A finales de 1943 estaba claro hacia qué bando se decantaba la Segunda Guerra Mundial, así que los dirigentes aliados acordaron encontrarse en un lugar neutral para establecer una estrategia conjunta de cara a esos momentos postreros del conflicto y la posterior gestión de la victoria.
En la segunda mitad de noviembre se iniciaron las llamadas conferencias con la de El Cairo, a la que asistieron Roosevelt, Churchill y Chiang Kai-Sek, para tratar la guerra del Pacífico y ver cómo podían ponerle límites a Stalin en la que iba a haber unos días después.
Esta segunda ocasión, el día 28, tuvo Teherán como escenario y se centró en el frente europeo, por lo que estuvieron allí los líderes de la URSS y Reino Unido más el de EEUU, los llamados Tres Grandes; los demás, como un enfadado De Gaulle, quedaron fuera. Los servicios secretos alemanes tuvieron noticia del encuentro y planearon un atentado contra ellos, pero fue descubierto por la NKVD y quedó en nada.

De la conferencia salió la decisión de que los soviéticos colaboraran en todas las estrategias bélicas (con la Operación Overlord como referencia) a cambio de ayuda a los partisanos yugoslavos y concesiones territoriales en Polonia.
Durante el día la tensión entre unos y otros resultaba más que palpable: Stalin, que había tenido un mal viaje porque padecía de aerofobia, intentó atraerse la simpatía del joven sha Mohammend Pahlavi ofreciéndole un regimiento de T-34 y otro de aviones, siendo rechazado. Asimismo, discutió la Operación Overlord -que no veía nada clara- en persona, dejando de lado al mariscal Voroshilov, sin que se consiguiera concretar una fecha. Pero empatizó con Roosevelt y esa noche elogió el vermut que éste había preparado.

Un vistazo rápido por aquellas veladas, sintetizado de las memorias y cartas de unos y otros, nos muestra a los líderes bajo una óptica diferente, casi pueril, con enfados y reconciliaciones continuas, en las que Stalin sería el niño travieso y pillo, Roosevelt el simpático conciliador, Churchill el gordito irascible y De Gaulle el solitario con el que nadie quiere jugar.
Al día siguiente se concretó el germen de lo que luego sería Naciones Unidas y por la tarde tuvo lugar la entrega que hizo Chuchill al georgiano de la famosa espada concedida por Jorge VI a los heroicos defensores de Stalingrado; pero ese ceremonial acto, que estuvo a punto de estropearse porque a Voroshilov se le cayó el arma al suelo, sólo fue la parte más visible de lo que pasaría durante el resto de la velada. El líder soviético ofreció una cena pantagruélica y se pasó todo el tiempo pinchando sibilinamente a Churchill, para pasmo de Roosevelt.
A continuación el británico, indignado por la broma que se traían Roosevelt y el soviético sobre el número de alemanes a fusilar tras la guerra (el norteamericano dijo en broma que entre cincuenta y cien mil, y el otro contestó que bastarían cuarenta y nueve mil), les afeó el tono burlón, levantándose para irse y derribando una copa de coñac en su nerviosismo. Pero antes de llegar a la puerta el propio Stalin le abrazó, disculpándose; Churchill se calmó y el otro cambió entonces de diana para centrarse en Molotov, animándole satíricamente a contar cómo había sido su magnífico pacto con Hitler.

Aquella parte oculta de la conferencia rozó el surrealismo cuando, en la fiesta que la legación británica ofreció por el 69º cumpleaños de Churchill, Beria confundió con un posible atentado el intento de un criado de ayudar a su jefe a quitarse el abrigo y sacó su pistola, desatando la alarma general, aunque al final todo quedó en el susto.
No sería el único porque el postre eran dos enormes pirámides de helado con una lamparilla dentro y, al fundirse la base por el calor, cayeron justo cuando la bandeja llegó a Stalin, explotando su interior. Todos quedaron salpicados de helado menos el georgiano, que regateó el incidente con sutileza: “No ha dado en el blanco”. Al despedirse el último día, el intérprete británico regaló a su homólogo ruso un libro de Charles Dickens que el otro aceptó con cierta incomodidad cuando su líder le dijo en broma que se estaba acercando demasiado a Occidente.
Del 4 al 11 de febrero se desarrolló una nueva conferencia en Yalta para tratar la configuración de Europa tras la guerra. La primera sesión fue bien pero empezó a estropearse de noche, cuando Roosevelt le dijo a Stalin que él y Churchill le llamaban Tío Pepe; era en tono amistoso pero al aludido no le gustó. La siguiente sesión se hizo famosa cuando el británico propuso en broma convertir al Papa en aliado y Stalin le respondió preguntando cuántas divisiones tenía. Lo cierto es que esas jornadas estuvo sembrado, contando chistes sin parar y manifestando a su embajador en EEUU, Andrei Gromiko, su simpatía por un Roosevelt al que la muerte ya rondaba.

El día 8, en otra cena en la que Stalin también elogió a Churchill para distender un poco las cosas, el presidente de EEUU le preguntó por un hombre de gafas que se sentaba junto a Gromiko: “Ah, ése -contestó el Vozhd con su característico sarcasmo- Ése es nuestro Himmler. Se llama Beria”. En la velada del 10 de febrero Stalin brindó a la salud de Jorge VI pese a que la monarquía, dijo, no estaba con el pueblo; Churchill volvió a irritarse.
En realidad hubo más encuentros, menos formales pero igual de sustanciosos. Por ejemplo, en diciembre De Gaulle visitó Moscú y el consiguiente banquete resultó muy tenso. Stalin, que había bebido de más, brindó por todo el mundo excepto por su huésped, cuya arrogancia no soportaba, y luego se dedicó a burlarse de él asumiendo con sardonismo el papel de monstruo que le adjudicaba occidente, insinuando que iba a mandar ejecutar a todos los militares soviéticos presentes y proponiéndole “liquidar a los diplomáticos” con una ametralladora mientras se abrazaba a él trastabillando. En la URSS era normal acabar las fiestas completamente borracho, con los hombres bailando agarrados entre sí ante la escasez de mujeres en esas reuniones; las que celebraba la cúpula soviética con su líder regularmente tenían siempre ese final.
Otro momento de ese tipo fue la visita que hizo el premier británico a Moscú el 12 de agosto de 1941, poco después del comienzo de la invasión alemana de la URSS, para explicar personalmente la negativa aliada a abrir un segundo frente. Stalin le reprochó que no podían ganar sin asumir riesgos y el otro contestó molesto que ya habían luchado solos en 1940.
A continuación le habló de la Operación Antorcha, prevista para tomar el norte de África, que a Stalin le pareció un sinsentido aunque brindó por ella de forma insólita: “¡Que Dios contribuya al triunfo de esta empresa!” Sin embargo, al día siguiente Churchill recibió de su colega un memorándum muy crítico que acusaba a Occidente de cobardía; el aire se presentaba insano para los días siguientes.

O así hubiera sido de no ser porque en la inevitable cena, al parecer digna de las bodas de Camacho cervantinas, hicieron las paces. Stalin se mostró encantador una vez más hasta que el alcohol empezó a hacer mella en todos; entonces desató las habituales humillaciones contra Voroshilov. No obstante, avanzada la noche, Churchill se retiró, de nuevo al sentirse insultado, pero para que no quedara aquella amarga sensación volvió a verse poco más tarde con el Vohzd en su domicilio particular; fue cuando conoció a su hija Svetlana, en medio de otra gran comilona.
La última conferencia, la de Postdam, no resultó tan divertida porque Roosevelt había muerto y a Stalin no le gustó su sustituto, Harry Truman (“No había ni punto de comparación”, dijo), aunque al americano sí le cayó bien el georgiano. Asimismo, Churchill estuvo a medias porque fue derrotado en las elecciones de julio y tuvo que compartir protagonismo con el insulso Clement Atlee, que a ojos del soviético no parecía tan “extraordinariamente capaz y astuto”.
No obstante, hubo tiempo para un último choque cuando Churchill habló por primera vez de una valla de acero (luego lo transformaría en telón) y Truman anunció que habían conseguido fabricar una bomba atómica, provocando que Stalin destituyera a Molotov por Beria y le encargara una también .
Fuentes
La corte del zar rojo (Simon Sebag Montefiore) / Breve historia de la Segunda Guerra Mundial (Norman Stone) / Molotov Remembers. Inside Kremlin Politics (Viacheslav Mólotov & Felix Chuev) / Wikipedia / De Yalta a Postdam (Eduardo Haro Tecglén)
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