En 1773 el rey Carlos III de España recibió desde Mallorca una instancia cuyos firmantes, un grupo de diputados conocidos comos perruques (pelucas), solicitaban el reconocimiento oficial de la plena igualdad civil y social para los chuetas.
El Consejo de Castilla pidió entonces informes a los principales cuerpos administrativos de la isla, que se mostraron desfavorables a acceder a la demanda; sin embargo, ya estaba abierta la puerta a hacer justicia a un grupo social balear marginado históricamente y que a lo largo de los años siguientes fue recuperando, no sin obstáculos, su derecho a una existencia normal.
Se trataba de los descendientes de los judíos conversos, que hasta entonces habían mantenido una identidad propia fruto de la endogamia forzada por su segregación.
La situación de los judíos en los reinos españoles había experimentado una degradación especialmente marcada a partir de finales de la Baja Edad Media, sufriendo pogromos cada vez más frecuentes, siendo objeto de bulos e infundios a cual más absurdo y viéndose obligados a menudo a una conversión forzosa al cristianismo para poder sobrevivir, aunque en secreto seguían practicando la religión mosaica. Mallorca fue un buen exponente de esto, sufriendo los hebreos tres centenares de muertos en la violenta oleada antisemita de 1391 mientras los aproximadamente 800 supervivientes buscaban refugio en el palacio del gobernador.
El Gran Consejo les prometió entonces un donativo de 2.000 libras por su conversión -aunque nunca llegó a pagarlas- y en 1435, en el contexto de la habitual acusación de crímenes rituales, toda la comunidad aceptó la nueva fe a cambio del perdón.
Es decir, dejó de haber judíos en Mallorca; pero únicamente sobre el papel, ya que no sólo no se hizo la correspondiente labor evangelizadora con ellos sino que se les continuó dando un trato hostil. Los que pudieron, se fueron; el resto del grupo se encerró sobre sí mismo y alcanzaba el millar de individuos cuando en 1488 la Inquisición llegó a la isla, a despecho del desagrado que su implantación había despertado en la Corona de Aragón.
En casi tres décadas, el Santo Oficio condenó a muerte a 85 personas, reconciliando a otros dos centenares y medio a cambio de fuertes multas. Pero, pese a que algunos descendientes de los afectados atacaron a mano armada a algún miembro del tribunal, en general la situación quedó aletargada. Los conversos siguieron con su vida al margen del resto de la sociedad que los menospreciaba -más por parte del pueblo que por las clases altas-, aunque sin mayor trascendencia.
La cosa cambió de pronto en 1675, cuando una serie de incidentes (delaciones, arrestos, el asesinato de un converso…) abrieron la caja de los truenos otra vez. Tres años después se desató una nueva campaña inquisitorial que acusaba a la comunidad de judaizar, de casarse sólo entre ellos, de insultar a los cristianos, de reunirse clandestinamente para practicar sus ritos y así hasta 33 cargos entre los que no faltaba el inevitable de practicar sacrificios humanos.
El tribunal condenó a 237 personas a penas diversas en sucesivos autos de fe; no hubo ejecuciones pero se recaudó una cifra importante en multas, pues la comunidad se había enriquecido gracias a las actividades mercantiles y es probable que ello influyera en la nueva persecución, dada la proverbial necesidad de fondos inquisitoriales en una época en la que esta institución había ido reduciendo considerablemente su actividad respecto a antaño.
En suma, se ordenó el confinamiento en una aljama (la Calle, la llamaban) de los chuetas, nombre con que se les conocía popularmente (probablemente deriva de la palabra latina suilla, carne de cerdo, en alusión sardónica a sus particularidades gastronómicas).
Viendo el panorama empezaron a marcharse en pequeños grupos para no llamar la atención, pero una delación llevó a nuevas detenciones que culminaron en otros cuatro autos de fe en 1691, repitiéndose la cosa en 1694 y al año siguiente; sumaron en total 236 reconciliados y 63 relajados, algunos en persona (quemados vivos o previo estrangulamiento, si se arrepentían en el último momento) o en efigie (una figura los representaba, si no habían fallecido antes o no se los había podido apresar).
Al contrario que en tiempos del edicto de expulsión, esta persecución tuvo una considerable repercusión negativa sobre la economía mallorquina; pero también dejó una honda impresión moral, ya que no sólo los condenados sino también sus hijos y nietos quedaron estigmatizados, al privárseles del derecho a acceder a cargos públicos, formar parte de gremios artesanos, estudiar en la universidad, ingresar en el sacerdocio, lucir joyas o montar a caballo, entre otras prohibiciones.
En la práctica también tuvieron imposible casarse con cristianos, lo que les abocó aún más a la endogamia. Los sambenitos que tuvieron que usar los reos quedaron colgados en el claustro del convento de Santo Domingo, como mandaba la norma, y allí permanecieron exhibidos hasta 1820, en que al amparo del Trienio Liberal fueron quemados junto con los archivos inquisitoriales.
Como explicaba al principio, Carlos III, que era partidario de poner fin a la discriminación histórica, se encontró con la fuerte oposición de la Audiencia de Mallorca, así como de la mayoría de los gremios y la Universidad; incluso hubo una propuesta de desterrar a los chuetas a las islas de Menorca y Cabrera.
En cambio, el obispo de Palma informó positivamente de ellos, en parte por su aportación a la economía y en parte por su comportamiento ejemplar: «Es gente de buenas costumbres, piadosa en vida y muerte, de que dan pruebas nada equívocas, sin que el caso posible de que alguno judaíce en el futuro…».
Así, en 1782 se promulgaba una Real Cédula que ponía fin a su enclaustramiento y mandaba demoler los elementos arquitectónicos que delimitasen el barrio chueta, del que hoy en día queda la calle Platerías de la capital balear. En 1785 y 1788 hubo dos cédulas más declarándolos aptos para todos los empleos.
Por supuesto, una cosa era la teoría y otra la práctica, que para solventar siglos de injusticia suele requerir del paso de generaciones y gran paciencia. Por eso, pese a la prohibición dictada por el rey, los sambenitos siguieron expuestos. Fue necesario paralizar la reedición de un panfleto del teólogo jesuita Francesc Garau titulado La Fe triunfante (se había publicado originalmente en 1691, en medio de las persecuciones inquisitoriales) y no se pudo impedir que continuara la endogamia del grupo, aún cuando se intentó mezclar a sus miembros con el resto de habitantes, como tampoco se eliminarían los expedientes de limpieza de sangre hasta que las Cortes de Cádiz lo decretaron en 1811.
Fernando VII los restauró, pero poco a poco se iban dando pasos adelante: fueron abolidos definitivamente por una Real Orden de su viuda en 1834 y, dos años más tarde, Palma nombraba al primer concejal chueta. También solía haber algún paso atrás, como la publicación en 1857 de La sinagoga balear. Historia de los judíos de Mallorca, un libelo que recogía los tópicos de La Fe triunfante y fue contestado por autores chuetas; entre ellos estaba el sacerdote José Taronji, firmando su Estado religioso y social de la isla de Mallorca.
Pero no se podía detener el avance de los tiempos. En el siglo XX los chuetas ya estaban completamente integrados en todos los ámbitos profesionales, sin importar su apellido, y los matrimonios mixtos se imponían numéricamente a los endogámicos. Políticamente había de todo, pero tendieron a alinearse con ideologías liberales y laicas, que eran las que les defendían al fin y al cabo.
Porque, increíblemente, en 1951 todavía se volvió a editar La sinagoga balear y, en un año tan tardío ya como 1966, un ensayo titulado Els descendents dels jueus conversos de Mallorca. Quatre paraules de la veritat (Los descendientes de los Judíos Conversos de Mallorca. Cuatro palabras de la verdad) levantó bastante polvareda al añadir a la lista de apellidos chuetas muchos más de los así considerados tradicionalmente.
Tras el franquismo, la cuestión chueta quedó normalizada hasta el punto de que en 1979 Palma eligió un alcalde de tal ascendencia, Ramón Aguiló, de apellido típico (los otros 14 clásicos eran Bonnin, Cortés, Forteza, Fuster, Marti, Miró, Picó, Piña, Pomar, Segura, Taronji, Valenti, Valleriola y Valls).
Cabe preguntarse ahora cómo fue posible la pervivencia de un grupo de características tan compactas (el Departamento de Genética Humana de la Universidad de las Islas Baleares ha demostrado su homogeneidad genética), cuando en el resto de España la cuestión conversa fue diluyéndose con el paso de los siglos sin mayor problema.
El historiador Antonio Domínguez Ortiz habla de «tendencia típica de la insularidad al arcaísmo, el retraso y el conservatismo», en el sentido de que «los fenómenos procedentes del exterior llegan más tarde a las islas y sobreviven allí más tiempo», de ahí que Mallorca presentara «ya en el siglo XVIII y aún en el XIX, rasgos similares a los de Castilla en el XVII».
Fuentes
Los judíos en España (Joseph Pérez) / Los judeoconversos en España y América (Antonio Domínguez Ortiz) / Los judíos en la España moderna y contemporánea (Julio Caro Baroja) / Los muertos mandan (Vicente blasco Ibáñez) / Wikipedia
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