Cuenta la leyenda que en el famoso restaurante madrileño Lardhy hay un corsé que perteneció a la reina Isabel II.

Ésta lo habría olvidado en alguna de las cuchipandas que compartía con sus amigos y cortesanos en un reservado del local cuando se liberaba del protocolo y daba rienda suelta a su fogosidad. Aunque sólo se trata de una habladuría, lo cierto es que la castiza soberana tenía una deuda con ese tipo de prenda, ya que una le salvó la vida en 1852 y ésa sí que se conserva aún, en el Museo Arqueológico de Madrid.

Es uno de los testimonios más gráficos que pueden verse de aquel atentado que conmocionó al país, ya que todavía tiene manchas de sangre ribeteando la punzada, que se aprecia claramente y que no llegó a más porque el ímpetu de ésta fue frenado primero por el manto bordado en oro que llevaba Isabel y luego porque las ballenas del corsé cerraron el paso a la hoja del cuchillo.

Así que todo quedó en una herida superficial y el regicida fue rápidamente reducido por la guardia. Se llamaba Martín Merino y Gómez, era sacerdote -por eso había podido acercarse tanto a su víctima- y, a tenor del interrogatorio al que se le sometió, estaba mentalmente desequilibrado.

De hecho, no era la primera vez que se metía en líos con la monarquía, ya que en 1822 había sido sancionado por proferir insultos contra Fernando VII, el padre de Isabel, e incluso pasó unos meses en prisión ese mismo año al tomar parte en la sublevación que llevaron a cabo los granaderos de la Guardia Real para derribar el gobierno constitucional y devolver al rey sus plenos poderes (fracasaron al oponérseles las milicias populares y cerrarles el acceso a la capital). Merino, era una persona colérica e impetuosa con problemas de empatía más que evidentes.

Isabel II y su hija en 1852 / Imagen: Dominio público en Wikimedia Commons

Riojano (Arnedo, 1789), hijo de humildes campesinos, había ingresado muy joven en un monasterio franciscano pero lo abandonó al estallar la Guerra de la Independencia para incorporarse en Andalucía a una partida de guerrilleros, aunque no hay que confundirle con el famoso Cura Merino, otro sacerdote apellidado igual pero llamado Jerónimo y que alcanzó cierta fama como líder de la guerrilla que actuaba en el norte de Castilla; porque ni siquiera compartían la misma ideología, ya que este último era absolutista y el otro liberal.

Martín, más joven, se ordenó en 1813 y con la marcha de los franceses pudo volver al cenobio, donde permaneció hasta 1819. Luego se fue a Francia intentando escapar del ambiente oscurantista en que Fernando VII había sumido a España.

Regresó en 1821 aprovechando que el golpe del coronel Riego había instaurado un régimen constitucional y se secularizó temporalmente. Sin embargo, la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis puso fin a aquel trienio liberal y Merino volvió a exiliarse en el país vecino, donde esta vez permaneció diecisiete años, hasta 1841, en que pudo retornar para, volviendo a tomar el hábito, hacerse cargo de la madrileña capellanía de San Sebastián.

Pero, como decíamos antes, Martín Merino era un personaje bastante especial. A los dos años ganó un considerable premio de lotería y se lanzó al nada espiritual negocio de los préstamos, en el que se sucedieron constantemente, uno tras otro, los problemas con sus deudores.

El más grave le llevó a un serio altercado con otro sacerdote, razón por la que fue trasladado a otra parroquia, la de San Millán, de donde acabaría expulsado. Para redondear el currículum, Merino convivía con una criada llamada Dominga Castellanos y, según confesaría luego, se mantenía a base de oficiar funerales. Que se alojara en la segunda habitación del portal 2 del callejón del Infierno subraya el humor negro que a veces tiene el destino.

Fernando VII por Lacoma y Fontanet / Imagen: Dominio público en Wikimedia Commons

Lo del número dos tiene su miga, pues parecía obsesionarle: aparte de la dirección, al ser interrogado por el atentado, que tuvo lugar a las dos de la tarde del 2 de febrero de 1852, no cesaba de repetir “¡Atención al dos!”; y se daba la circunstancia de que además tenía sesenta y dos años.

Hablando del atentado, ocurrió cuando la reina se disponía a ir a la Basílica de Atocha para la tradicional misa «de parida», para celebrar el nacimiento de la infanta María Isabel Francisca de Asís el pasado 20 de diciembre. No era un varón, como todo el mundo esperaba de cara a la sucesión («Mala noche y parir hembra» dijo el ya anciano general Castaños), pero dado que los dos hijos anteriores (Luis y Fernando), no habían sobrevivido, aquella niña se perfilaba como la única opción en ese momento, por eso recibió el título de Princesa de Asturias.

Con el tiempo la desplazaría Alfonso XII y pasaría a ser conocida como la Chata por el casticismo que heredó de su madre, pero antes se la llamó la Araneja porque el rumor popular adjudicaba su paternidad no al rey consorte sino a un militar amante de Isabel II, el capitán Ruiz de Arana.

El caso es que cuando la soberana se disponía a partir a la susodicha misa, Merino se abalanzó sobre ella al grito de «¡Muera la reina!» y le propinó dos cuchilladas. Ya hemos visto que la ropa las amortiguó y el verdadero temor que hubo fue que la hoja del puñal estuviera envenenada, pero el frustrado asesino declararía chulescamente «Torpe de mí; se me olvidó ese detalle».

De hecho, las respuestas que dio en el interrogatorio fueron todo un muestrario de que no estaba bien de la cabeza: explicó que el motivo de su acción era «lavar el oprobio de la Humanidad, vengando la necia ignorancia de los que creen que es fidelidad aguantar la tiranía de los reyes” y negó tener cómplices aduciendo que «en España no hay dos hombres como yo» (pese a que la maledicencia popular atribuía la autoría intelectual a Francisco de Asís, el consorte real, para vengar la infidelidad de su mujer, parafraseando los versos del siglo XVII sobre la muerte del conde de Villamediana «El matador fue Merino y el impulso soberano»).

Martín Merino el día de su ejecución / Imagen: Dominio público en Wikimedia Commons

Merino fue condenado a morir en el garrote cinco días después, a pesar de que la reina solicitó que se le indultara.

La ceremonia de ejecución resultó algo esperpéntica porque el ínclito sacerdote estuvo todo el tiempo haciendo un alarde de socarronería. “¡Vaya dominó corto! No se parece a la túnica de César”, dijo de la hopa amarilla con bordados rojos que debía vestir; al verdugo y el pregonero los despreció con la frase “Buen par de acólitos que me he echado”; y del burro que había de llevarle hasta el patíbulo se rió primero –“¡Este sí que está para que lo ahorquen!”– y lo alabó después -“¡Qué buena borrica es ésta!”-.

Tras el recorrido hacia el cadalso, ya en la calle Chamberí, volvió a demostrar esa inconsciencia altanera gritando “¡Cuánto tiempo hacía que no daba un paseo de balde!”. Cuando subió a la tarima se troceó simbólicamente el puñal empleado y, finalmente, Merino falleció a la misma hora en que cometió el intento de regicidio; sus restos mortales fueron quemados y las cenizas esparcidas al aire.

Isabel II ya había sufrido un atentado en 1847 sin consecuencias, un disparo que apenas la rozó cuando paseaba en su faetón descubierto; la afición que tenía a confraternizar con el pueblo y pasear a pie por la calle, a menudo sin escolta, se la jugaría de nuevo en 1860 con otro intento fallido en condiciones muy similares.

En medio quedó el de Merino, más serio y del que estaba convencida de que la protección divina evitó que que su hija sufriera daño, por lo que, agradecida, fundó el Hospital de la Princesa… aunque también premió al alabardero que la cogió en el aire con el título de marqués del Amparo.


Fuentes

El cura Merino, el regicida (Héctor Vázquez Azpiri) / Isabel II (Germán Rueda Hernanz) / Episodios nacionales: la Revolución de Julio (Benito Pérez-Galdós) / Crímenes célebres españoles (Manuel Angelón) / Wikipedia.


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