El 15 de agosto de 1865 se celebró un triste entierro en el cementerio de Viena con exigua asistencia de un puñado de personas, entre las que no se encontraba la esposa del fallecido, pese a que éste había sido un científico de cierto renombre.
De hecho, el óbito apenas mereció unas breves reseñas en la prensa y las asociaciones médicas guardaron un silencio algo vergonzante. La razón era el patético final que había tenido el doctor Ignaz Semmelweiss, muerto en una situación oprobiosa, en un psiquiátrico, tras haber enloquecido por el airado rechazo de sus colegas a su teoría de que eran ellos los causantes del elevado porcentaje de mujeres que morían en el parto.
En efecto, según se calcula, hasta el treinta y cinco por ciento de las parturientas perdían la vida debido a la fiebre puerperal, una grave septicemia que solía afectarlas tras dar a luz, afectando a menudo también al recién nacido. La infección empezaba en el endometrio y luego pasaba a la sangre, provocando fiebre alta, taquicardia, hipotensión y malestar general, aparte de la posibilidad de complicaciones como peritonitis, abscesos, tromboflebitis, etc.
Algunos personajes históricos que fallecieron por este tipo de sepsis fueron Lucrecia Borgia, dos esposas de Enrique VIII (Jane Seymour y Catherine Parr) o las madres de Rousseau, Mary Shelley y, de nuevo, Enrique VIII, entre otras.
Ése era el duro panorama histórico de la maternidad cuando el 1 de julio de 1818 nacía en Budapest Ignaz Philipp Semmelweis, el cuarto de diez hermanos de una acomodada familia de comerciantes. En 1838 Ignaz dejó la empezada carrera de Derecho para estudiar Medicina, doctorándose en 1844 en la especialidad de obstetricia y obteniendo un puesto de médico ayudante en el Hospital Maternal de Viena.
Ese ecuador del siglo XIX bullía de avances sanitarios, pues fue entonces cuando se desarrollaron los primeros trabajos serios sobre las células y cuando empezó a usarse el éter como anestesia (en operaciones dentales), por ejemplo. También habían empezado a formularse las primeras hipótesis sobre la necesidad de la higiene concienzuda y la asepsia entre los profesionales de la medicina, en las que puso especial empeño el doctor estadounidense Oliver Wendell Holmes con un estudio titulado The Contagiousness of puerperal fever; en él sugería que eran los obstetras los que contagiaban la fiebre puerperal a sus pacientes al atender partos tras hacer necropsias de fallecidas sin lavarse las manos adecuadamente. Holmes sólo cosechó burlas.
El hospital vienés donde trabajaba Semmelweiss se ocupaba gratuitamente de mujeres de la clase más humilde, caso de prostitutas, esposas de obreros y madres solteras, como forma de combatir el infanticidio, una práctica muy extendida en Europa desde la Antigüedad para librarse de recién nacidos que eran ilegítimos o suponían una excesiva carga económica que impedía mantenerlos.
A cambio de la atención sin coste, las pacientes debían aceptar que los estudiantes y matronas practicaran sus técnicas con ellas. Por eso el complejo tenía un ala para cada uno de esos dos colectivos, dándose la circunstancia de que, estadísticamente, había mucha más incidencia de la fiebre puerperal -y por tanto del final fatal para las afectadas- en la de los estudiantes que en la de las matronas.
Eso llevó a que muchas embarazadas se negaran a ser ingresadas en el primer ala, prefiriendo incluso dar a luz en la calle.
El hecho de que la mayoría de estas últimas no desarrollara la enfermedad, así como las diferencias de fallecimientos entre un ala y otra del hospital, se convirtió en objeto de estudio por parte de Semmelweiss quien, tras ir descartando otras causas (el impacto psicológico negativo de ver a los curas dando la extrema unción, el hacinamiento, el ambiente, el pudor…) sólo vio la luz por el accidente de un amigo también médico, en 1847: el doctor Jakob Kolletschka murió de una infección provocada tras una picadura anatómica (expresión que se empleaba para los cortes con el bisturí durante las operaciones) que había sufrido durante una autopsia. La similitud de los síntomas que sufrió con los de la fiebre puerperal llevó a Semmelweiss a establecer una relación, una causa común.
La conclusión a la que llegó fue que los estudiantes de medicina, al acabar sus autopsias, transportaban en sus manos lo que llamaba partículas cadavéricas infecciosas (aún no se conocía la existencia de microbios) que transmitían a las parturientas por lavarse defectuosamente o incluso sin hacerlo. Después, a menudo ellas mismas contagiaban sin saberlo a sus bebés. Las matronas no hacían autopsias, por eso el porcentaje de contagios era menor en sus pacientes.
Por tanto, la solución a aquel problema pasaba por realizar una asepsia correcta y Semmelweiss proponía sumergir las manos en una solución de hipoclorito cálcico antes de atender partos, ampliando luego el tratamiento al instrumental. Gracias a ese sistema se produjo una drástica disminución de muertes en los meses siguientes hasta conseguir eliminarlas del todo.
Lamentablemente, tan espectaculares resultados cayeron en saco roto cuando sus colegas reprobaron su sistema. Es más, también negaron que la limpieza fuera la razón de la fiebre puerperal de forma exclusiva, atribuyendo ésta a múltiples causas, dependiendo del caso, a la vista de los diferentes males que revelaban los análisis de los cuerpos de las fallecidas.
Pesaban aún las concepciones tradicionales que atribuían las enfermedades al desequilibrio de los cuatro humores del organismo (sangre, linfa, bilis y flema), a lo que se sumaba la clasista mentalidad de la época: un médico, es decir un caballero, no podía estar sucio y de cualquier forma, como le opuso un prestigioso doctor, la suciedad de debajo de las uñas era insuficiente para provocar una infección. Asimismo, su tesis se interpretó de forma un tanto burda y superficial, acusándola de repetir sin mayor novedad el mismo esquema del desacreditado Oliver Wendell Holmes.
La Revolución del 48, que sacudió el continente y tuvo intensa incidencia en Austria, también jugó en su contra: en general, los estudiantes y los médicos jóvenes la apoyaron y Semmelweiss entraba dentro de ese grupo, así que, aunque no consta que participara en las revueltas, probablemente era visto con desconfianza por los veteranos del hospital y cuando terminó su contrato le renovaron sólo como profesor.
Ofendido, abandonó Viena sin dar explicaciones y se estableció en su Budapest natal. Allí se hizo cargo de la sección de obstetricia del hospital de St. Rochus durante seis años, consiguiendo poner fin a la abundante fiebre puerperal que había. No obstante, también en Hungría tuvo en contra a la élite médica de la ciudad y la universidad, pese a lo cual en 1854 consiguió una plaza de profesor en la Facultad de Medicina y procedió a enseñar a sus alumnos el sistema de desinfección que propugnaba.
Ello le hizo adquirir cierto renombre internacional, especialmente en Reino Unido, pero la mayor parte del mundo científico siguió mostrándose despectivo y burlón.
No está claro si eso le resultó realmente decisivo desde un punto de vista psicológico -las correspondencia que mantenía con colegas afines muestra una gran amargura- o es que sufría alguna enfermedad (algunos estudiosos de su vida apuntan al alzheimer o la sífilis, de la que se habría contagiado en su trabajo), pero el caso es que a partir de 1861 su estado mental empezó a deteriorarse rápidamente, perdiendo la memoria a ratos, cayendo en profundas depresiones alternadas con agresividad y obsesionándose con el tema de la fiebre puerperal.
La convivencia con él llegó a ser imposible y su esposa María, con la que se había casado en 1857 teniendo juntos cinco hijos, autorizó su ingreso en un psiquiátrico.
Era el año 1865 y le llevaron con engaños pero al darse cuenta intentó huir. Los celadores le propinaron una paliza para reducirle antes de ponerle la camisa de fuerza. Una de las heridas se gangrenó y murió dos semanas más tarde; las duchas de agua fría y las purgas que le aplicaron durante ese tiempo tampoco ayudaron (y es una mera leyenda el que se autocortara con un bisturí tras una autopsia para contagiarse y demostrar que tenía razón).
Tras su muerte, el número de fallecimientos de parturientas en la Clínica Maternal de Budapest se multiplicó por seis; su sucesor, Carl Meyhofer, intentó continuar su trabajo pero también fue ridiculizado y hubo que esperar a que en 1879 Louis Pasteur desarrollara su teoría microbiana, probando la existencia de microorganismos infecciosos.
Fuentes
Childbed fever. A scientific biography of Ignaz Semmelweis (Kay Codell Carter y Barbara R. Carter) / Genius belabored. Childbed fever and the tragic life of Ignaz Semmelweis (Theodore G. Obenchain) / Doctors and discoveries. Lives that created today’s medicine (John G. Simmons) / Ciencia y verdad (Salvador Feliu Castelló).
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