Los primeros pasos de la praxis del mundo radiactivo estuvieron teñidos de tragedia. A lo largo de una década, un medicamento revolucionario llamado Radithor se comercializó en EEUU prometiendo curas senasacionales para múltiples problemas.
Hasta que el fallecimiento de una celebrity de la época fue una llamada de atención, resultando que los efectos de aquel fármaco eran verdaderamente letales y hubo que retirarlo rápidamente del mercado. Para entonces los muertos y afectados se contaban por cientos.
Cuando el matrimonio Curie descubrió la radiactividad a finales del siglo XIX seguramente ni imaginaba la dimensión que iba a alcanzar en el futuro.
El polonio y el radio dejaron de ser desconocidos y entraron en la vida del Hombre y después se les unieron el uranio y otros minerales cuyos núcleos radiactivos ofrecen un amplio abanico de usos, unos destructores como las bombas atómicas, y otros benefactores como la radioterapia.
Estos segundos llegaron antes y no tardaron en diversificarse y generalizarse, sólo que un conocimiento insuficiente y la falta de escrúpulos dejaron claro que aquello era más peligroso de lo que parecía.
Al principio, lo que se llamaba terapia Curie, es decir, el uso de isótopos de radio para tratar el cáncer en zonas corporales difíciles, causó sensación. De Europa saltó a EEUU promocionada por los propios descubridores, confirmando así los indicios que apuntaban al beneficio de los isótopos de las aguas medicinales que tan de moda se habían puesto antes para curar ciertas enfermedades como el reumatismo, la gota, la sífilis o la esclerosis, entre otras.
En ese contexto, un avezado industrial norteamericano llamado William John Aloisyus Bailey tuvo la idea de crear y distribuir un fármaco denominado Radithor, cuya base era simple agua destilada pero conteniendo un componente especial: un microcurio de cada uno de los isótopos de radio Ra226 y Ra228.
Bailey, que al parecer había sido expulsado en su día de la Universidad de Harvard y carecía de formación específica, fundó en Nueva Jersey una empresa denominada Bailey Radium Laboratories que entre 1925 y 1930 fabricó, envasó y distribuyó, según los cálculos, unas cuatrocientas mil dosis que no sólo se vendían en el país sino que también se exportaban sin problema porque al ser el radio un elemento natural no tenía consideración de medicamento propiamente dicho.
Para promocionarlo escribió una presentación titulada Modern Treatment of the Endocrine Glands With Radium Water: Radithor, the New Weapon of Medical Science que distribuyó entre miles de médicos, invitándoles a recetarlo y documentar sus efectos clínicos. Según ese documento, Radithor podía emplearse en el tratamiento de más de cuatrocientas enfermedades y males, aunque subrayaba astutamente sus buenos resultados contra la impotencia y sus efectos afrodisíacos al actuar sobre las glándulas correspondientes.
El éxito de Radithor fue total. Dicen los investigadores del caso que Bailey obtenía un beneficio del cuatrocientos por ciento en cada venta y ello le permitió idear otros productos para exprimir aún más la idea.
Algunos eran fármacos destinados a tratar males cuyo origen él situaba -sin base científica real- en un mal funcionamiento del sistema endocrino, lo cual repercutía sobre el metabolismo y era necesario revitalizar éste a base de radio; otros ni siquiera se presentaban como medicinas propiamente dichas sino cono instrumentos emisores de radiación «benigna», caso de un simple pisapapeles llamado Bioray o de la hebilla de cinturón Adrenoray, que reforzaba el vigor sexual masculino. Tan popular era aquella gama de artículos que se aplicaban incluso a los caballos de carreras.
Era el triunfo de la proverbial iniciativa individual estadounidense, todo un boom al que no se le resistía afección alguna y por eso se llegó a a anunciar como «A cure for the living dead» (Una cura para los muertos vivientes).
Por eso nadie tuvo en cuenta lo que indicaban ciertas señales: la más alarmante era la extraordinaria incidencia de osteosarcoma -un tipo de cáncer de hueso- entre las trabajadoras del sector relojero; luego se supo que se debía a que eran las encargadas de pintar las esferas fluorescentes de los relojes y a las que el alto contenido en radio de esa modalidad de pintura hacía enfermar masivamente. Sin embargo, hasta 1932 nadie consideró sospechoso al radio. Fue necesaria la muerte de un famoso para levantar la liebre.
El infortunado era Eben MacBurney Byers, un multimillonario habitual de la prensa rosa cuya muerte dejó desconcertados no sólo a sus fans sino también a los médicos del hospital porque era un auténtico atleta -campeón de golf-, hasta que la autopsia reveló que el óbito se debía a un envenamiento por radio: necrosis de mandíbula, inflamación de los riñones, absceso cerebral, bronconeumonía y destrucción de la médula ósea eran algunos de los espeluznante efectos que presentaba el cuerpo, con el agravante de que sus órganos extraídos constituían un riesgo incluso para los anatomopatólogos.
Una investigación de la revista médica Journal of the American Medical Association descubrió que MacBurney tomaba un frasco de Radithor al día desde 1927 (¡cerca de mil cuatrocientas botellas en total!) para paliar los dolores en un brazo tras una caída… y poder seguir llevando su desenfrenada actividad sexual, según las habladurías. Tras un primer momento de mejoría que le hizo sentirse pletórico, su estado de salud se fue deteriorando progresivamente a lo largo de dos años, sufriendo graves jaquecas, perdiendo los dientes, desarrollando osteosarcoma en casi todo su esqueleto y otras lindezas. Entonces alguien se percató de que aquello era muy parecido a lo que sufrían las mujeres de los relojes.
La prensa se hizo eco y entonces sí, se abrió una investigación dirigida por la FDA (Food and Drug Administration) y la FTC (Federal Trade Commission), cuyos informes concluían en recomendar poner coto a los medicamentos que usaran radio y otros productos similares. No pudo hacer más porque en aquel tiempo esos organismos carecían de poder de actuación y, de hecho, fue a partir de ahí cuando se los dotó de mayores competencias y se introdujo una normativa reguladora.
En cualquier caso, el golpe había sido lo suficientemente fuerte como para poner fin a aquellos peligrosos productos. Bailey salió indemne y, aunque tuvo que cerrar sus laboratorios, siguió volcado en su profesión de inventor, sobre todo para las fuerzas armadas, falleciendo en 1949 sin que la radiactividad le afectara nunca. Por su parte, el cadáver de MacBurney tuvo que ser enterrado en un ataúd de plomo y cuando se exhumaron sus restos en 1965 para estudiarlo, aún emanaban altos niveles de radiactividad; los frascos de Radithor que se conservan también siguen siendo radiactivos.
Fuentes
Info-farmacia: El fraude de los alimentos radiactivos. El caso del Radithor (Dr. José Manuel López Tricas) / The First Atomic Age. Scientists, radiations and the american public, 1895–1945 (Matthew Lavine) / Heroes y Villanos de la Medicina. Las dos caras de la moneda (Sergio Alberto Dragoni) / Wikipedia.
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