Uno de los grandes daños colaterales que traen las guerras desde siempre es la destrucción del patrimonio cultural, monumental y artístico.

En la Historia hay ejemplos muy conocidos, casi paradigmáticos, como el incendio de Persépolis por Alejandro Magno, la destrucción de la Biblioteca de Alejandría durante la conquista romana de Egipto o las recientes demoliciones llevadas a cabo por el ISIS en Palmira, entre un sinfín más de desastres similares. A veces fue una sola pieza la que desapareció o, al menos, la que aglutinaba el protagonismo, y en ese episodio es inevitable reseñar un caso muy poco conocido pero que debió ser espectacular: el Trono del Pavo Real indio.

Las descripciones que se conservan de ese objeto, tanto las locales (Abdul Hamid Lahori, Inayat Khan) como las facilitadas por los viajeros franceses François Bernier y Jean-Baptiste Tavernier, son impresionantes (aún con discrepancias entre ellos porque tenían que verlo de lejos); una auténtica joya de grandes dimensiones en cuya fabricación se emplearon metales preciosos y gemas destinadas a ensalzar la figura del titular del Imperio Mogol, aquel estado de religión islámica y origen turco que se adueñó del subcontinente indio en el siglo XVI y a lo largo de los siglos siguientes fue extendiendo sus dominios por el golfo de Bengala, la parte montañosa del norte, varios territorios de Asia Central e incluso la región fronteriza oriental de Persia.

El Imperio Mogol en su máxima extensión (y otros territorios europeos en el subcontinente indio)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La etapa clave en esta historia es la subida al trono mogol en 1628 de Kurram, el hijo del fallecido gran mogol Yahangir, que pasó a la posteridad adoptando el nombre de Shah Yahan. Con él empezó la era dorada de los mogoles, con capital en Shahjahanabad (la Vieja Delhi), donde su Fuerte Rojo era una maravilla que combinaba la solidez de una fortaleza con la exquisitez de una residencia propia de tan poderosa dinastía. Con una eficaz administración, unos impuestos inacabables y la consiguiente afluencia de riqueza, al igual que había pasado en Constantinopla siglos atrás, la corte estaba concebida para deslumbrar a embajadores y dignatarios visitantes, de manera que éstos quedaran epatados ante su opulencia y poder. El trono, ubicado en la Sala de Audiencias, era la guinda del pastel.

Los mejores orfebres fueron reunidos para hacer aquella maravilla, en la que emplearon -según cuentan quienes lo llegaron a ver- más de una tonelada de oro puro y todo tipo de piedras preciosas, desde rubíes a esmeraldas, pasando por zafiros, diamantes, perlas… Baste decir que estaba rematado por el famoso Koh-i-Noor, la Montaña de Luz, un diamante de 108 quilates extraído de las minas del estado de Andra Pradesh y que entonces era el más grande del mundo, además de otras gemas destacadas que sumaban un total de doscientos treinta kilos. El poeta Muhammad Qudsi escribió unos versos que fueron reproducidos en jade e incrustados en la pieza.

Shah Yahan en el Trono del Pavo Real/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Tamaña exuberancia, descrita como «la grandiosidad que empobrece los cielos», contrastaba con el trono de su predecesor, que era de mármol negro y formas muy sencillas. De hecho, no era un simple asiento sino más bien una especie de palanquín, una cama de 1,8 metros de largo por 1,2 de ancho, con cuatro o seis patas y dosel sostenido por una docena de columnas tachonadas con perlas que, según se dice, habría costado el doble que la construcción del mismísimo Taj Mahal. El nombre, que en realidad se le dio posteriormente, deriva de los motivos decorativos, pues el ave que conocemos como pavo real era originaria de la India y por su aspecto majestuoso siempre estuvo asociada iconográficamente a la realeza como símbolo del sol.

El caso es que la joya fue inaugurada oficialmente en 1635, coincidiendo con el séptimo aniversario de la subida al poder de Shah Yahan y con el Eid al-Fitr (el final del Ramadán), siguiendo el consejo de los astrólogos de la corte. Este emperador no sólo expandió su territorio sino que fue un auténtico impulsor del arte; el citado Taj Mahal también se le debe a él (fue el mausoleo de su esposa), al igual que los espléndidos jardines de Lahore. Tras su muerte le sucedió su hijo Aurangzeb y luego su nieto Bahadur Shah, tras quien llegó la decadencia y la inestabilidad en el poder que hicieron declinar progresivamente el Imperio Mogol hasta que la vecina Persia aprovechó la gran ocasión.

El 13 de febrero de 1739 las tropas de Nader Shah, el fundador de la dinastía afshárida y apodado el Napoleón persa (aunque él se presentó en la India como seguidor de Alejandro), derrotaron a las indias de Muhammad Shah en la batalla de Karnal, entrando en Shahjahanabad y saqueándola. Treinta mil personas fueron pasadas a cuchillo y cuando Nader Shah ordenó el regreso a Isfahán tres meses después se llevó consigo un fabuloso botín en el que, por supuesto, no podía faltar el fastuoso trono. En el verano de 1797 el déspota Nader Shah fue asesinado en una conjura palaciega organizada por chiíes que auparon a su sobrino y se perdió el rastro del Trono del Pavo Real, probablemente desmantelado para repartir sus riquezas. El propio Nader Sha le había desengarzado ya algunas para incorporarlas a las joyas de la corona persa.

El persa Nader Shah en el trono/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Durante mucho tiempo circularon leyendas sobre el destino final del trono. Una de ellas lo identifica con el regalo que se le envió al Imperio Otomano y otras se refieren a él en el Irán de tiempos posteriores, aunque parece ser que se trataba más bien de réplicas que en ningún caso alcanzaron el nivel de exuberancia original. De hecho, los rumores más modestos en ese sentido aluden a que sólo algunas partes sueltas del Trono del Pavo Real se utilizaron en esas reconstrucciones, pero los historiadores y arqueólogos también niegan la veracidad de esas hipótesis.

Más aún: los propios mogoles fabricaron un nuevo trono tras irse los persas y al parecer era muy similar al otro; lamentablemente también se perdió, no se sabe si durante el Motín de los Cipayos o la represión británica posterior. Lo único que queda es el pedestal de mármol, que todavía se exhibe actualmente.

Sabemos asimismo que ha sobrevivido alguno de los diamantes y piedras preciosas que lo adornaban, muchos de los cuales eran tan considerables que tenían nombre propio: por ejemplo el Akbar Shah (un diamante de 95 quilates que reapareció en Turquía en 1866 rebautizado como Shepherd’s Stone y del que la última noticia es que está en manos de una rica familia india), el Shah (otro diamante, éste de 88,7 quilates, que formó parte de las joyas de la familia real rusa y hoy se conserva en el Kremlin) o el Timur (un rubí que la Compañía de las Indias Orientales regaló a la reina Victoria tras anexionarse el Punjab). La magnificiencia desgranada.


Fuentes

The Peacock Throne: The Drama of Mogul India (Waldemar Hansen) / Emperors of the Peacock Throne: The Saga of the Great Mughals (Abraham Eraly) / Taj Mahal III. La princesa en la sombra (Indu Sundaresan) / El jardín del fin: nn viaje por el Irán de ayer y hoy (Ángela Rodicio) / Wikipedia.


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