Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial el gobierno de Londres distribuyó un folleto en el que recomendaba a la gente poner a salvo sus mascotas en el campo.

Y, si no tenían esa posibilidad, sacrificarlas por su propio bien, dada la penuria que se iba a abatir inminentemente sobre el país. En consecuencia, aproximadamente setecientos cincuenta mil animales murieron en una semana, el doble que de británicos en todo el conflicto.

El impacto de una guerra sobre la población civil siempre ha sido devastador, bien por las acciones militares directas que ésta ha de sufrir casi como si fuera combatiente, bien por las privaciones derivadas de la escasez.

Un ama de casa británica con su mascota en 1941/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ahora bien, actualmente la presencia masiva de los medios de comunicación en los últimos conflictos ha permitido descubrir que también los animales son víctimas y no sólo los que tradicionalmente formaban parte de los ejércitos, como caballos, mulas, perros o palomas; en ese sentido, las imágenes del zoo de Irak, con sus inquilinos convertidos en esqueletos vivientes tuvieron amplia repercusión.

Pero hay pocos zoos y, en cambio, muchísima gente tiene mascotas. No es algo que ocurra sólo ahora. En el verano de 1939, los vientos de guerra soplaban ya con tanta fuerza que todos esperaban el estallido de las hostilidades tarde o temprano.

Fue en ese contexto cuando se creó el NARPAC (National Air Raid Precautions Animals Commitee) un organismo pensado para ocuparse del problema de las mascotas en un contexto bélico.

El NARPAC era una extensión del famoso ARP (Air Raid Precaution), establecido en 1937 para proteger a los civiles en caso de ataques aéreos. Su organización se basaba en comités locales en los que formaban guardias voluntarios de diversos tipos: vigilantes, conductores de ambulancias y mensajeros, por ejemplo, que se coordinaban con los bomberos y la policía.

Ellos eran los que se aseguraban de que las luces de los hogares se apagaban durante los ataques, los que realizaban los informes de daños en las casas causados por las bombas, los que dirigían a los ciudadanos hacia los refugios, etc.

Póster del ARP/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Su imagen resulta familiar por verlos a menudo en películas. Inicialmente, los guardias no tenían uniforme y tan sólo llevaban un brazalete y un casco; a partir de 1941 ya contaron con ropa específica de campaña, de color azul. Cerca de millón y medio de hombres y mujeres formaron parte de ese servicio a lo largo de la guerra, de los que ciento treinta y un mil lo hicieron a tiempo completo.

Aquel verano el NARPAC distribuyó un pasquín informativo entre los ciudadanos. Con el título Aviso a los dueños de mascotas, advertía a éstos de la conveniencia de enviar a sus animales fuera de las ciudades, a los pueblos, temiendo que no hubiera suficiente comida en los años venideros y que el previsible racionamiento impidiera proporcionarles alimento.

El folleto decía textualmente: «If you cannot place them in the care of neighbours, it really is kindest to have them destroyed»; o sea, «Si no puede dejarlos al cuidado de de los vecinos [rurales], realmente es más benevolente sacrificarlos

Cuando el 1 de septiembre Alemania empezó la invasión de Polonia, implicando así a Reino Unido en cumplimiento de su acuerdo con dicho país, se hizo realidad aquel negro futuro para perros, gatos, peces y pájaros.

Apenas dos días más tarde las consultas veterinarias se vieron desbordadas por multitud de personas dispuestas a seguir el consejo oficial; curiosamente, el documento adjuntaba publicidad de una pistola de matarife, de un único proyectil, para realizar la operación en casa.

Otras organizaciones como PDSA (People’s Dispensary for Sick Animals) y RSPCA (Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals) se opusieron a aquella medida tan drástica, no sólo porque fueron obligados a colaborar en los sacrificios cediendo instalaciones y técnicos sino también por considerarla excesiva y prematura.

Además, se creó un problema extra porque mucha gente se limitó a desprenderse de sus animales abandonándolos. De hecho, durante los años siguientes se demostraría que el abastecimiento no alcanzaría niveles tan dramáticos como se había dicho.

Por eso una institución como Battersea Dogs and Cats, que llevaba trabajando en la protección de perros y gatos domésticos desde 1860, aconsejó a quienes la consultaron no precipitarse. Y aunque apenas tenía cuatro empleados, logró cuidar y alimentar nada menos que a ciento cuarenta y cinco mil mascotas durante la guerra.

Bien es cierto que contaba con el activo e incansable apadrinamiento de la duquesa de Hamilton, que recorrió Inglaterra y Escocia en busca de hogares de acogida y consiguió reconvertir un viejo aeródromo en un santuario, insertando cuñas publicitarias en la BBC e incluso enviando a su personal a recoger a los animales a domicilio.

Otros propietarios de animales también decidieron no seguir las instrucciones del NARPAC y seguir fieles a su amistad. Compartían sus raciones y buscaban extras en el mercado negro en otra prueba de que Gran Bretaña nunca llegó a pasar realmente hambre, en parte gracias a los convoyes procedentes de América.

Sin embargo, muchos de los que ignoraron al NARPAC en primera instancia cambiaron de opinión un año después, en septiembre de 1940, cuando la Luftwaffe dio inicio al Blitz, el bombardeo aéreo de Londres y otras ciudades.

Entonces cundió el pánico y hubo una segunda oleada de sacrificios en la que las clínicas veterinarias volvieron a verse colapsadas. Paradójicamente a esas alturas ya había más voces en contra y algunas oficiales, como la del Royal Army Veterinary Corps (Real Cuerpo Veterinario del Ejército), que resaltaba la utilidad de los perros en tiempos de guerra.

De hecho, muchas familias habían prestado sus perros a las fuerzas armadas para colaborar en diversas actividades mientras durase el estado de guerra y nunca más volvieron a verlos: hasta seis mil canes fueron sacrificados y, según parece, el mismísimo MI5 llegó a vigilar a los opositores a esa medida.

Folleto distribuido con recomendaciones para sacrificar a las mascotas/Imagen: National Archives en Wikimedia Commons

Tampoco los animales del zoo de Londres escaparon al negro destino, al menos una parte de ellos. No faltaron acusaciones al gobierno por fomentar la histeria colectiva; como dice Hilda Kean, una de las historiadoras que estudió este episodio, la forma de subrayar el estado de guerra fue «evacuar a los niños, cerrar las cortinas y matar al gato».

La medida acarreó otro efecto secundario negativo: la extensión de cierto pesimismo, de una tristeza común a muchos que se deshicieron de sus mascotas a la primera adversidad y, como se demostró luego, sin razones de peso.

Fueron frecuentes los sentidos obituarios de animales en la prensa y, quizá por vergüenza en un país que presume de ser especialmente amante de los animales domésticos, esta historia tendió a relegarse al silencio y el olvido.

Sólo actualmente se han puesto un poco las cosas en su sitio con un monumento en Hyde Park a los animales caídos en la guerra; su epitafio termina con la gráfica frase «No tuvieron opción». La propia Kean lo explica: «A la gente no le gusta recordar que al primer indicio de guerra salimos a matar al gatito».


Fuentes

BBC/Bonzo’s War. Animals Under Fire 1939 -1945 (Clare Campbell y Christy Campbell)/Dogs of Courage. When Britain’s Pets Went to War 1939–45 (Clare Campbell)/The Great Cat and Dog Massacre. The Real Story of World War Two’s Unknown Tragedy (Hilda Kean) / Wikipedia.


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