The Peak of Spaniards (Pico de los Españoles).
Fuentes
Guerra y sociedad en la monarquía hispánica (Enrique García Hernán y Davide Maffi, eds) / La Marina de Castilla (Cesáreo Fernández Duro)
Cronica de D. Pedro Nino, conde de Buelna (Gutierre Díaz de Gámez) / The Last Armada. Siege of 100 Days: Kinsale 1601 (Des Ekin) / Pisando fuerte. Los Tercios de España y el Camino Español (Fernando Martínez Laínez) / Irlanda y la monarquía hispánica: Kinsale, 1601-2001. Guerra, política, exilio y religión (Enrique García Hernán) / Rincones de historia española (León arsenal y Fernando Prado)
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