En la lista de españoles históricos singulares y raros, ésos a los que Menéndez y Pelayo llamaba los heterodoxos, tendría un hueco por derecho propio un personaje algo excéntrico que pese a vivir ya en el siglo XIX se labró una bien merecida fama como duelista, alcanzando tal nivel que hubiera dejado en mantillas a los de Joseph Conrad. Se trata de Don José Llulla.
Llulla, al que siempre se conoció popularmente como Pepe, nació en Mahón (Menorca) en 1815, un año muy significativo que simbolizaba la muerte de todo un mundo: Napoleón era derrotado definitivamente en Waterloo y el Congreso de Viena abría un nuevo período, mientras en América los ejércitos realistas dominaban las insurrecciones emancipatorias y Bolívar explicaba el porqué de ese fracaso en su célebre Carta de Jamaica.
También era el inicio de aquella corriente estilística conocida como Romanticismo, donde imperaba el sentimiento frente a la razón y todo se poblaba de amores imposibles, fantasmas y suicidios; los duelos vivieron así un glorioso resurgir, previo a su canto del cisne.
La vida de Llulla fue la de un aventurero propio de esos tiempos: se embarcó como marinero y visitó el Polo, transportó esclavos y, entre unos avatares y otros, a los veinte años de edad terminó afincándose en Estados Unidos. No en una ciudad cualquiera sino en Nueva Orleans, una rareza dentro de un país peculiar porque era una metrópoli de origen francés aunque españolizada luego; cosmopolita, pues, de hondo espíritu europeo y población variopinta, algo que incluía multitud de culturas y razas así como el lumpen propio de un puerto de mar. Y donde hay tal diversidad suele haber líos también.
Para sobrevivir en la selva urbana, donde se disputaban duelos a diario y hasta se disponía de un lugar habitual para ello (el robledal The Oaks), aquel español en tierra extraña se apuntó a una de las muchas salas de esgrima que había abiertas y tuvo como maestro a una figura de la espada: el alsaciano L’Alouette. Llulla se reveló como un discípulo aventajado y no tardó en adquirir categoría, no sólo con las armas blancas sino también con las de fuego e incluso el pugilismo. Tanto como para hacer demostraciones de puntería que envidiaría el mismísimo Guillermo Tell si hubiera podido disparar una pistola alguna vez. En no mucho tiempo, el alumno superó al maestro de la foma más épica posible -derrotándole en una pelea de exhibición- y ocupó su lugar al frente de la escuela.
Con semejante capacidad defensiva, Llulla se autogarantizaba su futuro profesional como encargado de la seguridad de los locales donde estaba contratado ad hoc. Sin embargo, pese a lo que pudiera parecer, no era el clásico pendenciero en busca de constante pelea; al contrario, su carácter resultaba insólitamente tranquilo y flemático, lo que combinaba con una enjuta apariencia y elegancia en el vestir que le debían dar un aire al John Carradine de La diligencia. Un tipo discreto, en suma, que muy bien podría formar parte de ese grupo de característicos protagonistas lacónicos creados por Pérez-Reverte.
Por añadidura tenía los pies en el suelo, lo que le permitió ir prosperando poco a poco: primero adquirió el bar donde trabajaba y luego fue ampliando su horizonte con negocios diversos (inmobiliarios, ganado, un aserradero, barcos…), que le enriquecieron hasta el punto de poder comprar su propia isla, Grand Terre, situada en lo que hoy es Jefferson Parish (Luisiana), antaño escondite del famoso pirata Jean Lafitte.
No obstante, no fue el buen ojo de Llulla para progresar lo que le dio fama sino su participación en lances de honor, acumulando tantos a lo largo de su vida que acaso tenga un récord porque lo normal era que los duelistas contumaces terminaran encontrando algún día a un oponente mejor que ponía final a sus carreras; pero, en su caso, nadie fue capaz de derrotarle. Encima manejaba de todo: espada, pistola, cuchillo Bowie, escopeta…; una vez incluso aceptó un enfrentamiento a machete, aunque luego no se concretó.
Y eso que, quizá consciente de su superioridad, procuraba evitar enfrentamientos, gracias a lo cual no sólo eludió más de los que protagonizó sino que, a menudo, muchos bravucones salvaron su integridad física porque ellos mismos no se presentaban; no era lo mismo retar a aquel misterioso español en plena borrachera que cuando se habían disipado los vapores etílicos (Llulla, por cierto, era abstemio). Pero eso tampoco quiere decir que rehuyera los desafíos necesariamente; como se suele decir, quien se empeñaba en buscarle acababa por encontrarle y encontrarse con el filo de una espada en el cuello… o en un botón de la camisa previamente señalado, según se cuenta.
Por eso, como se ve, no tardó en forjarse en torno a su persona un aura legendaria según la cual venían duelistas de todo el país a batirse con él, o se enfrentaba a puño limpio con marineros camorristas, o coleccionaba las armas de los adversarios caídos, o incluso tenía un cementerio privado donde enterraba sus cuerpos.
Algunas de esas historias tenían base real, pero ya sabemos que este tipo de cosas tiende a la hipérbole (por ejemplo, sí es cierto que peleó con varios marinos simultáneamente, como lo es que había comprado el camposanto de St. Vincent de Paul, en Louise Street, aunque como negocio). La leyenda engordó debido a que un centenar de veces fue solicitado para asistir como padrino de amigos y conocidos. Aún así, se sabe que disputó una treintena de lances, todos victoriosos.
Ya bien entrada la segunda mitad del siglo XIX empezaron a producirse en Cuba los primeros amagos de emancipación ante la inmovilidad de los gobiernos españoles, que mantenían un rígido sistema esclavista para la producción azucarera y habían aparcado sine die la legislación especial que en su momento propugnó para la isla la Constitución de 1837. Estados Unidos no ocultaba su interés en hacerse con aquella perla que competía victoriosamente con sus propias plantaciones e incluso llegó a hacerse una oferta oficial de compra al gobierno de Prim.
En tal contexto, y dada su ubicación geográfica, Nueva Orleans se convirtió en un escenario de enfrentamientos entre los partidarios de la independencia cubana y quienes defendían su españolidad a ultranza.
Llulla estaba entre estos últimos e hizo de ello una auténtica militancia, salvando -espada y pistola en ristre- al cónsul español de un intento de linchamiento en 1853. Eso le supuso ser nombrado caballero de la Orden de Carlos III (y recibir como obsequio un retrato, que apreciaba mucho, bordado con pelo de las mujeres hispanas de La Habana), pero también ganarse un montón de enemigos extra (algo agravado porque se había manifestado a favor de la Unión en la Guerra de Secesión viviendo en un estado del Sur).
Se vio arrastrado así a una espiral de violencia en la que los procubanos intentaron matarle varias veces, bien en emboscadas que terminaban inexorablemente con el óbito de los asesinos, bien en duelos (con un mercenario austríaco llamado Meyer al que fulminó de un único disparo a treinta pasos), bien en un intento de asalto nocturno a su casa por parte de una multitud que él puso en fuga a tiro limpio desde el porche.
La situación estaba tan candente que Llulla decidió dejarla definitiva y expeditivamente zanjada con la publicación en prensa de un anuncio en el que retaba a cualquiera que pusiera en duda la españolidad de Cuba; anuncio al que, por supuesto, nadie osó responder. El menorquín, acaso por suerte para él, no vivió lo suficiente para asistir a la guerra hispano-estadounidense y a la consiguiente pérdida de Cuba y todo el imperio de ultramar.
Falleció diez años antes, en 1888, y no de forma violenta sino por enfermedad, en su hacienda de Grande Terre. Tenía setenta y tres años y dejaba esposa y una hija; había tenido otro vástago, muerto en 1863, junto al que fue enterrado en el cementerio de su propiedad. Hoy es una figura recordada en Estados Unidos pero olvidada en su país natal.
Vía: Headstuff.
Fotos: Headstuff.org, eskrima.ws y Wikipedia.
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