Una de las cosas más sorprendentes del Imperio Español fue que, a despecho de la cantidad de enemigos que se coaligaron siempre para derribarlo, consiguió ir superando esos trances para durar prácticamente más de tres siglos. Pero ello no impidió que siguieran surgiendo intentos, resultando especialmente curiosos los que eran fruto de la iniciativa personal: el presunto plan de independizar Andalucía del duque de Medina-Sidonia, la huida hacia adelante rematada en sedición abierta y desafiante de Lope de Aguirre, las quejas que no fueron escuchadas y terminaron en insurrección armada de Tupac Amaru… Ahora bien, probablemente ningún intento tuvo las características grotescas, casi cómicas de no ser por la tragedia humana, como el que protagonizó el inefable Pedro Bohórquez a mediados del siglo XVII.

La historia de Bohórquez combina la picaresca típica de la España de entonces -ésa que quedó patente en el Lazarillo de Tormes, el Guzmán de Alfarache o el Buscón, por citar sólo los libros más afamados- con cierta épica burlesca que la entroncaría más con El hombre que pudo reinar de Kipling. Porque el tipo no dejaba de ser un caradura, un buscavidas nacido en Arahal en 1602, dicen que seguramente de origen morisco, y al que, pese a ser de extracción campesina, los jesuitas enseñaron a leer y escribir en su escuela gaditana.

Sin embargo su entrada en la Historia empezó más tarde, a los dieciocho años de edad, cuando se embarcó para América, probablemente huyendo de alguna trapacería. El caso es que arribó a Pisco, en el Perú, en 1620; como todos, iba en busca de fortuna fácil pero el sueño de las Indias dejó y dejaría más frustrados que afortunados y él no iba a estar entre los segundos, así que puso en práctica su gran habilidad: el engaño y la estafa. Gracias a esas dotes fue saliendo adelante pero sin conseguir enriquecerse y viéndose en la necesidad, a menudo, de huir de la justicia de localidad en localidad.

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Pasó por Quinga Tambo, donde se casó con la zambaiga (hija de zambo e indígena) Ana Bonilla, y por Huancavélica, donde los alguaciles estuvieron a punto de apresarlo y sólo se libró al esconderse entre los indios de la puna. Así fue cómo entabló relación con ellos por primera vez y, quizá, donde oyó la leyenda de Paititi, un mítico y rico reino preincaico perdido en el sur de la Amazonía cuyo descubrimiento ya había subyugado anteriormente a conquistadores como Sarmiento de Gamboa, por ejemplo. Demasiado jugoso para dejarlo pasar, así que en 1629 intentó liar al nuevo virrey para organizar una expedición a las fuentes del río Marañón (el nombre que se daba entonces al Amazonas).

El virrey, Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, picó cediéndole cuarenta hombres y considerables recursos materiales pero la cosa no terminó bien; la misión vagó durante semanas y la tropa, harta, obligó a regresar, por lo que el virrey consideró que aquello era una tomadura de pelo y nuestro protagonista tuvo que huir una vez más. Se refugió en Potosí, donde se hizo amigo de un sacerdote llamado Alonso Bohórquez y del que se hizo pasar por sobrino. Así fue como cambió oficialmente de apellido, ya que el suyo auténtico era Chamijo (o Clavijo). Inasequible al desaliento, volvió a intentar la misma jugada marañona en 1639 y 1648 con los dos siguientes virreyes; en ambos casos con el mismo resultado y la última tentativa, además, le supuso el destierro a Valdivia.

El virrey  Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla
El virrey Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla

Por supuesto, se fue de aquel desolado lugar en cuanto pudo y, atravesando los Andes, pasó por Mendoza para recalar en San Miguel de Tucumán. Era la capital de una gobernación fronteriza que en ese momento vivía un período de relativa calma pero donde habitaban los indios calchaquíes, de etnia dieguita y fiereza demostrada, que apenas habían podido ser dominados por los incas y luego se habían resistido a la conquista española con uñas y dientes en dos largas guerras entre 1560 y 1637. Lamentablemente para todos, sobre los calchaquíes circulaba la leyenda de que conocían fabulosos yacimientos de oro y plata. Eso resonó en los oídos de Bohórquez como repique de campanas y su febril imaginación se puso en marcha una vez más.

Por sus antecedentes y al ir acompañado de su mujer, sabía cómo tratar con los indios. El caso es que consiguió hacerse amigo del cacique Pedro Pinguanta y convencerle para que le permitiera negociar con el gobernador el que los españoles les dejaran tranquilos a cambio de que le confiara el emplazamiento de los metales preciosos. Pinguanta no sólo aceptó sino que incorporó al resto de caciques calchaquíes al trato, confiriéndole la autoridad de un líder; más tarde los cronistas españoles dirían que se presentó como nieto de Atahualpa y se hizo llamar Inca Hualpa, algo en lo que los indios le seguían el juego por interés propio, porque en realidad los calchaquíes, como hemos visto, no se habían sometido al imperio incaico de buen grado.

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Jugando a dos bandas, Bohórquez contactó con varios jesuitas a los que prometió tener la clave para evangelizar a los remisos indígenas y ellos le consiguieron audiencia con el gobernador. La reunión se celebró en Pomán en 1657 y aquel pícaro se presentó ataviado con los atributos de un monarca nativo, llevado en andas sobre un palanquín en compañía de un centenar de caciques. Tal exhibición logró convencer a los españoles de su ascendencia y le concedieron el derecho de ser tratado de Inca, además de nombrarle Justicia Mayor y Capitán General; sólo el obispo desconfió pero no pudo hacer nada ante la seductora idea que se extendió de hacerse con los famosos yacimientos y llevar a los indios al redil encomendero. Hubo dos semanas de fiesta con toros y teatro.

Bohórquez estableció su corte en Tolombón, fortificándola y organizando un ejército. Por increíble que parezca, aquel montaje duró un par de años pero al final llegó a oídos del virrey, quien no vio la cosa con tanta ilusión como el gobernador y la consideró peligrosa, por lo que mandó arrestar a Bohórquez. Ahora bien, éste no estaba dispuesto a renunciar a su empresa y tomó la gran decisión: levantarse en armas. Al frente de medio millar de guerreros calchaquíes y paciocas atacó el fuerte de Andalgalá para luego, engrosadas sus tropas con seis mil hombres más, volverse contra Salta y Tucumán. Sin embargo fue derrotado al intentar tomar el fuerte de San Bernardo y sus seguidores terminaron renegando de él. Tuvo que escapar de ellos y en 1659 se entregó al gobernador.

El daño estaba hecho y la que se conoce como Tercera Guerra Calchaquí no terminaría hasta 1667, con desastre final para los indígenas, que fueron deportados a la Pampa y esclavizados. Para entonces su iniciador, en un alarde de audacia, había obtenido un indulto de la Audiencia de Charcas. Pero al descubrirse que estaba preparando secretamente otro intento de sedición se le encarceló y trasladó a Lima, donde, tras un largo proceso que duró varios años, terminó ejecutado en el garrote; su cabeza fue exhibida en una pica para dar ejemplo, según la costumbre. Así terminaron las andanzas de aquel inaudito pícaro; qué gran película hubiera hecho John Huston con este material.


Fuentes

El Historiador / El falso Inca (Roberto J.Payró) / Wikipedia / Pedro Bohorquez: el Inca del Tucumán (Teresa Piossek Prebisch) / Spanish King of the Incas: The Epic Life of Pedro Bohorques (Ana María Lorandi)


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