El 21 de julio del año 356 a.C. un hombre sometido a tortura confesaba el porqué de su crimen al verdugo en presencia del mismísimo Rey de reyes, el soberano aqueménida de Persia Artajerjes III.
No era un monarca pusilánime precisamente pues, según la costumbre habitual, había mandado asesinar a buena parte de sus parientes para asegurarse el trono, así que tampoco iba a tener contemplaciones con aquel desconocido.
El motivo del tormento que mandó aplicarle era averiguar qué razón le impulsó a prender fuego al Templo de Artemisa en Éfeso y el reo no tardó en ceder, dando una explicación algo sorprendente: quería alcanzar la fama.
Hacerse notar atentando contra algo o alguien es un sistema que se ha practicado desde hace mucho, bien con el objetivo simple y llano de alcanzar cierta fama, bien para hacer propaganda de una ideología o bien por enajenación mental; en ese sentido, los políticos y las celebrities son carne de cañón, baste recordar al enajenado que disparó contra John Lennon para perpetuar su nombre o al que lo hizo contra Ronald Reagan.
Pero las obras de arte tampoco han escapado a ello y piezas maestras que no tienen precio han sido víctimas de esa práctica, como La Venus del espejo (acuchillada repetidas veces por una sufragista), la Piedad de Miguel Ángel (rota a martillazos por un perturbado), La Mona Lisa (quemada con ácido), La Sirenita de Copenhague (decapitada en actos vandálicos), etc. Algunas parecen atraer especialmente la atención de los agresores, como La ronda de noche de Rembrandt o la citada Gioconda, y han sufrido más de un ataque.
Probablemente el caso del Templo de Artemisa fuera el primero o, al menos, el primero del que tenemos noticia gracias a los relatos que hicieron dos historiadores: el griego Teopompo en el siglo IV a.C. (y que no conocemos de forma directa sino por otras fuentes, ya que se perdió toda su obra, incluida aquella donde figuraba la referencia, los cincuenta y ocho volúmenes de las Filípicas) y el romano Valerio Máximo en el siglo I d.C.
Escribía este último que «se descubrió que un hombre había planeado incendiar el templo de Diana en Éfeso, de tal modo que por la destrucción del más bello de los edificios su nombre sería conocido en el mundo entero». También Estrabón se hizo eco del episodio y posteriormente correría de boca en boca de otros autores, entre ellos Cervantes, que lo cita en el Quijote.
Y aunque Artajerjes prohibió so pena de muerte que se registrara el nombre del agresor para impedirle lograr su objetivo, al final la identidad trascendió porque Teopompo sí lo hizo: se llamaba Eróstrato.
De Eróstrato -que también se puede escribir con H inicial-, apenas hay datos biográficos, lo que lleva a deducir que probablemente era de clase humilde, quizá un esclavo, quizá un pastor, quizá un extranjero de visita en Éfeso.
Las historias que circulan sobre él son apócrifas e incomprobables, como ésa que le atribuye un ansia de notoriedad ya desde la infancia -incluso una marca de nacimiento que le predestinaba-, con un carácter colérico pero asceta que, sin embargo, no le impidió verse rechazado para la profesión sacerdotal por su baja condición, lo que le llevaría a tramar su incendiaria venganza.
Lo que cuenta la tradición es que le prendió fuego al edificio la misma noche en que nació Alejandro, el hijo de Filipo de Macedonia y Olimpia, aquel que un día sería designado como el Magno; un acontecimiento tan destacado que hasta la diosa Artemisa centró la atención en él y no se preocupó por proteger su propio templo.
Las llamas devoraron las vigas y otras estructuras de madera que sostenían los elementos de piedra y el edificio quedó destruido. Era el segundo, ya que el anterior, que se remontaba a la Edad del Bronce según los hallazgos arqueológicos, también se había venido abajo tres siglos antes, aunque en su caso por una inundación.
El rey Creso de Lidia se lo había encargado al arquitecto cretense Quersifrón hacia el año 560 a.C. y el segundo, una reconstrucción exacta, corrió a cargo de Demetrio y Peonio de Éfeso en torno al año 380 a.C. Es decir, que sólo seguiría en pie veinticuatro años, si bien después se procedió a una tercera reconstrucción.
Según Plinio el Viejo, el templo, conocido como Artemision, medía 115 metros de largo por 55 de ancho y contaba con 127 columnas jónicas de 18 metros de altura, un auténtico bosque pétreo organizado en forma díptera (en dos hileras) salvo en el frontal, que era tríptero (tres hileras) y el pórtico que llegaba a cuatro hileras.
La superestructura estaba hecha íntegramente de mármol y, en el interior, estatuas de Policleto y Fidias rodeaban un patio donde estaba el altar, rompiendo con la cella atechada clásica; por último, los relieves eran obra de Escopas.
Aquel monumento arquitectónico resultaba tan impresionante que Heródoto lo incluyó entre las Siete maravillas del mundo junto a la Gran Pirámide de Giza, el Mausoleo de Halicarnaso, los Jardines colgantes de Babilonia, el Coloso de Rodas, la estatua de Zeus en Olimpia y el Faro de Alejandría.
Eróstrato fue finalmente ejecutado pero consiguió su propósito. Es más, no sólo pasó a la posteridad sino que su nombre ha dado origen a un término con el que se describe a aquel sujeto que comete un acto criminal por notoriedad: erostratismo.
Fuentes
Vidas imaginarias (Marcel Schwob) / Arquitectura (Marvin Trachtenberg e Isabelle Hyman) / Dioses, templos y oráculos. Creencias, cultos y adivinación en las grandes civilizaciones del pasado (Francisco José Goméz Fernández) / Wikipedia / Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad (Fernando Pessoa).
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