¿Se imaginan a Lenin, Trotsky, Hitler, Freud y Tito reunidos en torno a una mesa, discutiendo acaloradamente mientras se toman algo una tarde de invierno? ¿La algarabía que seguramente llegarían a armar entre bronca y bronca, atrayendo la atención expectante del resto de parroquianos?

Pues bien, hay un lugar y un momento donde podría haber ocurrido y subrayo el condicionante porque, evidentemente, no consta que así fuera, si bien no por improbable la posibilidad resulta menos atractiva. Me refiero al famoso Café Central de Viena en el año 1913.

La ciudad austríaca es una de las ciudades más bellas de Europa y a principios del siglo XX era también una de las más grandes, con más de dos millones de habitantes. Pero, sobre todo, era grande en espíritu: capital del Imperio Austrohúngaro, bajo la dinastía de los Habsburgo se había convertido en un centro no sólo político y económico sino también cultural y artístico, plasmado en un vasto patrimonio monumental y en una imponente nómina de artistas e intelectuales como Gustav Klimt, Otto Bauer, Coloman Moser, Josef Hoffman, Adolf Loos o el mencionado Sigmund Freud.

Foto Thomas Ledl en Wikimedia Commons

Ese cosmopolitismo resultaba patente también en la proliferación de cafés, cientos de ellos, que servían de punto de reunión para literatos y bohemios, para políticos y pintores, para músicos y aristócratas, y donde se alumbraban nuevas ideas, se debatían las viejas y se generaban corrientes de pensamiento que habrían de cambiar el mundo. Y uno de los más destacados, un clásico entre los clásicos, fue el Café Central que estaba -y aún sigue ahí- en el número 14 de la calle Herrengasse, ubicado en el Palais Ferstel, un elegante edificio neorrenacentista diseñado por Heinrich Freiherr von Ferstel, el hombre que revolucionó el urbanismo vienés, que servía de sede a la bolsa desde 1876.

Inaugurado por los hermanos Pach hacía medio siglo, en 1876, el Café Central continuó la tradición de albergar el asueto de pensadores de un ilustre predecesor, el Café Griensteidl (que había sido demolido), acogiendo a su clientela. Ésta se componía de mucha gente, como es lógico, pero entre ella figuraban algunos nombres de resonancia histórica, caso del poeta Peter Altenberg (que solía dar la dirección del local en vez de la suya), los dramaturgos Hugo von Hofmannsthal y Arthur Schnitzler, el médico y psicólogo Alfred Adler, el escritor y matemático Leo Perutz, el filósofo y actor Egon Friedell, el crítico teatral Alfred Polgar, el periodista Anton Kuh, el fundador del sionismo Theodor Herzl o el arquitecto Adolf Loos. Abundaban los escritores, como suele pasar, y un trío excepcional de ellos también fue cliente: Franz Kafka, Robert Musil y Stefan Zweig. Los centralistas, se les llamaba.

Pero hubo además otros importantes personajes que pasaron por allí y encima con una característica especial que los une: el hecho de haber coincidido en Viena en enero de 1913. Se sabe que aquel mes estuvieron en la capital Vladimir Lenin y León Trostsky, que en apenas cuatro años serían protagonistas de la Revolución Rusa; Adolf Hitler, un pintor aún alejado de la vocación política; Josip Broz Tito, un cerrajero que se convertiría en presidente de un nuevo país; y, por supuesto, Sigmund Freud, padre del psiconálisis y vienés de adopción.

Interior del Café Central de Viena / foto Jason Wu en Wikimedia Commons

Ninguno de ellos era famoso aún excepto Freud pero ya entonces empezaban a desarrollar ideas y conceptos, completamente divergentes entre sí, que hubieran convertido un hipotético encuentro en una interesante tertulia, probablemente degenerando en discusión. O quizá se hubieran limitado a jugar al ajedrez, toda una tradición en el Café Central hasta el punto de que el local llegó a ser descrito popularmente como una escuela extraoficial de ese deporte (Die Schachhochschule). Trotsky, por entonces conocido por su verdadero apellido, Bronstein, era muy aficionado y solía disputar con Alfred Polgar muchas partidas. Cuando al ministro de Asuntos Exteriores de Austria-Hungría, Heinrich Clam-Martinic, le preguntaron sobre la posibilidad de que una guerra desatara una revolución en Rusia, éste respondió sardónico si la iba a organizar el sr. Bronstein sentado en el Café Central.

El Café Central, que presumía de ofrecer a sus parroquianos prensa en veintidós idiomas, resultó dañado por un bombardeo en 1943 y echó el cierre después de la Segunda Guerra Mundial, quedando así hasta que en 1975, tras una restauración del Palais Ferstel, volvió a abrir sus puertas ocupando la sala del banco. Once años más tarde fue sometido a una reforma para dotarlo del esplendor de antaño -escalera de mármol, techo acristalado- y atraer a un turismo deseoso de revivir los viejos tiempos de gloria, aún cuando ya no haya coches de caballos recorriendo la Herrengasse, el ambiente en el interior sea muy distinto a aquel cargado del humo de cigarros y ya no atienda Johann Czerny (más conocido como Herr Jean), su camarero más famoso.

Abierto todos los días hasta las 22:00 y, amenizado con música de piano tocada en vivo, ofrece la posibilidad de comer platos típicos de Austria y organizar eventos. Ya lo decía Adolf Loos: «El Central no es una cafetería como el resto de las cafeterías, sino una forma de ver el mundo».


Fuentes

Cafe Central


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