Mucho antes de que el explorador francés René Caillé inscribiera su nombre con letras de oro en la Historia por haber sido el primer europeo en entrar en Tombuctú (en 1828), disfrazado de mercader árabe, y salir para contarlo, ya hubo españoles que lo habían logrado; se le adelantaron más de dos siglos y la única diferencia es que él fue el primero no musulmán. Pero más de uno se estará preguntando quiénes fueron esos predecesores.
Cuando Boabdil rindió Granada a los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492, el acuerdo, que se hizo efectivo dos meses después, incluía una serie de condiciones por las que los monarcas se comprometían a respetar el modo de vida de los musulmanes granadinos: conservarían sus autoridades, leyes, vestuario, propiedades y religión. Isabel y Fernando cumplieron su palabra durante ocho años, pero la llegada del cardenal Cisneros a la Cancillería Mayor de Castilla provocó un cambio radical. Decidido a acelerar la evangelización que fray Hernando de Talavera llevaba lentamente, el cardenal trocó la mano izquierda que empleaba su colega por la imposición y los musulmanes pasaron a ver restringidas esas libertades prometidas: se les gravaron fuertes tributos, se prohibió su lengua y en 1502 una pragmática decretó la conversión forzosa al cristianismo so pena de expulsión.
Así, los mudéjares pasaron a conocerse como moriscos y, aunque estaban repartidos por casi toda la Península Ibérica, se concentraban principalmente en Andalucía y Levante. Por supuesto, a pesar de las leyes y de la conversión oficial impuesta, siguieron hablando su idioma y mantuvieron costumbres y creencias, en parte gracias a la colaboración económica que prestaron a Carlos V. Pero con la subida al trono de Felipe II volvieron a cambiar las cosas: la simpatía de los moriscos por los piratas berberiscos y la rivalidad con los campesinos cristianos llevaron a nuevas prohibiciones que terminaron produciendo la Rebelión de las Alpujarras, duramente reprimida y que supuso deportaciones masivas de moriscos a otros reinos peninsulares.
La expulsión de aquellos pocos cientos de miles de personas era una solución que estuvo siempre presente en los gobiernos, recordando la de los judíos un siglo y medio atrás, pero que no se decidió adoptar hasta tiempos de Felipe III, empleándose en ella siete años, entre 1609 y 1616. Antes ya se habían ido marchando muchos, dado el cariz que tomaba la cosa, instalándose a lo largo de la costa mediterránea de África. Otros habían salido de España de forma más traumática, raptados en las periódicas incursiones berberiscas en las que los piratas no sólo se llevaban botines materiales sino también humanos, bien para convertirlos en esclavos o bien pedir rescate. Uno de los que pasó por esa experiencia fue un muchacho llamado Diego de Guevara, secuestrado junto a otros trescientos jóvenes del valle de Almanzora (Almería).
Diego pertenecía a una de aquellas familias moriscas desplazada de las Alpujarras. Junto con los demás, fue llevado a Marrakech, próspera ciudad en la que se habían instalado muchas comunidades moriscas españolas. Allí fue convertido en un eunuco y, como otros tantos, se las arregló para progresar, pese a que los musulmanes de origen peninsular sufrían cierto desprecio socioeconómico: consiguió llegar a alcaide e incluso caíd, merced a su sobresaliente participación en 1578 en la batalla de Alcázarquivir, en la que el sultán derrotó al ejército hispano-luso de don Sebastián, rey de Portugal, cuando éste pretendía conquistar Marruecos, evitar un asentamiento excesivo en su territorio de los otomanos y reclamar el reino para sí.
El brillante papel militar jugado por aquel morisco español, al que se conoce más por su nombre islámico, Yuder, llevó al sultán Ahmed-al Mansur a ponerle al frente de una expedición que tenía como misión tomar Togaza y Tombuctú, ciudades del reino Songhai, heredero del de Malí, en el centro-oeste africano. Esas urbes tenían fama de muy ricas en oro y sal y, de hecho, el emperador de Songhai era tributario de Marrakech hasta que en 1582 decidió no pagar más; una razia de castigo enviada por el sultán fracasó y Yuder debía poner las cosas en su sitio para colocar como askia (emperador) títere a un aspirante al trono que reclamaba ser legítimo y ofrecía volver a entregar las gabelas.
El contingente destinado a ello era impresionante, pues estaba compuesto por unos 5.600 hombres, entre ellos 1.500 lanceros mauritanos y 2 millares de arcabuceros españoles, unos andalusíes musulmanes y otros cristianos renegados (mercenarios y presos que veían una oportunidad de dejar el cautiverio), que junto con otros europeos se ocupaban asimismo de la artillería (8 cañones). Además llevaban 600 auxiliares, 8.000 camellos y 8.000 caballos con provisiones y equipo.
Esta impresionante columna, en la que primaba el idioma castellano (incluso se dice que el nombre Yuder venía de la imprecación «joder» que solía expresar su jefe, aunque parece más una leyenda que otra cosa), salió de Marrakech en octubre de 1590, cruzó el Atlas y el Sahara afrontando los problemas logísticos derivados de su tamaño y de los elementos (sed, tormentas de arena, calor tórrido), que obligaban a marchar de noche y descansar de día, y tres meses después alcanzaba las minas de sal de Tegaza y Taudeni. Ambas habían sido abandonadas por los songhai, que enterados de su presencia adoptaron la táctica de retirarse cegando los pozos de agua. Ello fue provocando un rosario de bajas que redujo poco a poco los efectivos a 4.000.
En la primavera de 1591 avistaron la ribera del río Níger, donde experimentaron un detalle que pasó desapercibido pero que iba a resultar fundamental en el futuro: la gente no usaba oro como moneda de cambio, como decían las fabulosas historias, sino cauris, simples conchas marinas. Ahora bien, lo importante de momento era que el ejército songhai les esperaba en Tondibi, cerca de Gao, y presentó batalla el 13 de marzo. Contaba con unos 10.000 infantes y 20.000 jinetes, si bien algunas unidades se habían pasado al enemigo. Al mando estaba el askia Ishaq II, quien rechazó un arreglo amistoso que le ofreció Yuder.
Dada la superioridad armamentísca del invasor -los songhai carecían de armas de fuego-, Ishaq lanzó por delante varios millares de reses que debían proteger a sus guerreros de los disparos de los arcabuceros mientras avanzaban para chocar cuerpo a cuerpo e imponer su número. Sin embargo, el efecto fue inverso: el atronar de la artillería y la pólvora asustó al ganado, que dio media vuelta y desarticuló la compacta formación, permitiendo a los lanceros cargar contra ella. Ishaq opuso su poderosa caballería, pero el fuego de arcabucería la diezmó sin piedad. Ante tal desastre, el askia abandonó el campo de batalla, dejando sólo como defensa unas unidades que luchaban atadas por los pies para vencer o caer. Cayeron.
Yuder renunció a perseguir al adversario para dar descanso a sus tropas, que entraron en Gao al día siguiente,,, y la encontraron vacía: los habitantes habían huido llevándose con ellos sus riquezas. Eso suponiendo que las hubiera, pues el palacio del askia resultó no ser de oro, como se decía, sino muy modesto, así que el ejército se trasladó a Tombuctú, igualmente decepcionante. Yuder decidió ser práctico entonces: viendo que el comercio era la principal fuente de riqueza debido a la encrucijada de rutas caravaneras que era aquella zona, procuró que éste se recuperase y luego se limitó a imponer impuestos y fomentar los matrimonios de sus oficiales con las hijas de los nativos más pudientes, creando así una gobernación por la que recibió el título de pachá.
Gracias a ello, logró reunir 100.000 piezas de oro y un millar de esclavos que envió a Marrakech. Pero el sultán al-Mansur no quedó satisfecho; esperaba bastante más y no había organizado aquel ejército para tan magros resultados, así que en agosto destituyó a Yuder y le sustituyó por Mahmud Ben Zergún (que, curiosamente, también era almeriense de nacimiento). Zergún entró como un elefante en una cacharrería, destruyendo totalmente al ejército songhai pero provocando a cambio una rebelión que reclamaba la vuelta al poder de Yuder y que acabó con su vida en 1595. El sultán envió más pachás, pero todos fueron efímeros excepto el quinto, Ammar, que también era de Almanzora y amigo de Yuder, por eso éste pudo convencerle para que regresara a Marrakech llevando otro millar de esclavos y, esta vez, 7 toneladas de oro.
El propio Yuder retornó a Marrakech, a finales del siglo XVI, cargado de más riquezas y llevó una vida de éxito. Falleció en 1605, en el contexto de la guerra civil desatada por la sucesión de al-Mansur. Su muerte fue llorada en toda la Curva del Níger, donde todavía se recuerda su figura porque parte de sus habitantes son descendientes de los moriscos hispanos que quedaron allá, una vez que los sultanes se olvidaron de la zona. Sangre española en el corazón del África occidental interior, quién lo hubiera pensado.
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