En 1852 el hacendado australiano Hovenden Hely, que con el tiempo entraría en política y llegaría a diputado por Nueva Gales del Sur, recibió el encargo de capitanear una expedición al interior de Australia.
El objetivo era averiguar qué había sido de otra expedición anterior desaparecida cuatro años antes sin dejar rastro: la que dirigía el popular explorador prusiano Ludwig Leichhardt, de la que no se había vuelto a saber. Heley fue elegido porque entre 1846 y 1847 estuvo a sus órdenes en un viaje anterior aunque, paradójicamente, había sido despedido acusado de indolencia y deslealtad.
Esta vez dependía de él desvelar el destino de su antiguo jefe pero todo cuanto halló fue lo que quedaba de un campamento junto a un árbol en cuyo tronco se había grabado a cuchillo una L, presunta inicial del apellido, sobre las letras XVA, anagrama que nadie supo interpretar.
Friedrich Wilhelm Ludwig Leichhardt era originario de Trebatsch, un pueblo de Brandeburgo, donde había nacido el 23 de octubre de 1813. Sexto vástago de una familia numerosa, su padre gozaba de una posición acomodada al ser funcionario de la administración y poseer una próspera granja, lo que permitió que Ludwig pudiera ir a las universidades de Göttingen y Berlín para estudiar filosofía, lingüistica y, sobre todo, ciencias naturales, disciplina esta última que continuó en Inglaterra en 1837 y París.
Curiosamente nunca llegó a titularse porque lo suyo era el trabajo de campo, la acción sobre el terreno, que tuvo ocasión de practicar en varios rincones de Europa. Sin embargo, su nombre ha quedado ligado estrechamente al que se convirtió en el principal escenario de su actividad: Australia.
El germano desembarcó en Sidney a mediados de febrero de 1842 con una idea en la cabeza: explorar el interior de aquella gigantesca isla cubriendo las lagunas documentales que existían sobre todo lo relativo a su naturaleza, desde la geografía a la geología, pasando por la flora, la fauna y la etnología. Un ambicioso plan que puso en marcha dos años después -ese tiempo estuvo esperando un frustrado patrocinio del gobierno australiano- en una primera expedición que partió de Brisbane y recorrió Newcastle, Nueva Gales del Sur y Queensland; casi cinco mil kilómetros en paralelo a la costa nordeste que terminó en Port Essington el 17 de diciembre de 1845, cuando ya le daban por muerto.
Ello le convirtió en un héroe, entre otras cosas porque durante su aventura localizó importantes yacimientos de carbón, pese a lo cual nadie quiso editar su profusamente detallado diario de viaje y tuvo que hacerlo en Alemania.
No obstante, Leichhardt adquirió prestigio suficiente como para que el ejecutivo australiano y varios patrocinadores privados aceptaran financiar un nuevo periplo, que debía llevarle de este a oeste en línea recta atravesando el duro interior del país para terminar en Perth.
Partió de Darling Dows en diciembre de 1846, pero una serie de adversidades (lluvias torrenciales más una epidemia de malaria entre sus hombres -que le afectó también a él- y una escasez de víveres resultante de los retrasos acumulados y del deterioro de la comida) le obligaron a ordenar el regreso cuando en cinco meses apenas habían cubierto ochocientos de los tres mil quinientos kilómetros previstos.
Una vez recuperado de la enfermedad participó en exploraciones menores, como la que encabezó Sir Thomas Mitchell por el curso del río Condamine, pero en general fue un período de reposo durante el cual recibió numerosos honores y distinciones, caso del premio anual de la Sociedad Geográfica de París o la medalla de la Royal Geographical Society de Londres. Incluso se le concedió un indulto en su país natal por no presentarse al servicio militar.
Ahora bien, como decíamos antes, el teutón era un culo inquieto y en la primavera de 1848 se puso en marcha al frente de un segundo intento de aquel fracasado viaje anterior. Le acompañaban cuatro europeos (Adolph Classen, Arturo Hentig, Donald Stuart y Thomas Hands) y dos guías aborígenes (Wommai y Billy Bombat), llevando una larga caravana de siete caballos, una veintena de mulas y medio centenar de bueyes, todo ello apoyado económicamente por un comerciante de Sidney.
El objetivo era el mismo de antes: abrir una ruta que atravesara el continente y, en el trayecto, realizar el correspondiente estudio natural de todo lo que encontraran. El plan preveía que primero seguirían los cursos fluviales norteños para luego girar hacia el sur, cruzar el interior, y llegar al río Swan. Esta vez, como se ve, iban mejor pertrechados, cargando con cientos de kilos de provisiones (reses aparte), armas, municiones e instrumental científico.
Y aún así, volvieron a presentarse serias dificultades. Las «miríadas de moscas» que él mismo reseñó en el último informe enviado a Sidney no debieron ser más que una leve muestra, ante la dureza del terreno, el implacable clima y la hostilidad de los indígenas. En cualquier caso, no volvió a haber noticias del grupo, habiéndosele visto por última vez el 3 de abril de 1848 en Darling Downs.
Se calculaba que el recorrido les llevaría dos o tres años, pero cuando pasó el tiempo y siguió sin saberse nada quedó claro que algo no iba bien. Ya explicamos al principio que la expedición de Hovenden Hely no aclaró gran cosa y por eso una década después se organizó otra al mando de otro famoso explorador, Augustus Charles Gregory, que había recorrido rutas parecidas a las de Leichhardt: con diez hombres fue siguiendo el río Barcoo y encontró otros árboles con la letra L marcada pero nada más porque una fuerte sequía le obligó a retornar.
También hallaría más troncos con señales el escocés Duncan McIntyre, que en su viaje de cinco meses en 1864 añadió un extra: dos viejos caballos que podrían ser de aquella expedición perdida. La aportación de McIntyre llevó a constituir un peculiar comité popular de búsqueda integrado por las damas de Sidney que le financió una nueva expedición al año siguiente; ésta acabó en un desastre, con la mayor parte de los caballos muertos en el desierto -lo que obligó a usar camellos- y el propio McIntyre fallecido de fiebre junto a su ayudante sin que se obtuviera ningún resultado en la misión.
El relevo lo tomaría John Forrest (que tiempo después sería ministro) en 1869; debía comprobar qué había de cierto en una historia que contaban los nativos sobre la muerte que habían dado a unos hombres blancos años atrás y averiguar si podían haber sido Leichhardt y sus compañeros, pero después de rastrear tres mil seiscientos kilómetros en más de un centenar de días, volvió con las manos vacías y sin nada concluyente, pues unas osamentas equinas que encontró en el desierto parece que eran de otra expedición de 1854.
Así, desconociendo el destino de Leichhardt, se llegó a finales del siglo XIX. En esos últimos años, John McDouall Stuart vio pisadas de herradura y una cabaña levantada seguramente por hombres blancos, y el explorador y buscador de oro David Carnegie, durante una travesía en 1896, observó que algunos aborígenes tenían objetos (partes metálicas de una silla de montar, clavos, una caja de hojalata) que él aventuró como pertenecientes a la expedición desaparecida, aunque nunca se probó.
Sí se hizo, en cambio, con una placa hallada en 1900 con el nombre de Ludwig Leichhardt y que se cree correspondía a la culata de una de sus escopetas, quedando demostrada su autenticidad hace poco, en 2006. En las últimas décadas ha habido nuevos indicios pero que siguen sin aportar una solución: unas pinturas rupestres aborígenes que representan a hombres blancos con animales (1975), la vieja y controvertida carta descubierta en una biblioteca en la que un hacendado del interior cuenta que la expedición fue exterminada por los indígenas…
En cualquier caso, el final de Leichhardt y los suyos, que la mayoría se inclinan por pensar que fue de sed tras perderse en el desierto, sigue siendo un misterio hoy por hoy.
Fuentes
Ludwig Leichhardt. Lost in the Outback (Hans Wilhelm Finger) / Explorations in Australia (John Forrest) / Australia’s great explorers (Denis Gregory) / Wikipedia.
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