El 24 de mayo de 1975 el puerto de Hamburgo se convirtió en improvisado escenario para un espectáculo que en sí no tendría nada de extraordinario, como era la llegada de dos buques. No eran del tipo de nave que suscita la curiosidad del espectador, como pasa con los cruceros o los barcos de guerra, sino simples mercantes, y aún así más de treinta mil personas se agolpaban en las dársenas para verlos arribar y atracar en lo que era un recibimiento por todo lo alto.

Pero es que el Münsterland (de la compañía Hapag) y el Nordwind (de la Nordstern Reederei), que tales eran sus nombres, regresaban a su país después de haber permanecido ocho años atrapados en tierra extraña a causa de un conflicto bélico. De hecho, no habían sido los únicos sino que junto a ellos sufrieron el mismo destino otras trece naves que, al cabo de tanto tiempo, ya no pudieron moverse de donde estaban, al menos por sí mismas.

Ese conjunto de damnificados fue conocido como Yellow fleet (Flota Amarilla), debido al tono cromático que adquirieron sus estructuras exteriores al ir impregnándose de la arena del desierto circundante llevada por el viento. Porque el lugar donde se vieron bloqueados fue el Gran Lago Amargo, una bolsa de agua salada que junto con el Pequeño Lago Amargo cubre una superficie de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados en medio del Canal de Suez, que mide más de ciento sesenta kilómetros de longitud enlazando el Mar Rojo con el Mediterráneo.

No era la primera vez que ese sitio -de origen natural- se veía mezclado en un contexto bélico, ya que en la Segunda Guerra Mundial sirvió para concentrar los barcos italianos capturados por los aliados.

El Gran Lago Amargo/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Y el 14 de febrero de 1945 acogió al USS Quincy, un crucero pesado a bordo del cual el presidente de EEUU, Franklin Delano Roosevelt, una vez terminada la Conferencia de Yalta, se reunió con el mandatario árabe Abd al-Aziz para firmar un acuerdo de ayuda militar por petróleo y, de paso, intentar convencerle de que apoyara la emigración de los judíos a Palestina. Precisamente esto último desataría el problema para la Flota amarilla unos años después.

Y es que el 5 de junio de 1967 estalló la llamada Guerra de los Seis Días, en la que Israel tuvo que enfrentarse a una coalición árabe integrada por Egipto, Jordania, Irak y Siria. Básicamente consistió en un fulminante ataque preventivo israelí que prácticamente destruyó la fuerza aérea egipcia (Operación Foco), a lo que siguió la ocupación de territorios como Gaza, Judea, Hebrón, la península del Sinaí y Jerusalén mientras se rechazaban ataques jordanos y sirios en el Golán y se reabrían los estrechos de Tirán.

El 10 de junio el gobierno israelí aceptó la propuesta de alto el fuego de la ONU y dio por concluidas las operaciones. Sin embargo, la situación no cambió para algunos. Al iniciarse las hostilidades había quince navíos navegando en dirección norte por el Canal de Suez y se encontraron con que no podían avanzar ni retroceder.

Al principio era por un período de tres días pero luego se alargó indefinidamente, dado que el ejército israelí se hizo con el control de la ribera oriental y los egipcios hundieron diversas embarcaciones y estructuras (un puente, por ejemplo) para bloquear el paso; incluso minaron una parte del canal, con lo que los barcos en tránsito tuvieron que anclar en el lago y esperar.

Esa espera se prolongaría pese al final de la guerra porque Nasser entendió que la opinión pública no le permitiría reabrir el canal permitiendo el paso a buques de Israel.

El USS Quincy/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Aún cuando se hubiera llegado a un acuerdo, en esos momentos ninguna naviera estaba dispuesta a arriesgar sus unidades enviándolas por esa ruta mientras perdurase la tensión (israelíes y egipcios segurían intercambiando disparos esporádicamente desde sus respectivas posiciones a ambos márgenes del canal), con lo cual la reapertura tampoco resultaba económicamente viable por el momento.

Los quince barcos atrapados eran los suecos Killara y Nippon; el francés Essayons; los británicos Agapenor, Melampus, Port Invercargill y Scottish Star; los estadounidenses African Glen y Observer; los polacos Djakarta y Boleslaw Bierut; el búlgaro Vassil Levsky; y el checoslovaco Lednnice, además de los alemanes ya citados. Todos cargueros (algunos con mercancías perecederas que se perdieron) o de pasajeros menos el Observer, que la US Navy empleaba para transporte de tropas.

Las tripulaciones fundaron la GBLA (Great Bitter Lake Association), una asociación de apoyo mutuo gracias a la que afrontaron la coyuntura de forma más llevadera: juegos de mesa, actividades de ocio (el Killara tenía piscina), proyección de películas, servicios religiosos y competiciones deportivas (en 1968 incluso organizaron sus propios Juegos Olímpicos en paralelo a los que se celebraban en México). Hasta diseñaron su propia bandera: un triángulo con dos bandas azules y otra blanca que llevaba inscrito el número 14.

Luego, los marineros fueron evacuados progresivamente, quedando pequeños retenes que en 1969 juntaron los barcos entre sí para facilitar su mantenimiento entre todos con el mínimo de personal; estos retenes, que cada treinta días lanzaban sus barcos a toda velocidad por el lago para que las hélices no se corroyeran por el salitre, rotaban cada tres meses hasta que en 1972 se les sustituyó definitivamente en esa tarea por una empresa noruega contratada ad hoc.

Muchos de aquellos tres mil hombres de todas las razas -«una pequeña ONU» lo describió uno de ellos- entablarían buena amistad y mantendrían posteriormente el contacto.

Hablando de mantenimiento, el Canal de Suez se vio privado de él y la falta de labores de dragado, junto con la ausencia de corrientes generadas por las hélices de las naves, provocó que se acumularan grandes cantidades de lodo en sus fondos, agravando la situación. Y así transcurrieron ocho años desde 1967 hasta principios de 1975, en que por fin volvió a abrirse a la navegación. Lamentablemente, para entonces ya sólo los dos buques germanos estaban en condiciones de regresar a casa por sí mismos.

Eso sí, hicieron el viaje marítimo más duradero de la Historia: el Münsterland había tardado ocho años, tres meses y cinco días en llegar a destino desde que zarpó de Australia. Aún volvería a pasar por Egipto ese mismo año, en dirección a Corea.


Fuentes

The Sea in World History. Exploration, Travel and Trade (Stephen K. Stein, ed.)/Hapag-Lloyd (Web oficial)/Down To The Sea In Ships. Of Ageless Oceans and Modern Men (Horatio Clare)/Wikipedia


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