Si hablamos de trescientos espartanos resulta casi inevitable pensar en el ejército de Leónidas y su numantina resistencia en el Paso de las Termópilas, junto a sus aliados, para intentar frenar el avance de los invasores persas de Jerjes. Hoy no hay nadie que desconozca esta historia, al menos en términos generales, gracias al poder del cine.
Sin embargo, esta vez vamos a hablar de otros espartanos. También eran tres centenares, pero sus enemigos no venían de Persia sino que eran griegos como ellos; de Argos.
De hecho, este capítulo tuvo lugar en el año 545 a.C; por tanto, antes que el otro, que ocurrió en el año 480 a.C, en el contexto de las Guerras Médicas. Para entenderlo hay que ser consciente de que la Grecia Antigua carecía de unidad y estaba constituída por multitud de ciudades-estado que solían estar a la greña, agrupadas por alianzas, por la hegemonía territorial y comercial. Esta inestable situación explotaría más tarde, durante la Guerra del Peloponeso, pero no faltaron episodios esporádicos previos. La Batalla de los 300 Campeones, que enfrentó a Esparta y Argos fue uno de ellos.
El casus belli fue el control de los llanos de Tirea, una zona de la península del Peloponeso que formaba parte de Arcadia y que servía de tapón entre la Laconia y la Argólida, además de tener una valiosa salida al mar. Así pues, un terreno estratégico que, consecuentemente, ambicionaban ambos estados. Su ocupación por parte de los espartanos llevó a los argivos a ponerse en pie de guerra, reavivando la larga tradición de enfrentamientos entre ambos por ese emotivo. Hasta entonces, escaramuzas periódicas y una batalla en el 669 a.C. (Hysias, en el contexto de la Segunda Guerra Mesenia, en la que se pudo ver por primera vez una falange) habían dado ventaja a Argos, pues Esparta aún no era la potencia militar que sería después.
Sin embargo, ambos bandos se encontraban agotados con aquella sangría constante, por lo que pactaron solventar su rivalidad de una forma diferente: un combate en el que, en lugar de ejércitos completos, lucharían sólo sendos contingentes de trescientos hombres escogidos. El vencedor quedaría dueño de los llanos de Tirea y se ahorrarían miles de vidas. Eso sí, los contendientes deberían emplearse a fondo, sin margen para descanso o atención a los heridos. Sería como un duelo a muerte y el más débil perdería hasta el último hombre.
Los dos ejércitos se retiraron para evitar incidentes y el día señalado, según cuenta Heródoto en su obra Los nueve libros de la Historia, se presentaron en el campo las selecciones; se pueden llamar de esa maneraí, ya que cada una estaba integrada por los mejores hoplitas. Eran los campeones que, a la postre, dieron nombre a la batalla, tratándose ésta de una versión avanzada de los combates singulares, que en otros tiempos y otras culturas, sin llegar a ser frecuentes, tampoco resultaban raros: hay referencias muy conocidas -al margen de su historicidad-, como las de David y Goliath, Héctor y Áyax, Turno y Eneas o Laro y Escipión.
Tras los correspondientes sacrificios religiosos, argivos y espartanos lucharon cruentamente hasta la extenuación. Al caer el último espartano, aún seguían en pie dos de sus adversarios que, agotados, hicieron una rápida batida para asegurarse de su victoria y emprendieron el camino de regreso a Argos para dar la buena nueva. Pero Alcenor y Cromio -tales eran sus nombres- cometieron un error, pues un hoplita espartano llamado Otríades estaba malherido, aunque aún vivo.
Al haberse ido los dos argivos, él era el último en quedar en el campo de batalla y, por tanto, el verdadero ganador. Otríades murió allí mismo, pero tuvo tiempo de avisar a los ilotas encargados de llevar su equipo o, según cuenta la leyenda, de escribir la situación sobre un escudo con su propia sangre.
Una versión dice que el hoplita se suicidó al saberse único superviviente, por la vergüenza que ello suponía; otros creen que su estado era ya crítico y por eso los argivos no se percataron de que aún respiraba. También que en un esfuerzo postrero colocó a sus camaradas muertos en formación y él ocupó en ella su puesto, encontrándosele así. En cualquier caso, mientras Argos se declaraba vencedora ante el resto de Grecia, Esparta hacía otro tanto argumentando que Otríades había muerto por su propia mano, no por una espada argiva. Dicho de otra manera, la Batalla de los Campeones no solucionó nada.
Laconia levantó un altar a Niké (diosa de la victoria) en el lugar donde murió su último hombre y la Argólida se sintió insultada por ello; en consecuencia, ambos bandos enviaron de nuevo a sus ejércitos a matarse y esta vez participando todos. Curiosamente, Heródoto dice que la moda lacedemonia de barba sin bigote y pelo largo nació en aquel momento, con la promesa de no cortarlo hasta obtener el triunfo; en realidad, se trataba de una pervivencia de la era arcaica para identificar a la nobleza (en ese sentido, Aristóteles consideraba que la melena resultaba difícilmente compatible con el trabajo manual).
Al final se impuso Esparta, que a lo largo de los años siguientes fue conquistando Tirea y empezó a despegar como potencia, conquistando las ciudades de Figalia, Hira, Pilos, Modona y Tegea, entrando incluso en la Argólida y asaltando la capital, donde llevaron a cabo el brutal exterminio de su población masculina para asegurarse de que nunca más darían problemas. Así fue hasta que brotó otro conflicto en el 420 a.C, ya en plena Guerra Arquidámica (la primera de las que se agrupan bajo la denominación Guerras del Peloponeso); los argivos volvieron a proponer un desafío para un nuevo combate singular, pero para entonces Esparta era una potencia y no tenía nada que ganar luchando así, por lo que declinó el ofrecimiento.
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