Los seguidores de la serie televisiva American Horror Story seguramente se habrán quedado sorprendidos con uno de los personajes aparecidos en la tercera temporada, estrenada en 2013 bajo el subtítulo Coven con la brujería y el vudú del Nueva Orleáns decimonónico como escenario. Me refiero al interpretado por la actriz Kathy Bates, que encarna a una dama sureña llamada Delphine Lalaurie. No se trata de un rol de ficción porque Lalaurie existió realmente, para desgracia de los esclavos que tuvieron que sufrirla.
Nació en 1780 de una familia irlandesa apellidada Macarty y emigrada a América pero con holgada situación económica, de manera que sus padres y sus cuatro hermanos se movieron siempre en los círculos de la alta sociedad de Luisiana. De hecho, la joven Delphine se casó en el verano de 1800 con un caballero español, Ramón de López y Angulo, cónsul general de nuestro país en aquel estado.
En 1804 el diplomático fue convocado por el gobierno de Madrid y el matrimonio cruzó el Atlántico en un viaje en el que pasaron muchas cosas: Delphine, que estaba embarazada, dio a luz a bordo del barco y después llegó a conocer a la reina, que por entonces era la primera esposa de Fernando VII, María Antonia de Nápoles; en cambio su marido, según algunas fuentes, pereció durante la travesía, en La Habana.
Así, la viuda regresó a Nueva Orleáns y en 1808 contrajo nuevas nupcias, esta vez con el acaudalado magnate Jean Blanque, con quien tuvo otras cuatro hijas. Blanque era anciano y duró poco, apenas ocho años, de modo que, habiendo enviudado de nuevo, Delphine buscó un tercer marido, esta vez más joven que ella: el médico Leonard Louis Nicolas Lalaurie, que a la postre fue quien le dejó el apellido con el que pasó a la historia. Los Lalaurie vivían -no muy felices, por lo que se cuenta- en una imponente mansión de tres plantas y estilo colonial francés en pleno centro urbano, alternando con los círculos neo-orléanaises más granados.
Pero el 10 de abril de 1834 un accidente fortuito echó abajo el castillo de naipes. En aquella fabulosa residencia, que estaba en el número 1140º de Royal Street (y aún sigue en pie, aunque con un aspecto diferente por las sucesivas restauraciones por los usos diversos que tendría), se declaró un incendio que no la llegó a afectar más que levemente pero que obligó a intervenir a los bomberos locales, quienes cuando lograron dominar el fuego y entraron a la cocina, foco inicial, se encontraron con una desagradable sorpresa, pronto ampliada al inspeccionar el resto del edificio.
Atada por el tobillo al horno había una vieja esclava negra medio asfixiada por el humo que declaró haber sido la causante para intentar suicidarse, ya que la iban a subir al ático para ser castigada por una falta y nadie había vuelto a salir de allí. El pánico ante ese futuro, tan grande como para elegir un final así, se explicaba con el espeluznante panorama descubierto en aquella estancia superior, cuya puerta fue necesario derribar al estar cerrada con llave: colgados del techo mediante argollas en el cuello había siete esclavos aún vivos pero en penosas condiciones, mutilados y con signos claros de tortura.
Según dijeron luego al juez Jean-Francois Canonge, que visitó personalmente aquel infernal sitio, llevaban así cuatro meses. Heridos, esqueléticos, con la espalda llena de cicatrices por los latigazos recibidos, dos de aquellos infortunados fallecieron poco después de su liberación. Los otros fueron trasladados a la cárcel, no como prisioneros sino para dispensarles cuidados médicos, donde les visitaron miles de personas que no acababan de dar crédito a aquella macabra historia. La visión enardeció a la gente, que asaltó la mansión y tuvo que intervenir la policía; el matrimonio se hallaba ausente pero una de las hijas estuvo a punto de ser linchada..
El caso es que los testimonios sobre el trato dispensado por el matimonio a sus esclavos eran confusos e incluso contradictorios. Al menos en público, Delphine mostraba su lado más amable, se preocupaba por su bienestar e incluso manumitió algunos, según los registros documentales; pero, a la vez, ya habían circulado rumores sobre todo lo contrario, con alusiones a una joven esclava que se había arrojado desde una ventana para huir del látigo o golpes y castigos salvajes por motivos nimios. El catálogo de horrores es amplio, aunque resulta difícil establecer qué es cierto y qué leyenda; eso sí, el acta del juez pone los pelos de punta: amputaciones cosidas, collares de púas, lavados con sangre… El museo de cera local recrea el asunto.
Ante todo esto, el doctor Lalaurie se portó de forma arrogante e impertinente con el magistrado, al que sugirió que no se metiese en los asuntos ajenos. Se supone que a éste no le haría gracia el tono y, consecuentemente, abrió un proceso público que tuvo considerable seguimiento popular. Se ordenó excavar en los jardines, donde fueron exhumados varios cadáveres; del fondo del pozo se sacó otro más, correspondiente a un niño. Los hallazgos exaltaron aún más a la gente y fue necesario seguir a puerta cerrada.
No están claras las circunstancias exactas pero, al parecer, la familia se las arregló para escapar en algún momento en medio de la turbamulta habitual, refugiándose primero en Alabama, donde el doctor se separó de su esposa. Ésta dejó a las hijas a cargo de unos familiares y embarcó hacia París. Allí moriría el 7 de diciembre de 1842, con sesenta y siete años, según las habladurías en un accidente de caza con un jabalí. Para entonces ya formaba parte de la historia negra de Estados Unidos, acrecentada en los años siguientes con la profusión de relatos cada vez más sádicos y explícitos -también más inverosímiles- sobre sus actividades criminales.
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