Si preguntásemos cuál fue la fuga de prisioneros más grande de la Segunda Guerra Mundial seguramente todos pensaríamos automáticamente en las dos del Stalag Luft III.
La que se llevó al cine en La gran evasión y la conocida como The Wooden Horse. Sin embargo, en la primera participaron setenta y seis hombres de los que sólo tres llegaron a escapar, mientras que en la otra -cronológicamente anterior- otros tres protagonizaron el suceso.
Nada comparado con la huida masiva del campo de concentración de Cowra: más de un millar de cautivos japoneses.
Cowra es un pequeño pueblo de Nueva Gales del Sur, cerca de la costa oriental de Australia. Un lugar semi-árido pero de clima templado que empezó a ser colonizado en la primera mitad del siglo XIX y cuyos habitantes llevaron una existencia muy tranquila hasta que el mundo se convirtió en un campo de batalla global.
Fue entonces cuando se levantó allí un campo de prisioneros, el Nº 12 Prisoner of War Compound, donde eran internados los soldados japoneses capturados en combate. Inicialmente se encerró en él a 4.000 reclusos entre militares y civiles, ya que también se incluían indonesios colaboracionistas de las Indias Orientales a petición del gobierno holandés.
Sin embargo, en el verano de 1944 el número se multiplicó brutalmente, con 2.223 nipones (de los que 544 eran marineros mercantes), 14.720 italianos apresados en la campaña norteafricana y 1.585 alemanes (en su mayoría de la Kriegsmarine y de la marina mercante).
Es decir, el campo era, de facto, la localidad más grande de los alrededores (Cowra no alcanza hoy los 10.000 vecinos) y al juntarse tantas mentalidades distintas abundaban los incidentes entre guardias y presos, especialmente japoneses por ser los más peculiares ideológica y culturalmente.
Y eso que el conjunto se distribuía por cuatro sectores que estructuraban de forma más o menos simétrica la planta circular del campo. En febrero de 1943 la noticia de un motín de prisioneros de esta nacionalidad en el Featherson Camp de Nueva Zelanda, en el que murieron 48 personas entre reclusos y vigilantes, llevó a la dirección de Cowra a endurecer el régimen disciplinario y extremar las medidas de seguridad, instalando ametralladoras y ordenando al personal que fuera siempre armado.
Hay que tener en cuenta que los encargados de la custodia, los soldados del 22º Garrison Battalion de la Milicia Australiana, eran básicamente veteranos considerados no aptos para combatir en primera línea por su edad o estado físico.
A principios del mes de agosto de 1944, tras un informe sobre el estado del lugar que aconsejaba aligerarlo de prisioneros y separar a los soldados japoneses de sus oficiales por el ascendiente que éstos tenían sobre los primeros, se decidió efectivamente su traslado a otro campo de Nueva Gales del Sur pero situado a 400 kilómetros al este, o sea, hacia el interior.
Era una zona considerada mucho más segura, dada su lejanía del litoral y las características desérticas de esa parte de Australia, que en teoría resultarían disuasorias de cualquier intento de fuga o rebelión. A los nipones se les informó el 4 de agosto. A la noche siguiente se desataron los dramáticos acontecimientos que hicieron que Cowra tenga un apartado propio en la Historia.
Hacia la 1:45 de la madrugada, según recogieron los testimonios posteriores, un recluso corrió hacia la entrada del campo dando gritos, seguido de un toque de clarín que no pertenecía a los australianos. Era claramente una señal pero no estaba claro de para qué y menos a esas horas.
La respuesta fue inmediata: los japoneses, divididos en tres grupos, se abalanzaron a la carrera sobre las alambradas con sus características exclamaciones de ¡Banzai! Llevaban mantas para protegerse de los pinchos y contaban con armas blancas y contundentes, entre cuchillos, garrotes, estacas con clavos, bates y guantes de béisbol y otros instrumentos parecidos de fabricación casera. Mientras unos se afanaban en romper los alambres, otros dejaban detrás los barracones incendiados.
Uno de los centinelas realizó un primer disparo de aviso pero cuando aquella marea humana se lanzó a la carga los australianos abrieron fuego sobre ella.
Una de las dos ametralladoras Vickers que custodiaban el perímetro contuvo la primera oleada pero la cosa había sido tan rápida, masiva e inesperada que los prisioneros lograron alcanzarla y matar a los soldados que la operaban, aunque uno de éstos tuvo tiempo de retirar el cerrojo y arrojarlo lejos en la oscuridad para que el enemigo no pudiera usar el arma.
Entretanto, los demás soldados aussies resultaron ser insuficientes para contener la evasión. Para hacerse idea de lo que fue aquel pandemónium, 1.104 japoneses tomaron parte en la acción, muriendo 231 y quedando heridos 108; además, hubo 4 muertos australianos.
En total escaparon 359 prisioneros; los demás o cayeron detenidos por las balas, 31 se suicidaron ahorcándose o arrojándose al paso de un tren al fracasar su fuga o después, cuando estaban a punto de ser detenidos; una docena pereció entre las llamas y dos fueron fusilados por milicianos civiles a petición propia (también algunos que, quizá por no querer sumarse a la insurrección, aparecieron con signos de haber sido asesinados).
Entre los fallecidos estaba el sargento Hajime Toyoshima, que alcanzó cierta fama por haber sido el primer soldado japonés capturado en Australia durante la Segunda Guerra Mundial, al verse obligado a realizar un aterrizaje de emergencia con su Zero durante un raid sobre Darwin (aún estaba lejos la idea de los kamikazes).
Al parecer, fue Toyoshima quien tocó el clarín aquella noche, muriendo durante el caos siguiente. Los compañeros que lograron salir no estuvieron mucho tiempo libres y todos fueron apresados de nuevo a lo largo de los siguientes diez días; en su honor hay que destacar que, siguiendo las órdenes de sus superiores, no atacaron a ningún civil.
Como es lógico, ese incidente dio lugar a una investigación oficial cuyas conclusiones se hicieron públicas al mes siguiente en el parlamento nacional. Según éstas, el trato otorgado a los presos era el adecuado a la Convención de Ginebra y ninguno había manifestado nunca quejas al respecto, por lo que se deducía que el motín se debió a un plan trazado fríamente.
Asimismo, se aprobó el comportamiento de los guardias, que emplearon la fuerza adecuada y, según los análisis médicos, muchas de las muertes entre los japoneses se debían a suicidio (intentos, en el caso de parte de los heridos) o a la acción de sus propios compañeros. Por último, se condecoró a título póstumo a los dos soldados encargados de la ametralladora.
El Nº 12 Prisoner of War Compound permaneció en activo hasta 1947, en que se llevó a cabo la repatriación de los últimos prisioneros japoneses e italianos. Hoy no queda mucho, más allá de unas alambradas, la torre de vigilancia y los clásicos memoriales.
Sin embargo, su recuerdo se mantiene cerca, en el pueblo, gracias al Cowra Japanese Garden and Cultural Centre, un bucólico jardín japonés diseñado por un arquitecto de esa nacionalidad especializado en el tema, Ken Nakajima, autor de otros sitios similares en todo el mundo como los jardines botánicos de Montreal y Moscú. El objetivo al crearlo en 1979 era acercar ambos países y dejar atrás la enemistad que trajo la guerra.
Son 5 hectáreas de árboles, setos, senderos, lagos y cascadas con algunos elementos típicos de la cultura del Sol Naciente, como una cabaña Edo, una campana, una casa de té y un invernadero con bonsáis, que además celebra un matsuri (festival tradicional) cada primavera.
Su visita se continúa con la de un cementerio, diseñado por el nipón Shigeru Yura, donde están enterrados no sólo los fallecidos en la revuelta sino todos los caídos japoneses en Australia.
Fuentes
Voyage from Shame. The Cowra Breakout and Afterwards (Harry Gordon) / Japanese Prisoners of War (Philip Towle, Margaret Kosuge y Yoichi Kibata) / The Rough Guide to Australia (Rough Guides) / Wikipedia.
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