La película 1898. Los últimos de Filipinas nos ha recordado aquella guerra que libró España contra Estados Unidos en los estertores del siglo XIX. Cuando la primera perdía los últimos restos de su imperio y la segunda sentaba las bases del suyo.
Un relevo que se hizo traumáticamente, no sólo por la abrumadora derrota y las bajas registradas sino también por la sensación de irrealidad -respecto al poder del adversario- en que se vivía en la vieja piel de toro antes de las hostilidades.
La guerra hispano-estadounidense no fue sino la culminación de una dinámica que venía de mucho tiempo atrás. Desde mediados de aquella centuria Estados Unidos ansiaba hacerse con Cuba por varios motivos, entre los que cabe destacar dos: la dura competencia que le suponía la producción azucarera de la isla y la necesidad de subrayar la Doctrina Monroe , que desde el año 1823 se oponía a la presencia europea en América.
Siguiendo esas bases teóricas, intentó comprar la colonia española en más de una ocasión -hasta 125 millones de dólares llegó a ofrecer Ulysses Grant a su amigo Prim- o anexionarla apoyando alzamientos fallidos como el de Narciso López, pero los gobiernos de Madrid nunca aceptaron las ofertas, entre otras cosas por la radical oposición de los peninsulares que tenían intereses económicos allí (industriales, navieros, etc.) y de la oligarquía local del azúcar, la llamada sacarocracia. Con el Grito de Baire en 1895 estalló la tercera guerra de la independencia cubana y los estadounidenses vieron en ella la gran ocasión.
Las brutalidad bélica se impuso por ambas partes y quienes sufrieron especialmente, como casi siempre, fueron los civiles rurales cubanos, a quienes los insurrectos quemaban las cosechas por un lado mientras por el otro fueron concentrados en campos por el general Weyler para impedir que aprovisionaran a los rebeldes, de manera que lo poco que no ardió se pudrió sin que nadie pudiera recogerlo y llegó la hambruna. Ello se convirtió en argumento de fuerza para las protestas del secretario de Estado Richard Olney y del embajador en Madrid Woodford, que fueron aumentando la tensión entre ambos países.
Cuando una carta del embajador español en Washington Enrique Dupuy de Lome fue interceptada, haciéndose público su contenido, la opinión pública norteamericana se inflamó: el texto describía al presidente McKinley como “hombre débil y populachero” y “politicastro”, y aunque muchos ciudadanos estadounidenses pensaban lo mismo en el fondo, el asunto fue más leña al fuego para los jingoes (los halcones o patriotas exaltados), con el subsecretario de Marina Theodore Roosevelt a la cabeza, exigiendo una declaración de guerra.
Fue entonces cuando se puso en marcha la prensa sensacionalista, controlada por los magnates William Randolph Hearst (New York Journal) y Joseph Pulitzer (New York World). Su primera acción fue un montaje sobre una niña cubana independentista llamada Evangelina Cisneros -que en realidad tenía 18 años-, presuntamente arrestada y violada por Weyler.
Asimismo, las ilustraciones de The Judge empezaron a publicar tiras gráficas en las que representaban a España con la figura de un tópico torero o un enano como bandolero de Sierra Morena ante el Tío Sam, iconografía que pronto se generalizó. Los medios españoles no se quedaron a la zaga y reaccionaron con un nacionalismo ciego e histérico apoyado en manifestaciones callejeras de las clases medias al grito de “¡A Nueva York!”.
Se invocaban una y otra vez el honor, la patria, la hidalguía, el heroísmo… y se clamaba por declarar la guerra a los yanquis, a quienes los dibujantes satíricos representaron en lo sucesivo en forma de cerdo (la “cerdolización”, que decía El Imparcial) haciendo aparición los inevitables versos satíricos, tan de moda en la época.
José Estreñí, alias El Tío Calores, resumía esta idea de la “cerdolización” en un comunicado enviado por un hipotético cochino de 12 arrobas a la redacción de Don Quijote:
Ha dado la prensa toda,
por patrióticos arranques,
en llamar, siendo ya moda,
sucios cerdos a los yankees.
(…)
¡Los yankees son tan marranos
por fuera como por dentro!
Y nunca, por nuestro mal,
comparen en sus secciones
aquella materia asnal
con nuestros ricos jamones.
No sólo los periódicos de noticias se dejaron llevar por el furor patriótico. La Iglesia también tenía intereses en ultramar (era una de las grandes terratenientes de Filipinas y se la conocía como la frailocracia) y La Ilustración Católica publicaba, olvidando la virtud de la templanza: «Los americanos son bárbaros que no salen esta vez ni de las abrasadoras arenas del Mediodía ni de los hielos del Norte, ni vienen desnudos como los teutones o envueltos en pieles de pantera como los cimbrios. Estos bárbaros han salido de Occidente, van montados en grandes máquinas de vapor, armados de electricidad y disfrazados de europeos. Como todas las tribus bárbaras, no tienen más ideal que la codicia, ni más código que los desenfrenos de su voluntad. Atila oyó la voz de un pontífice, oyó la voz de León X; León XIII no ha logrado ser oído por los vándalos del siglo XX».
En realidad, en España tampoco se quería la mediación del Papa que algunos propusieron, como muestra un editorial de El Siglo Futuro que decía que «la intervención de León XIII sobra. España no debe guarecerse en las sagradas vestiduras de Su Santidad. Está obligada a defender su bandera y clavarla en el corazón de su agresor».
Sólo unos pocos diarios se atrevieron a publicar una visión más crítica, como El Heraldo de Madrid o El Imparcial. Aparte de individualidades como los autonomistas Segismundo Moret y Pi y Margall, más la burguesía vasca, que salía perjudicada al ver amenazados sus conciertos económicos con el Estado, la mayoritaria pero ignorada opinión anti-belicista de las clases populares –O todos o ninguno era su lema, en referencia a la redención en metálico que permitía a los ricos librarse de ir al frente- apenas tuvo eco y la voz del semanario El Socialista fue una de las pocas excepciones: «No nos asociemos, trabajadores, a ninguna manifestación patriotera (…) Sin ambages, sin rodeos, si para lograr la paz es necesaria la independencia, a la independencia debe llegarse (…) Y los que quieren la guerra, que formen batallones de voluntarios y la sostengan por su cuenta; que envíen a ella a sus hijos».
El caso es que las tácticas de Weyler supusieron un escándalo internacional pero dieron fruto en el aspecto militar y a mediados de 1897 las provincias occidentales cubanas estaban limpias de mambises. Otra cosa eran las orientales; el general esperaba la llegada de la temporada seca para acometer la pacificación del Oriente con los 216.000 soldados que el Ejército mantenía en suelo cubano -de los que sólo 50.000 eran realmente operativos, permaneciendo el resto de baja por heridas o, sobre todo, enfermedades tropicales-.
Frederic Remington, que luego se convertiría en un famoso pintor pero entonces era el dibujante enviado por Hearst a La Habana para ilustrar los desmanes de los españoles, envió un telegrama a su jefe solicitando el regreso aduciendo que todo estaba tranquilo y no habría guerra. El magnate le contestó con otro célebre telegrama: “Quédese. Yo le proporcionaré la guerra”.
Y la guerra se acercaba vertiginosamente con el nombre U.S.S Maine inscrito en su casco; «El navío Maine partido en dos por una máquina infernal del enemigo” fue su epitafio, en titular de la prensa de Hearst que el tribunal de instrucción de la Marina de Estados Unidos refrendó achacando la explosión a una mina española para tener así un casus belli; desde entonces un eslógan se repitió como un mantra: «Recordad el Maine. Al infierno con España” .
El 23 de abril de 1898, enterado del contenido de un criptograma descifrado por los servicios secretos españoles en el que el Congreso estadounidense autorizaba al presidente a movilizar la flota del almirante Sampson para bloquear Cuba, el gobierno de Sagasta declaró la guerra a Estados Unidos. No faltaron versos al respecto:
Si de insultos y vilezas
os parece que ya basta
y en el campo del honor
queréis esgrimir las armas,
elegid con la ocasión
las armas que más os plazcan,
y con sable o con cañón,
en tierra o sobre las aguas,
luchad si tenéis coraje,
lidiad si tenéis entraña,
y veréis, cerdos inmundos,
bellacos con forma humana,
en vuestra sangre cerdil,
flotar los hijos de España.
El capitán general de la isla, Ramón Blanco, invitó al líder mambí Máximo Gómez a unirse contra el invasor común, como si hasta entonces hubieran estado discutiendo en un club: “Olvidemos nuestras pasadas diferencias y, unidos cubanos y españoles para nuestra propia defensa, rechacemos al invasor”. Europa dio ánimos a España pero nadie se comprometió y finalmente el conflicto terminó comos sabemos. A la postre se cumplió el vaticinio poético que El Imparcial dedicó a los independentistas cubanos:
Os han de quitar el in,
para que seáis dependientes
y el de, para que pendientes
del amo quedéis al fin.
Víctimas de usura ruin,
ni dientes os quedarán,
porque hasta el di os quitarán;
y ya norteamericanos,
de independientes cubanos
en entes os dejarán.
Fuentes
La Guerra de Cuba (1895-1898) (Antonio Elorza y Elena Hernández Sandoica) / Más se perdió en Cuba: España, 1898 y la crisis de fin de siglo (Juan Pan-Montojo y José Alvarez Junco) / La burguesía conservadora (1874-1931) (Miguel Martínez Cuadrado) / El Desastre en sus textos. La crisis del 98 vista por los escritores coetáneos (Julio Rodríguez Puértolas).
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