Hoy en día resulta algo extraño, al menos en el Primer Mundo, pero hubo una época en la que el precio del pan podía convertirse en motivo para amotinarse.
Ese alimento tan sencillo constituía la base fundamental de la alimentación de la mayor parte de la gente, y un encarecimiento podía suponer el hambre. Por eso a lo largo de la historia han sido muchos los levantamientos populares acaecidos por ello, constituyendo episodios destacados, a veces en el ámbito local y a veces en el nacional.
Uno de los más sonados que tuvieron lugar en España responde a un curioso nombre: Rebomboris del Pá, que en catalán significa los Alborotos del Pan. Se llama así porque el escenario principal de los acontecimientos fue Barcelona, aunque de allí se extendería a otras localidades de Cataluña. Lo más interesante de aquel episodio es que se adelantó por poco a la convocatoria de Estados Generales en la vecina Francia, es decir, a la chispa que llevó a proclamar la Asamblea Nacional y desató la Revolución.
En concreto fue tres meses antes, el 28 de febrero de 1789, coincidiendo con la Revuelta de los Privilegiados galos pero, desde luego, por razones muy diferentes. Si ésta consistió en una negativa tajante de clero y nobleza a aceptar el pago de impuestos para afrontar la inminente bancarrota por la enorme deuda nacional, el problema a este lado de los Pirineos fue más desesperado: una crisis de subsistencias causada por una serie de malas cosechas hizo escasear el cereal y, en consecuencia, produjo la subida del precio del pan.
Lo cierto es que esos malos resultados agrarios no se limitaban a España sino a toda Europa, por lo que tampoco era factible la importación de trigo de otros países, algo que hasta entonces había salvado a Barcelona del hambre. Dado que el coste de ese alimento era una cuestión importante para la vida cotidiana, era el Estado el que lo regulaba y las excepcionales circunstancias obligaron a la Real Audiencia a publicar un edicto encareciéndolo un cincuenta por ciento. Un porcentaje excesivo para la economía de la mayoría de los habitantes y que desató la indignación y la cólera de éstos, máxime cuando la subida incluía también el precio de otros productos alimentarios de primera necesidad como el aceite, el vino y la carne.
Así que, la noche del último día de febrero, el pueblo se echó a la calle al grito de «¡Fora la fam!» (¡Fuera el hambre!). Una multitud, en la que predominaban las mujeres, al fin y al cabo las que se ocupaban de los asuntos domésticos (de hecho, parece ser que fueron ellas quienes exhortaron a los hombres a sumarse), asaltó la panadería municipal (que en la práctica estaba gestionada por arrendatarios de los gremios panaderos) y las barracas de venta del pan, encerrándose a continuación en la Catedral para evitar la acción de la justicia.
Sin embargo, al día siguiente volvieron a reproducirse los incidentes, esta vez con las turbas encaminándose hacia la Pla de Palau, es decir, la principal plaza destinada a actividad comercial, donde se levantaba el Hala dels Draps o Palacio del Virrey (que, curiosamente, antes era el almacén de trigo de la ciudad).
Como era habitual entonces, la protesta no iba contra la Corona sino contra sus representantes: el clásico «¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!” se adaptó aquí a un «¡Visca el Rei, mori lo general!» (¡Viva el Rey, muera el General!), que clamaban aludiendo al capitán general de Cataluña. Sin embargo, él no estaba allí sino que, previendo la situación, se había refugiado en la Ciudadela.
Francisco González de Bassecourt, conde del Asalto, había sido nombrado once años antes y su labor en el cargo hasta entonces se podía calificar de buena: ilustrado convencido, su mecenazgo cultural y el impulso que dio a numerosas obras públicas en Barcelona -entre ellas el barrio del Raval- así lo demuestran. De hecho, aunque era militar de profesión y se había distinguido en la defensa de La Habana ante los ingleses, -de ahí venía su peculiar título-, prefería siempre optar por aplicar mano izquierda a los problemas.
No obstante, intentó devolver el orden a las calles sacando a las tropas y los enfrentamientos resultaron inevitables; no hubo muertos entre los manifestantes pero sí muchos heridos y fallecieron dos soldados. Dado que la guarnición era escasa para hacer frente a las ocho mil personas que se calcula que tomaron parte en la revuelta, se imponía una negociación que facilitó el propio Ayuntamiento implicando a los gremios y al clero (frailes capuchinos) como mediadores.
Como resultado aceptó algunas reivindicaciones, tales como rebajar el precio de los productos afectados por la subida, crear una junta benéfica que se encargara de subvencionar la adquisición de trigo, exigir al Obispado que no gravara la importación cerealística y la adopción de medidas para evitar tanto el acaparamiento de alimentos como la especulación, ya que aquella especie de privatización del servicio de panadería había llevado a que no hubiera un depósito de emergencia (una costumbre que, junto con la citada importación, había evitado hasta entonces las crisis de subsistencia en la ciudad).
Asimismo, se dio el visto bueno también a la liberación de los detenidos la jornada anterior, lo que parecía devolver las aguas a su cauce. Pero no fue así porque a esas alturas el motín se había extendido también a Sabadell, Mataró y Vic. Ello provocó que el día 2 de marzo llegaran a la zona refuerzos y desataran una represión implacable, apoyados por las clases altas barcelonesas en particular y catalanas en general.
Hubo muchísimos detenidos, de los que casi un centenar fue deportado, y se dictaron seis sentencias a pena capital, cinco hombres y una mujer, que fueron ahorcados y descuartizados el 28 de mayo. El capitán general fue destituido por blando, nombrándose en su lugar al veterano Francisco Antonio de Lacy, que había dirigido las operaciones pese a que era bastante liberal.
Lacy no respetó los términos acordados por su predecesor, pero lo que sí se cambió poco después, al año siguiente, fue el sistema de nombramientos municipales: la insaculación (extraer de un saco una bola con el nombre del elegido), una vieja tradición de la Corona Aragonesa (aunque también se usó en otras regiones peninsulares) desde el siglo XIV, que había sido suprimida en 1716 por los Decretos de Nueva Planta, fue reestablecida. Para entonces, Francia se hallaba convulsionada por la toma de la Bastilla y el resto del continente se puso a la defensiva.
Fuentes
Els Rebomboris del Pa de 1789 a Barcelona (Irene Castells) / El Baró de Maldà: materials per a una biografia (Vicenç Pascual i Rodríguez) / Wikipedia.
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