En la España del primer cuarto del siglo XVI tuvo lugar un famoso episodio de suplantación de identidad: el llamado Encubierto de Valencia.
No es la primera vez que tratamos aquí la figura de un impostor; no hace mucho vimos cómo un grupo de jóvenes artistas británicos ridiculizaban a la Royal Navy haciéndose pasar por la corte del sultán de Zanzíbar y antes nos ocupamos de otros casos individuales, como el cosaco que se hizo pasar por el zar Pedro III o aquel pícaro sevillano que se presentaba como nieto de Atahualpa.
La época y el lugar ya son un indicio del turbulento contexto en que se desarrollaron los hechos: la revuelta de las Germanías que tuvo lugar entre 1520 y 1523 en los reinos de Mallorca y Valencia contra la autoridad de Carlos I.

Fue un alzamiento en armas de carácter exclusivamente social, frente al movimiento paralelo en Castilla, el de los comuneros, donde primaban las razones políticas. En las Germanías se enfrentaron el pueblo llano y la burguesía a la nobleza y el campesinado mudéjar que trabajaba para ella, a causa del desamparo que produjo la huida de los nobles ante la epidemia de peste del año 1519.
Fue asaltada la aljama valenciana, obligando a los moriscos a convertirse al cristianismo y el conflicto creció en dimensiones al organizarse perfectamente los sublevados en hermandades (de ahí el nombre), originadas en las milicias que en su día les había autorizado a formar Fernando el Católico para defenderse de las incursiones berberiscas.
La guerra se extendió de la ciudad a todo el reino y de ahí saltó al de Mallorca, donde además hubo un matiz económico porque los gremios de artesanos estaban descontentos con los impuestos. La revuelta balear fue más desorganizada y terminó derrotada con cierta facilidad; la valenciana resultó más difícil y los agermanados se apuntaron alguna victoria en el campo de batalla, como la de Gandía, aunque al final también pudo ser dominada por el virrey gracias a la llegada de refuerzos.
Sin embargo, poco antes de que el susodicho, Diego Hurtado de Mendoza, alcanzara el triunfo, y estando la última resistencia agermanada en la ciudad de Játiva, surgió un singular personaje que tomó el relevo como cabecilla del recientemente capturado y ejecutado, Vicent Perís.
Se presentó públicamente como enviado de Dios para redimir a los pueblos, en un incendiario discurso dado en la catedral en el que mezclaba elementos mesiánicos con ataques a la Corona y la Iglesia. Decía ser hijo del príncipe don Juan, nieto pues de los Reyes Católicos, y que se había mantenido oculto hasta entonces siguiendo el designio divino para darse a conocer en el momento en que los reinos estuvieran perdidos y necesitados de un monarca natural.
Según explicó, su padre había tenido tiempo de engendrarle con su esposa Margarita de Austria antes de fallecer en 1497; aprovechaba así el hecho de que Margarita, en efecto, había dado a luz a un bebé que murió al poco de nacer (aunque en realidad era niña, al parecer). Y culminaba la ganancia de simpatías añadiendo que había sido apartado de su legítimo derecho al trono por el cardenal Mendoza, un personaje odiado en Valencia porque era padre del virrey.
La verdadera historia era muy diferente. El pretendido don Juan era un andaluz, presumiblemente judío y pobre, «pequeño, de tez amarillenta mirada verdinegra, poco pelo y poca barba, sobrio en el beber y de pocas palabras», según la descripción que de él resume Julio Caro Baroja, aunque a pesar de tan poco sugestivos atributos sí tenía una gran capacidad para convencer.
Llegó a Valencia hacia 1520 haciéndose llamar Enrique Manrique de Ribera (otra versión le identifica con un segundo personaje llamado Antonio Navarro), tras entablar amistad con el comerciante Juan de Bilbao, a cuyos hijos había atendido en un barco durante un viaje a Orán en 1512. Se hizo su agente y vivieron juntos cuatro años en la ciudad norteafricana.
Luego se separaron porque el mercader sospechó que su amigo se la estaba pegando con su mujer. Enrique -o como se llamase- entró a trabajar de despensero del gobernador pero su fama de hechicero y el seducir a la manceba del corregidor le costaron una pena de cien azotes. Puesto que parte de esta historia la contó él mismo adornada, es difícil establecer el límite entre realidad y ficción.

En cualquier caso, fue entonces cuando marchó a Valencia y urdió aquel inaudito montaje sobre el príncipe Juan. Con su nueva identidad y el entusiasmo levantado entre la población, formó su propia corte y se convirtió en el rey sin corona de los últimos agermanados quienes, de hecho, le conocían como el Rey Encubierto.
Sus proclamas no se limitaban al plano político o militar sino que se extendían al religioso, ampliando el concepto de Santísima Trinidad a cuatro elementos en lo que era una doctrina próxima al joaquinismo (nombre derivado de su creador medieval, Joaquín de Fiore). Haber sobrevivido casi de milagro a una lluvia de flechas que cayó sobre él en una escaramuza contra las tropas reales le dio el aura definitiva; se decía que sólo podría morir en Jerusalén, que levitaba y que, consecuentemente, se trataba de un auténtico santo en vida.
Lamentablemente, pronto pudo comprobar en sus carnes que no era así porque, aparte de fracasar en el intento de reconquistar Valencia y tras unos meses de apogeo triunfal, el 18 de mayo de 1522 dos de sus seguidores, debidamente sobornados por el Virrey, le cosieron a puñaladas en Burjassot y se llevaron su cuerpo a la capital levantina, donde se le cortó la cabeza para exhibirla como trofeo para que después la Inquisición le condenara a la hoguera post mortem por hereje.
Terminada trágicamente tan osada aventura, Játiva cayó en pocos meses y se puso fin a las Germanías (los comuneros, en cambio, resistirían hasta 1522). El Encubierto había llegado a la ciudad en el momento justo, cuando el movimiento estaba en crisis y prácticamente derrotado tras la muerte de su líder, aportando una nueva esperanza a unas gentes necesitadas de ella, aunque hubo también un factor importante como fue la extraordinaria difusión entre los cristianos del Levante español de las ideas cruzadistas contra el Anticristo y del mesianismo entre los criptojudíos (conversos que seguían practicando su fe en secreto) valencianos, que apoyaron decididamente las Germanías.
Lo cierto es que tras la muerte del Encubierto, aún hubo otros tres que le sustituyeron en el rol, un frutero, un platero y un maestro, intentando resucitar la revuelta; todos ellos efímeros, ejecutados por la Inquisición.
Quien sabe si el episodio de Gabriel de Espinosa, alias el Pastelero de Madrigal, otro impostor que en 1594 suplantó la personalidad del desaparecido monarca Sebastián I de Portugal acabando ahorcado en la Plaza Mayor de Madrid al año siguiente, se inspiró en este precedente que originó varios escritos y obras literarias.
Fuentes
Los judíos en la España Moderna y Contemporánea (Julio Caro Baroja) / Valencia pintoresca y tradicional: personajes, hechos, y dichos populares (José Soler Carnicer) / Autoritarismo monárquico y reacción municipal. La oligarquía urbana de Valencia desde Fernando el Católico a las Germanías (Amparo Felipo Orts).
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