En 1968 Estados Unidos prohibió los vuelos con bombas atómicas por la cantidad de accidentes registrados

Dos de las bombas de Palomares/Foto: Marshall Astor en Wikimedia Commons

El 26 de febrero de 1968, el Departamento de Defensa de EEUU anunciaba que acababa de ordenar la suspensión de todos los vuelos de prevención permanentes.

Es decir, aquellos que realizaban los aviones de su fuerza aérea dotados de bombas atómicas, de los que siempre había unidades en el aire, día y noche, en previsión de un posible ataque soviético. La razón que llevó a tomar tan drástica medida fue el progresivo aumento de accidentes que involucraban armas nucleares.

El contexto explica cómo llegó un momento en que se temió que un día uno de esos accidentes pudiera resultar realmente grave. La carrera armamentística que experimentaron EEUU y la URSS a partir del final de la Segunda Guerra Mundial se reflejó sobre todo en sus respectivos arsenales nucleares, que en un momento determinado alcanzaron la capacidad de destruir el planeta no una sino varias veces.

Paradójicamente, parece que fue el temor implícito a esa posibilidad el que impidió que se desataran las hostilidades y el conflicto se redujera a lo que se llamó la Guerra Fría.

Dibujo recreando el accidente de Los Álamos/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Sin embargo, la acumulación de ese tipo de armamento hiperdestructor conllevaba un riesgo extra: el derivado de los accidentes, cuyo incremento corría paralelo proporcionalmente al de la acumulación de cabezas nucleares. El primero de la historia se produjo en junio de 1942 en la Alemania nazi, al explotar e incendiarse un reactor, mientras que el seminal de EEUU fue tres años después, el 21 de agosto de 1945 -aún en plena guerra-, cuando un operario del Laboratorio Nacional de los Álamos resultó gravemente irradiado y falleció semanas después.

La cosa se repitió al año siguiente, también en ese centro ubicado en Nuevo México: una nueva fuga de radiación durante una demostración mató al científico que la llevaba a cabo y afectó a siete observadores que enfermaron y fueron muriendo en las décadas siguientes.

Pero esa época puede considerarse la prehistoria del átomo y los citados casos obedecían más a la negligencia inconsciente y al desconocimiento que a otra cosa.

El verdadero inicio de la tremebunda lista de accidentes empieza el 13 de febrero de 1950, cuando un B-36 de la USAF volaba de Alaska a Texas con una bomba de uranio a la que, por suerte, no se había incorporado el núcleo de plutonio; digo suerte porque el motor del avión falló y tuvo que deshacerse de la ojiva, que explotó sobre el Océano Pacífico. Ese mismo año se sucedieron otros cuatro incidentes parecidos, con aviones estrellados que transportaban bombas nucleares.

Explosión de la bomba H de Bikini en 1954/Foto: US Department of Energy en Wikimedia Commons

A lo largo de la década de los cincuenta se contaron hasta veinticuatro accidentes más. La mayoría fueron resultado, de nuevo, de aviones con problemas mecánicos que acababan cayendo o chocando en el aire o viéndose obligados a soltar su siniestra carga; alguno incluso lanzó una bomba por error.

Sin embargo, hubo otros de naturaleza diferente. Fue el caso de la prueba de una bomba de hidrógeno realizada en el atolón de Bikini el 1 de marzo de 1954: los científicos calcularon mal la potencia de la explosión, que resultó el doble de lo previsto, lo que, combinado con una cambio de dirección del viento, empujó la lluvia radiactiva hacia las Islas Marshall afectando a sus habitantes y a los pescadores de los barcos japoneses que faenaban en las inmediaciones a bordo del Daigo Fukuryu Maru. Igualmente, en septiembre de 1957 un colosal incendio arrasó las instalaciones de Rocky Flats con una grave fuga de plutonio.

Así se llegó a los años sesenta, en los que EEUU sufrió otros catorce accidentes, alguno de ellos con la novedad de ocurrir en un medio diferente, el mar, como pasó con el hundimiento del submarino nuclear USS Tresher. No obstante, continuaron predominando los casos aéreos, dos de ellos especialmente sonados.

El primero tuvo lugar en España cuando un B-52 que intentaba repostar en vuelo chocó con el avión cisterna y ambos resultaron destruidos: el B-52 llevaba cuatro bombas atómicas, dos de las cuales estallaron de forma convencional (o sea, sin detonación nuclear, aunque tuvieron pérdidas de plutonio), la tercera cayó en el pueblo almeriense de Palomares y la cuarta se precipitó en el mar, siendo recuperada tres meses después gracias a las indicaciones de un pescador.

El otro incidente destacado también tuvo de protagonista a un B-52 estrellado sobre Groenlandia, contaminando un importante área por el derrame de material radiactivo que resultó muy difícil de descontaminar debido a las condiciones climatológicas.

Una de las bombas H recién rescatadas de las aguas de Palomares/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Este último suceso, conocido por el nombre de Thule (la base aérea americana situada en Groenlandia), indignó al gobierno de Dinamarca (país al que pertenece ese territorio), que ante la oleada de manifestaciones prohibió la presencia de armas nucleares en su suelo. El escándalo originado fue el que decidió a la administración de Lyndon Johnson a cancelar los vuelos, lo que no impidió que siguieran produciéndose accidentes.

Ese mismo año, por ejemplo, se hundió en el Atlántico el submarino USS Scorpion con dos ojivas nucleares y en 1969 la ya mencionada planta de procesado de Rocky Flats sufría su tercer incendio en doce años con contaminación por plutonio.

No voy a seguir desgranando casos porque sumando todos los que hubo hasta 2010 a los que también experimentaron otras potencias como la URSS, Reino Unido o Francia arrojan una cantidad considerable, y eso citando sólo los más significativos y los que no permanecen en secreto. La lista completa se puede consultar aquí, recordando que once bombas atómicas continúan en paradero desconocido, en el fondo del océano mayoritariamente.