La zarina Yekaterina Alekséyevna fue, sin duda, una de las más importantes gobernantes de Rusia. Superando el hecho de ser extranjera (una princesa prusiana que se casó con el futuro Pedro III), llegó al trono al encabezar un golpe de estado contra su propio marido, asumiendo ella misma la corona con el apoyo de su amante, el príncipe Grigori Potemkin, y desarrollando un reinado expansionista e ilustrado. De ahí el sobrenombre con el que ha pasado a la Historia: Catalina II la Grande. Un personaje de altura que, acorde con sus dimensiones, acumuló en torno a sí toda una colección de leyendas y habladurías, algunas simples bulos pero otras ciertas.
Catalina ostentó el poder treinta y cuatro años, entre 1762 y 1796, haciendo alarde de unas dotes políticas excepcionales que, en cuestiones internas, aplastaron todo intento de rebelión y fomentaron las artes y las letras en una continuación de la labor modernizadora y occidentalizadora iniciada por Pedro el Grande unas décadas antes.
En el exterior, el territorio nacional se amplió extraordinariamente con la anexión de Bielorrusia, Lituania, Crimea, Nueva Rusia (la costa norte del Mar Negro) y Curlandia (oeste de Letonia), además de derrotar al Imperio Otomano en dos guerras sucesivas y repartirse Polonia con Austria y Prusia.
Todo ello no era incompatible con una vida privada que escandalizó a la sociedad rusa, atribuyéndosele una veintena larga de amantes, la mayoría muy jóvenes, lo que asombraba aún más (alguno de dieciséis años), a los que promocionaba profesional, social y económicamente durante y después de la relación. Ello le valió el mote de Mesalina del Newa y el disparatado mito de que falleció aplastada mientras copulaba con un caballo (en realidad el óbito fue casi igual de patético: una apoplejía tras un esfuerzo en el retrete), extendiéndose los chismes al propio Potemkin, de quien se decía que era quien le proporcionaba chicos. Claro que, cuando se separaron, el príncipe se casó con una jovencísima dama y corrió el rumor de que una celosa Catalina envió policías disfrazados con ropas femeninas para poder acceder a su hogar y azotarla en presencia del marido; por supuesto, no hay prueba alguna de ello.
Es difícil establecer cuánto hay de verdad y cuánto de difamación sobre Catalina la Grande. Algunos contemporáneos, como la condesa Praskovya Bruce, la acusaron de someter a todo candidato a un puesto a una noche con ella antes de ser aceptado. Sin embargo, se sabe que esta aristócrata rivalizó con la zarina por el amor de Rimsky-Korsakov, padre del famoso músico, por lo que su testimonio parece más bien fruto de los celos. Ahora bien, sí es cierto que Catalina tenía un desmedido apetito sexual; lo demuestra la nómina de hombres que acreditó, algún que otro hijo ilegítimo y, sobre todo, una inaudita habitación personal del palacio de Gátchina.
Éste inmueble de estilo italianizante, ubicado en la ciudad homónima que se encuentra al sur de San Petersburgo, había sido construido por el conde Grigori Grigórievich Orlov, uno de los amantes de Catalina, a quien ella había regalado el terreno por su apoyo al golpe de estado en el que había tomado el poder. Orlov murió en 1783 y Catalina se quedó con el palacio, regalándoselo al Gran Duque Pablo, su propio hijo y futuro zar. El lugar sufrió daños considerables durante el sitio de Leningrado, en la Segunda Guerra Mundial.
Los soviéticos intentaron poner a salvo todas las obras de arte pero no les dio tiempo y buena parte tuvieron que esconderse o enterrarse ante la posibilidad de un saqueo por parte de los nazis, que efectivamente, se llevaron y/o destruyeron todo lo que pudieron: «Aquí estuvimos. No volveremos. Si viene Iván, todo estará vacío» dejaron escrito sardónicamente en una placa que, ésa sí, aún se conserva.
Pues bien, en ese palacio Catalina mandó hacer una peculiar cámara decorada con motivos eróticos: no sólo pinturas y tapices, sino también mobiliario con decoración tallada pornográfica, sillas diseñadas para practicar sexo, relieves fálicos y muchas más cosas que ya sólo conocemos por referencias, puesto que un incendio terminó con la mayoría y redujo a cenizas la estancia, entre otras zonas. Sobreviven algunas pocas piezas y algunas fotografías en blanco y negro de la docena que realizaron en su momento los soldados. Una lástima porque, con toda seguridad, hoy en día sería el rincón estrella para los visitantes.
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