Quien visite la localidad de Newburyport, en el estado de Massachusetts (EEUU), descubrirá que se trata de una pequeña ciudad de apenas diecisiete mil habitantes situada en el extremo noreste del país y cuya biblioteca municipal figura entre sus edificios históricos.

Ello se debe a que ese edificio fue antes la vivienda de un peculiar individuo, uno de sus hijos más ilustres; no tanto como el principal, el sexto presidente Jonh Quincy Adams, pero sin duda el que resultaría más jugoso para un literato o un cineasta: Timothy Dexter, el vecino más estrambótico del lugar con diferencia.

Los personajes extravagantes suelen ser tan divertidos como pesados, pero normalmente ambas características vienen de serie y resultan imposibles de separar. Fue el caso de Dexter, cuya rocambolesca biografía parece el argumento de una película de los hermanos Marx.

Timothy Dexter con su perro, ilustración de James Akin / foto Dominio público en Wikimedia Commons

Fuera complejos y viva la vida, a ser posible sin vergüenza alguna y cuanto más loca mejor. Y si ello conduce al éxito en todos los niveles, casi habría que considerarlo como un ejemplo a seguir; al menos el cachondeo estaría asegurado.

En realidad Timothy Dexter no era nativo de Newburyport, ya que nació el 22 de enero de 1747 en otra urbe del mismo estado -algo más grande- llamada Malden, si bien más tarde se establecería en el lugar al que ahora da fama. Era de familia humilde, así que no recibió demasiada educación: leer y escribir, no muy bien, y poco más.

Como tanta gente en su situación, tuvo que empezar a trabajar joven y a los ocho años ya estaba metido en las labores del campo. A los dieciséis entró como aprendiz en un taller de guarnicionería y en 1769 ya estaba establecido en Newburyport dedicado a ello, con tan buena marcha que a pesar de haber suscitado algunas envidias se pudo permitir enamorar a la acaudalada viuda de uno de sus socios, llamada Elizabeth Frothingham, con la que contrajo matrimonio.

La Guerra de la Independencia, como suele pasar, supuso una gran oportunidad para todos aquellos especialmente avispados en el mundo de los negocios. Dexter no tenía fama de ser demasiado inteligente, pero demostró poseer un olfato privilegiado para oler el aroma del dinero: durante el conflicto, el papel moneda de curso legal, que se llamaba continental por haber sido emitido por el Congreso Continental, estaba tan depreciado por falta de respaldo y facilidad de falsificación que nadie lo quería («no vale un continental» fue una expresión común); sin embargo él, con buen ojo y calculando que algún día llegaría la paz, se dedicó a acumular grandes cantidades.

Un continental de 1779/Foto: Beyond My Ken en Wikimedia Commons

No se equivocó porque en 1783 las trece colonias pasaron a ser los nacientes EEUU y los continentales recobraron su valor, lo que supuso que aquel individuo, astuto pese a su fama de memo y dotado una intuición única, tenía una auténtica fortuna esperando a ser cambiada en dólares.

Ya era tan rico como su esposa y se empeñó en pasar a formar parte de la alta sociedad, reticente ante un advenedizo, y para ello, aparte de otras propiedades en la exquisita New Hampshire, adquirió en Newburyport una imponente casa a una celebrity local, Nathaniel Tracy; se trataba del edificio que al comienzo decíamos que es la sede actual de la biblioteca de Newburyport. Su nuevo dueño, fiel a su estilo, lo decoró tan fastuosa como estrambóticamente con la idea de que todos tuvieran que volver la vista hacia allí de una forma u otra: arcos romanos, columnas gigantes, una cúpula rematada por un gran águila dorada, minaretes…

El conjunto se completaba con su propio mausoleo y un gran jardín, para cuyo adorno encargó casi medio centenar de estatuas que representaban personajes famosos, desde George Washington a Napoleón, pasando por Jefferson, Adams, jefes indios, figuras mitológicas y, por supuesto, él mismo. En el pedestal de su figura se leía I am the first in the East, the first in the West, and the greatest philosopher in the Western World (Yo soy el primero en Occidente, el primero en Oriente y el más grande filósofo del mundo occidental). Al ser de madera policromada el tiempo las fue estropeando, pero todavía se conserva una de las esculturas, la que representa al primer ministro británico William Pitt.

La mansión de Dexter con su colección de estatuas, por John H.Bufford / foto Dominio público en Wikimedia Commons

Entretanto, continuó su peculiar oficio. Adquirió un par de barcos y se lanzó a la aventura naviera, exportando mercancías a Europa y las Indias Occidentales.

Se cuenta una anécdota que resulta muy significativa para entender la increíble capacidad innata de este hombre para los negocios, así como su suerte: engañado por algunos que deseaban arruinarlo con el fin de borrar del mapa de Newburyport a aquel histrión, entre los productos que llevó a las Antillas figuraba un cargamento de un tipo de cacerolas con mango que en Nueva Inglaterra tenían el uso de calentar las camas y que, obviamente, en el Caribe no parecían tener mucho futuro; sin embargo, Dexter se las colocó como cucharones a los fabricantes de melaza (un producto parecido a la miel obtenido de cocer el jugo de la caña de azúcar), vendiendo todo el stock.

Viendo el buen resultado de su iniciativa, y siguiendo las arteras recomendaciones, hizo el más difícil todavía exportando también guantes de lana, que nadie iba a usar en esas latitudes, por supuesto, pero que los mercaderes chinos le compraron para revenderlos en Siberia.

Tan osadas y exitosas fueron esas operaciones que, una vez más le comentaron medio en tono de guasa medio aviesamente, que la próxima vez enviase carbón a Newcastle. Pero lo que era una simple broma para la mayoría se convertía en toda una idea para Dexter. Ciertamente, no parecía tener sentido llevar carbón a un lugar como Newcastle, que era uno de los principales centros productores de Inglaterra y suministrador de combustible para la Revolución Industrial.

Pero, en efecto, Dexter cargó sus buques con carbón y los envió a la ciudad inglesa en cuanto supo que se había declarado una huelga de mineros y los propietarios estaban desesperadamente necesitados para cumplir sus compromisos de entrega. Cabe deducir que los precios fueron altos y, en consecuencia, la cuenta corriente del intrépido negociante norteamericano siguió engordando. Dicen que volvió ostentando un barril lleno de monedas de plata.

Hay muchas más historias sobre aquellas insólitas transacciones: venta de biblias a comerciantes asiáticos para suministro de los misioneros en Oriente, recopilación y envío de docenas de gatos callejeros a las islas caribeñas por la demanda existente para afrontar una plaga de ratas, acopio de barbas de ballena por error que terminaba colocando hábilmente para la elaboración de corsés…

Su imaginación y atrevimiento no parecían tener límite y, encima no sólo todo le salía bien sino que además, con el tiempo, fue aprendiendo la técnica comercial de la especulación. Únicamente hubo dos cosas en la que Dexter no fue capaz de triunfar. Una, que la rancia alta sociedad de Nueva Inglaterra siempre le vio como un intruso maleducado y consecuentemente se resistía a confraternizar con él.

La otra, su propia familia: la relación con su esposa, con la que había tenido un hijo y una hija, empezó a deteriorarse ante su progresivo engreimiento y parece que fue entonces cuando empezó a mostrar un comportamiento más excéntrico todavía.

La página de signos ortográficos que Dexter añadió a su libro en la 2ª edición

Porque tal es el adjetivo que calificaría sus actuaciones a partir de ahí. De esa época data el inaudito rumor que extendió deliberadamente sobre la muerte de Elizabeth, que en realidad estaba viva, asegurando que la figura femenina que se podía ver en su casa no era más que un fantasma. Pero eso no fue nada comparado con otro episodio que protagonizó más tarde, en el que tuvo la desfachatez de fingir su propio fallecimiento para comprobar cómo reaccionaba la gente; se celebró incluso un funeral al que asistieron millares de personas incluyendo la viuda, obligada a participar en el engaño.

Al parecer, cuando se desveló la verdad, Elizabeth recibió una paliza de su marido por no fingir adecuadamente. Quedaba claro que las relaciones familiares se habían roto. De hecho, ella abandonó el hogar avergonzada de ser el centro de atención de toda la ciudad, como también harían sus hijos al ver convertida su casa en un escenario de continuas fiestas y cosas peores. Y, mientras, él seguía ejerciendo de nuevo rico, reuniendo colecciones de libros que no leía, adquiriendo cuadros, comprando una cuadra de caballos…

Como se puede apreciar, Dexter ya estaba completamente desatado. Aseguraba que su ama de llaves, una mujer negra llamada Lucy, era hija de un rey africano y completaba el servicio doméstico con una fauna de lo más variopinto: un criado deficiente mental, un adivino e incluso su propio poeta de cámara, Jonathan Plummer, imitando a la realeza británica. Claro que no necesitaba rapsodas, pues para celebrar su quincuagésimo cumpleaños decidió probar con la literatura y escribió una curiosa autobiografía en la que aprovechaba para poner verdes a todos, desde los políticos al clero, pasando por su ex-mujer.

Pero si tildamos de sorprendente al libro no es por eso; tampoco por su críptico título, A Pickle for the Knowing Ones or Plain Truth in a Homespun Dress (algo así como Un lío para los sabios o la pura verdad con un vestido hecho a mano); lo verdaderamente alucinante es que carece de signos de puntuación y las mayúsculas se insertan aleatoriamente, volviéndolo prácticamente ilegible. Y como hubo críticas por ello, en la reedición añadió una página extra que contenía una lista de los signos de puntuación para que cada uno los pusiera donde creyera oportuno.

Seguía, por tanto, en plena forma en cuanto a sentido del humor, máxime teniendo en cuenta que firmaba el texto como Lord Timothy Dexter, que así llevaba ya tiempo haciéndose llamar. Pero no era para menos, teniendo en cuenta que la obra en cuestión se distribuyó primero gratuitamente siguiendo el ejemplo de la nobleza inglesa, hasta que, ante el cierto éxito que tuvo, su autor vio de nuevo una posibilidad de negocio y pasó a comercializarla; logró nada menos que ocho ediciones.

Fue la última de sus extravagancias. Murió el 23 de febrero de 1806 dejando su patrimonio a su viuda -esta vez auténtica- e hijos y fue enterrado en el cementerio local, no en el mausoleo que él había diseñado ex profeso por ser considerado inadecuado para la salud pública. Elizabeth subastó la pintoresca y odiada mansión, que pasó a convertirse en hotel hasta su rehabilitación como biblioteca. Gran ironía que el principal equipamiento cultural de la ciudad se deba a un tipo como Timothy Dexter.


Fuentes

The Life of Lord Timothy Dexter, with Sketches of the Eccentric Characters that Composed his Associates (Samuel L. Knapp) / A Pickle for the Knowing Ones or Plain Truth in a Homespun Dress (Timothy Dexter) / Stories from Historys Dust Bin (Wayne Winterton, PhD) / Wikipedia


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