En 1874 desembarcaba en Fernando Poo (actual Bioko, Guinea Ecuatorial) el explorador español Manuel Iradier, que saltó al continente y recorrió los márgenes de ríos como el Muni o el Utamboni, internándose en la selva y haciendo un interesante estudio de los aspectos geográficos y étnicos. Luego, tras despachar a Canarias a su familia (que le acompañó todo el tiempo, enfermando todos de malaria y otras fiebres tropicales), se trasladó a Santa Isabel (ahora rebautizada Malabo), capital de Fernando Poo, para permanecer otros quince meses.
Cuenta Fernando Ballano en su libro Españoles en África que, durante ese tiempo, entre recaídas y mejoras, Iradier ascendió al volcán Santa Isabel (actual Basilé), el pico más alto del lugar y en la cima, a 3.011 metros, encontró una botella que contenía un papel con los nombres de los dos hombres que habían llegado allí antes, en 1861. Uno de ellos era Richard Burton.
Aunque la mayoría de la gente identifica el nombre de Richard Burton con un célebre actor británico especializado en casarse y separarse de Elizabeth Taylor, en el ámbito geográfico y aventurero sólo tiene un propietario: aquel capitán inglés que entró en la historia por su actividad exploradora, orientalista, políglota y erudita, traduciendo por primera vez el Kama sutra, Las mil y una noches y Os Luisadas, disfrazándose de árabe para entrar subrepticiamente en La Meca, fundando la Sociedad Antropológica de Londres y llevando a cabo misiones como agente secreto. Pero, sobre todo, coprotagonizando aquella memorable expedición al centro de África en busca de las fuentes del Nilo junto a John Hanning Speke, que a la postre fue su descubridor al identificarlas acertadamente con el lago Victoria.
La polémica que se desató entre ambos (Burton decía, con razón, que Speke no había circunvalado completamente el lago y por tanto no podía asegurar que el Nilo naciera allí, aunque de hecho lo hacía) decantó a una opinión pública deseosa de gloria a favor de Speke y todo aquello que hasta entonces se le toleraba paternalmente a Burton (un carácter fuerte y un espíritu rebelde que plasmaba ora adoptando la religión islámica ora publicando estudios sobre sexo en una época, la victoriana, donde esas cosas eran tabú) pasó a ser mal visto. Así, pasó de conocérsele como sir Richard Burton a recuperar el mote que tenía cuando empezó a despuntar, Ruffian Dick. Aquellas horas bajas sólo las pudo superar gracias a su esposa, Isabel Arundell, una mujer de temperamento que se había casado con él tras quedar prendada a primera vista y sin escuchar a nadie, y que no dudó en recurrir a su apellido (era de familia aristocrática) para exigir que le concedieran a su marido un puesto digno en el servicio diplomático por los servicios prestados a la Corona. Lo más que pudo conseguir fue el nombramiento de cónsul británico en Fernando Poo, un destino que estaba vacante porque nadie lo quería.
Fernando Poo era una de las dos islas (la otra se llamaba Annabón) que los portugueses cedieron a España en 1778 con derecho a colonizar también el territorio continental situado entre ambas. Los sucesivos gobiernos hispanos no le prestaron la más mínima atención ni reaccionaron cuando los británicos se establecieron allí cinco años después; de hecho, en 1827 se la entregaron como base para luchar contra los traficantes de esclavos y en 1841 Espartero planteó al Congreso vender la isla a Londres a cambio de la deuda que se mantenía con Inglaterra. La propuesta fue rechazada, entre otras cosas porque María Cristina de Borbón, la madre de la reina Isabel II, y su marido, el duque de Riánsares (el exguardia de corps Agustín Fernando Muñoz), eran dueños de uno de los mayores negocios esclavistas de Europa y la presencia británica suponía una amenaza para ello.
A partir de ahí, España ocupó Fernando Poo pero precariamente, ya que una cuarta parte de los colonos enviados murió de fiebre y el resto fue repatriado. Por otra parte, se siguió sin dar el salto al continente. A ese rincón olvidado, que en medios diplomáticos británicos llamaban «una tumba para un blanco» (y, de hecho, el propio Burton se expresó en ese sentido diciendo «se han propuesto que muera pero yo me propongo seguir con vida para fastidiar a todos los diablos»), llegó el nuevo cónsul. Fue justo después de saber que el Motín de los Cipayos había llevado al gobierno a arrebatar a la Compañía de las Indias Orientales el control de la India, con lo cual tampoco era ya un militar en sentido estricto. El 24 de agosto de 1861 se embarcó en Liverpool a bordo del Blackbird y, mientras Speke andaba de nuevo por África (esta vez acompañado por James Augustus Grant) para confirmar lo del lago, Burton arribó a Fernando Poo el 26 de septiembre.
Su impresión no fue buena y describió la isla como «la más absoluta abominación de las desolaciones». Según cuenta Edward Rice en su biografía El capitán Richard Burton, llovía sin parar, la descomposición de las plantas combinada con el calor impregnaba todo de un hedor insufrible, Santa Isabel era poco más que un poblado habitado por españoles pálidos, deprimidos e indolentes, y los negros se permitían una familiaridades inaceptables (Burton expresó a menudo prejuicios contra la raza negra, no así contra la árabe). Aquel bajón lo sobrellevó a base de coñac y trabajo, ordenando reconstruir la maltrecha sede del consulado (peleando con la burocracia británica para que asumiera los gastos de financiación) e instaurando un Tribunal de Igualdad para atender las demandas entre blancos y nativos.
Ahora bien, el puesto no requería demasiada atención y pasó la mayor parte del tiempo viajando, delegando funciones en su ayudante, un comerciante inglés apellidado Loughland: si una semana después de desembarcar se largaba a Lagos, al cabo de un mes repetía escapada para internarse en la selva y contactar con un jefe para firmar un tratado, trayecto durante el cual aprovechó para documentar las costumbres nativas. Luego se hizo amigo de un juez español y un médico misionero llamado Alfred Salker, con los que acompañó al botánico Gustav Mann a escalar las montañas de Camerún, dejando botellas vacías con sus nombres y algunas monedas en las cumbres.
Regresó a Santa Isabel en febrero de 1862 para encontrarse con una epidemia de fiebre amarilla que mató casi a un tercio de la población blanca. Magnífica excusa para irse de nuevo, esta vez a Gabón, a estudiar los gorilas, aunque parece ser que no llegó a verlos por una serie de desgracias encadenadas, entre ellas el ser alcanzado por un rayo. Lo compensó pasando una semana con los fang porque era una tribu con fama de caníbal y le interesaba comprender mejor aquella costumbre, al igual que la de la poligamia; por supuesto, sus conclusiones rebatían las tesis negativas de misioneros y blancos en general, describiendo el fetichismo como «la primera iluminación de una fe en lo invisible». Aquellos años de consulado le sirvieron para ir mejorando su opinión sobre los negros en general y las mujeres (negras) en particular, a las que ensalzaba física (no en el sentido de la belleza) y espiritualmente en comparación con las inglesas.
En diciembre de 1862, tras medio año fuera, Burton volvió a Inglaterra con un permiso de cuatro meses, entregando al Foreign Oficce una inacabable lista de sugerencias y recomendaciones para aprovechar minas auríferas que decía haber visto, a cambio de que le nombraran gobernador. Se supone que quedó en un cajón. Cuando llegó el momento de retomar el cargo, lo hizo pasando antes unas semanas en Madeira con su esposa. De allí partieron hacia Tenerife, un sitio que describió como «sin comodidad ni confort alguno» y que también estaba afectado por la fiebre amarilla, aunque aprovecharon para recorrerlo e incluso hicieron amigos; Isabel escribió un libro y declaró que las mujeres tinerfeñas eran «las más bellas que había visto». En lo sucesivo, y aunque no se sabe cuántas veces la aprovecharon, la isla sería su punto de encuentro para amortiguar la separación geográfica.
De nuevo en Fernando Poo, Burton retomó sus hábitos viajeros, visitando el Congo y Dahomey, país este último al que llegó como embajador y donde tuvo que asistir a un espeluznante espectáculo de ejecuciones públicas y torturas mientras esperaba audiencia con el rey, al que terminó enfrentándose en una dura discusión. Ésa fue su útima aventura africana porque recibió la orden de retornar a Inglaterra, ya que había descuidado sus labores en Fernando Poo y tuvo que pagar de su bolsillo, a medias con el ministerio, una indemnización a un comerciante. Su llegada a suelo inglés coincidió con la publicación del libro en el que Speke proclamaba a los cuatro vientos la presunta confirmación de su descubrimiento de las fuentes del Nilo y Burton se enzarzó con él por su «extremada falta de rigor geográfico», en una dura controversia que se prolongaría hasta la muerte de Speke dos años más tarde. Pero ésa es otra historia.
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