Ninguna prisión del mundo debía ser un lugar agradable en el siglo XIX. Tampoco ahora, pero seguramente los internos no estarán sometidos a absurdos trabajos forzados como los que se inventaron en aquellos tiempos.
Hoy en día la prisión se concibe más como un lugar de reinserción y de formación, por lo menos en el mundo occidental, pero en el siglo XIX la prisión significaba única y exclusivamente castigo y, por tanto, implicaba todo aquello que supusiera incomodidad, humillación y, en definitiva, hacer pagar al interno por sus crímenes.
Una de las sentencias más comunes era la condena a trabajos forzados. Si habéis leído la novela autobiográfica de Henri Charrière Papillon, o habéis visto la película protagonizada por Dustin Hoffman y Steve McQueen en 1973 del mismo título, os podéis hacer una idea. Y eso que en este caso los hechos ocurrieron prácticamente antesdeayer, en 1931.
Los trabajos forzados en el Reino Unido se introdujeron por primera vez en 1818, como sustitutos de los latigazos y otros castigos corporales. Aunque esto podría parecer algo positivo, en realidad trabajos forzados significaba mucho más que el propio sentido literal de la expresión: llevaba implícita una intensificación del dolor infligido al reo.
Al principio las labores encargadas a los presos tenían relación con la productividad, como por ejemplo picar piedra o recoger cultivos. Pero pronto hubo más convictos que trabajo real, por lo que las autoridades carcelarias comenzaron a inventar dispositivos que permitiesen seguir aplicando el concepto de trabajos forzados, aun cuando en realidad ni se producía nada ni se obtenía ningún beneficio de ello.
Entre ellos estaba la cinta de correr, probablemente el primer dispositivo de este tipo inventado, que se parecía mucho a una rueda de noria sobre la que los presos debían pasar hasta 14 horas al día, caminando sin parar y descansando sólo 20 minutos para comer.
Evidentemente no existía ningún mecanismo de seguridad, por lo que aquellos que se rezagaban terminaban cayendo sobre los tablones escalonados de la rueda, con el consiguiente perjuicio. La cinta podía estar conectada a un molino o una noria de agua, pero no era lo habitual. Se sabe que al menos 44 prisiones británicas contaron con uno de estos aparatos.
Pero quizá el más absurdo de todos los inventos de aquella época fue la Manivela. Un dispositivo que se instalaba en una pared, a un lado de la cual estaba la maquinaria principal operada por los guardias, y al otro una enorme manivela metálica.
Los presos debían hacer girar la manivela un número determinado de veces al día, entre 10.000 y 14.000 aproximadamente, para obtener recompensas como poder disfrutar de la comida del día. Giros que se iban registrando en un dial mecánico.
Evidentemente la manivela requería un cierto grado de fortaleza y esfuerzo para ser movida. Pero si por alguna razón uno de los presos era lo suficientemente fuerte como para hacerla girar fácilmente, los guardias podían ajustar la tensión y resistencia del dispositivo, algo parecido a las modernas bicicletas estáticas. En algunos casos la manivela movía, en el lado oculto a los internos, unas grandes palas que no hacían más que remover arena dentro de un contenedor.
Con el tiempo se desarrollaron también manivelas de una pieza que no requerían la instalación en un muro, y podían ser trasladadas de un sitio a otro.
El mayor Arthur Griffiths, que vio una durante su visita a la prisión londinense de Millbank en 1872, la describía como un conjunto de ruedas con engranajes que ejercían una presión resistente, giradas por un mango ponderado a voluntad para fijar la cantidad de esfuerzo requerido para moverlas.
No solo no hacía nada, ni servía para nada, sino que solía producir daños físicos permanentes en los internos, en ocasiones obligados a realizar el esfuerzo con un brazo atado a la espalda.
Así, se cree que el rápido deterioro físico y la muerte del escritor Oscar Wilde tres años después de ser liberado en 1897 (había pasado 2 años condenado a trabajos forzados) se deben, en buena parte, a este tipo de castigos sufridos en prisión.
Sir Edmund Du Cane, que en 1863 se convirtió en el responsable de las prisiones británicas, escribió que la verdadera inutilidad del trabajo penitenciario estaba en el fracaso de la imaginación de los presos al percibir que este tipo de trabajo podría tener un buen efecto sobre sus personas.
Fuentes
Victorian Prison Lives (Philip Priestley) / The Prison Boundary: Between Society and Carceral Space (Jennifer Turner) / Auld Stirling Punishments (David Kinnaird) / Nick Grantham / No tech magazine / Wikipedia.
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