No hace mucho dedicamos un artículo a desvelar la falsedad de la famosa frase atribuida a María Antonieta, la de «que coman pasteles» y ya explicábamos entonces que la Historia está tachonada de citas muy conocidas puestas en boca de muchos de sus grandes protagonistas pero que a menudo son apócrifas, bien por error, bien por manipulación, bien porque en realidad fueron pronunciadas por otros. A continuación reseñamos cinco ejemplos muy conocidos.
1. Felipe II y los elementos
La Guerra Anglo-Española que se desarrolló entre 1585 y 1604 tuvo algunos episodios especialmente conocidos. El de mayor repercusión fue el intento de invadir Inglaterra mediante el traslado de los Tercios de Flandes, para lo cual Felipe II ordenó la organización de una grande y felicísima armada que debía darles escolta.
Esa operación era tan compleja en todos los sentidos (coordinación, intendencia, meteorología…) que, dicen los expertos, incluso hoy tendría problemas para que tuviera éxito.
En el siglo XVI peor aún, claro. La cosa salió mal y terminó con un tercio de las naves naufragadas al intentar regresar circunvalando las Islas Británicas en vez de por el Canal de la Mancha, donde el viento en contra y la flota inglesa les cerraban el paso.
Un rosario desgranado de barcos fueron arribando a las costas españolas. Entre ellos el de su almirante, el duque de Medina Sidonia, que tras atracar en Santander e informar al rey se ocupó de las labores de atención a los heridos y supervivientes.
El monarca le autorizó a volver a Andalucía sin necesidad de rendirle cuentas personalmente porque, si bien el duque asumía la responsabilidad del desastre, Felipe II hacía otro tanto y escribía una carta a Alejandro Farnesio, que estaba al mando de los Tercios, en la que decía textualmente «En lo que Dios hace no hay que perder ni ganar reputación, sino no hablar de ello».
En cambio, fue otra la cita que ha pasado a la Historia y que se ha reflejado en múltiples versiones: «Yo envié mis naves a pelear contra los hombres, no contra vientos y tempestades», a menudo sintetizada su última parte con la expresión «los elementos».
En realidad, la popularizó a mediados del siglo XIX el periodista e historiador Modesto Lafuente, en su Historia General de España; para ello tomaba como referencia una reseña del sacerdote y humanista Baltasar Porreño, que la había reflejado en su libro Dichos y hechos del rey don Felipe II en 1639; es decir, medio siglo después de la Invencible.
2. El general Cambronne en Waterloo
El 18 de junio de 1815 se libraba en el centro de Bélgica la batalla más famosa de las guerras napoleónicas, aquella que puso punto final definitivo al intento del Emperador de volver tras aquel primer confinamiento en Elba. El plan de Bonaparte era derrotar a sus enemigos por separado, antes de que pudieran unirse y superarle abrumadoramente en número, como había pasado en Leipzig.
Empezó bien, barriendo a los prusianos en Ligny mientras paralelamente el mariscal Ney obligaba al ejército aliado (ingleses, escoceses, alemanes…) a retroceder en Quatre Bras, aunque a costa de considerables pérdidas. Wellington, que estaba al mando de ese contingente, eligió Waterloo para intentar frenar el avance de la Grande Armee porque la orografía favorecía una defensa cerrada y dificultaba el despliegue de las tropas francesas, superiores en número, ganando tiempo para que los prusianos de Blucher acudieran a reforzarle.
Al día siguiente, el desarrollo de la batalla fue más o menos como esperaba el británico, cuyos disciplinados cuadros lograron resistir primero el masivo cañoneo y luego las sucesivas cargas de la caballería gala, mientras Blucher se acercaba a marchas forzadas hacia el flanco derecho del adversario. Al caer la tarde, Napoleón intentó un último golpe de mano enviando a la Guardia Imperial a romper la linea aliada, pero también fue rechazada y con la llegada de los prusianos cambiaron las tornas.
Los guardias formaron en dos cuadros, uno mandado por el propio Bonaparte, que optó por la retirada mientras el otro se quedaba protegiendo su marcha. Éste estaba al mando del general Pierre Cambronne.
Cambronne fue conminado a rendirse, circunstancia en la que habría pronunciado una de esa frases para la posteridad: «¡La Garde meurt, mais ne se rend pas!» (¡La Guardia muere pero no se rinde!). Sin embargo, parece ser que esas palabras no fueron más que la versión elegante para los libros de texto de los escolares franceses; lo que realmente exclamó fue algo más acorde con el momento y no es necesario traducirlo: «¡Merde!». También hay quien dice que primero dijo uno y ante la insistencia enemiga soltó la segunda, que pasó a conocerse eufemísticamente como Le mot de Cambronne (la palabra de Cambronne).
3. Custer, Sheridan y los indios
Uno de los personajes más emblemáticos de la conquista del Oeste es el teniente coronel George Armstrong Custer, que alcanzó la fama por la derrota aplastante de su Séptimo Regimiento de Caballería ante los sioux en junio de 1876. Todo el mundo reconoce fácilmente su representación iconográfica -larga melena de bucles rubios, chaqueta de ante con flecos, pañuelo rojo, perilla-, aún cuando en esa batalla postrera iba rapado y probablemente no vestía la chaqueta.
Custer se había labrado prestigio contra los indios, a pesar de que en la práctica apenas había tenido enfrentamientos directos con ellos (solían rehuir los combates) y que sólo en Washita la cosa pasó de meros tiroteos, siendo lo habitual las inacabables persecuciones en las que los perseguidos siempre lograban escabullirse.
Pese a ello, nadie tenía más experiencia que Custer con ese enemigo y por eso los generales Crook, Gibbon y Terry, apoyados por Sherman y Sheridan, solicitaron al presidente Ulysses Grant su incorporación a la campaña que el gobierno puso en marcha para devolver a las tribus a las reservas que habían abandonado. Huelga comentar que la acción de los indios respondía al enésimo incumplimiento de tratados con los blancos, plasmado en un descontento que se reflejaba en las Guerras Indias, los enfrentamientos entre ambas partes que jalonaron la historia de EEUU desde la época colonial hasta finales del siglo XIX.
En ese contexto, el catálogo de barbaridades desplegado por los contendientes fue amplio, aunque en el ciudadano medio sólo tenían el eco las salvajadas de los indios y por eso la opinión pública les era totalmente hostil. La frase que mejor representa esa animadversión se ha puesto tradicionalmente en boca de Custer: «El único indio bueno que conozco es el indio muerto».
Sólo que el excéntrico militar no la pronunció jamás; esas palabras -ni siquiera ésas exactamente- alcanzaron resonancia al expresarlas el general Phil Sheridan en respuesta al jefe penateka-comanche Tosawi (Broche de plata), que se autodefinió como indio bueno, a lo que el otro contestó «Los únicos indios buenos que jamás haya visto están muertos». La prensa hizo el resto.
Paradójicamente ni Sheridan ni Custer odiaban a los indios y en una ocasión el primero declaró en una entrevista a un periódico que «les arrebatamos su territorio y sus medios de supervivencia, dimos al traste con su modo de vida, sus hábitos, introdujimos las enfermedades y la decadencia entre ellos y fue por esto y en contra de esto por lo que batallaron contra nosotros ¿Podría alguien esperar menos?»
4. Bismarck y los españoles
A priori parece un poco raro que Otto von Bismarck, artífice de la unificación alemana, posteriormente ministro de Prusia y canciller del país, tuviera tiempo de prestar atención a España. No obstante, hubo unos años en los que el destino de Europa estuvo estrechamente ligado a la situación política española y los gobiernos más poderosos del continente maniobraron para intentar encauzar ésta en su provecho. Fue en 1870, cuando la abdicación de Isabel II obligó a Prim a buscar otro rey.
Entre los candidatos figuraban el viudo de la reina portuguesa María, Fernando de Sajonia-Coburgo-Gotha; el sultán de Marruecos; y el duque de Aosta, Amadeo de Saboya, que a la postre sería el elegido. Antes, Francia presentó a su candidato, el duque de Montpensier, y rápidamente Alemania salió al paso proponiendo al príncipe Leopoldo de Höhenzollern-Sigmaringen (cuyo nombre impronunciable se adaptó castizamente como Olé olé si me eligen u Olla sorda sin laringe).
Napoleón III y Bismarck se vetaron mutuamente y eso dio al segundo el pretexto perfecto para lo que buscaba desde hacía tiempo, una guerra contra los franceses que consolidara la unidad nacional.
Se supone que sería en ese contexto cuando el Canciller de hierro dijo aquello de «Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido». La cita es certera y muy descriptiva de nuestro país, sólo que… no aparece reflejada en ningún documento conocido y fuera de España resulta totalmente ignota.
Hay otra versión que la sitúa en 1863, durante una recepción al embajador español y cambiando un poco la frase («Ni siquiera ustedes, los españoles, son capaces de destruir su nación»). Al parecer, la referencia cierta más antigua que se ha encontrado de ella se remonta al año 1974, durante el famoso Congreso del PSOE en Suresnes, donde Alfonso Guerra la pronunció durante un discurso.
5. Luis XIV o el Estado
Un monarca de la categoría de Luis XIV, bajo cuyo reinado Francia se encaramó a lo más alto del pódio europeo en múltiples facetas (militar, económica, cultural…), es una fuente potencial de leyendas y hay dos en torno a él que son muy conocidas. Una es el sobrenombre de Roi Soleil (Rey Sol), que en realidad no se le atribuyó en su tiempo sino mucho después, durante el reinado de Luis Felipe de Orleans (1830-1848). La historiografía del momento, deseosa de ensalzar la institución monárquica ante la difícil coyuntura revolucionaria, recuperó al insigne predecesor rodeándolo de más oropeles aún.
Quizá los autores se inspiraron en su afición a disfrazarse de astro rey en la fiestas o en el mote de Rey Planeta que tenía un coetáneo de Luis, el español Felipe IV, en alusión a su imperio mundial.
El caso es que a ese apelativo se suma una afortunada frase que resultaba igualmente gráfica sobre la monarquía absoluta que encarnó aquel rey: «El Estado soy yo». La habría pronunciado el 13 de abril de 1655 ante el Parlamento, donde se habría presentado para reafirmar su autoridad tras abandonar una cacería al saber que la reunión se celebraba sin contar con él.
Hay que tener en cuenta que menos de dos años antes se había producido el levantamiento de la Fronda, un motín popular contra la subida de impuestos decretada por el cardenal Mazarino, el primer ministro. Sin embargo, esas palabras tan famosas no figuran en las actas de la sesión parlamentaria y además el rey era muy joven -dieciséis años-, careciendo aún tanto de la fuerte personalidad que demostraría más adelante como de facultades expresivas.
De hecho, se cree que la frase fue obra de sus enemigos políticos que aprovecharon unas palabras suyas expresadas de su puño y letra en Réflexions sur le métier de Roi pero mucho después, en 1679: «El bien del Estado es la gloria del Rey».
Fuentes
Felipe II y su tiempo (Manuel Fernández Álvarez)/El rey imprudente. (Geoffrey Parker)/Son of the Morning Star. General Custer and the Battle of Little Bighorn (Evan S. Connell)/La batalla. Historia de Waterloo (Alessandro Barbero)/La fabricación de Luis XIV (Peter Burke)/Bismarck (Pedro Voltes)
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.