El siglo XIX es el siglo de los aventureros por excelencia. No es que las centurias anteriores anduvieran escasas de ellos, y ahí está el ejemplo de los conquistadores españoles en América o los navegantes que se atrevieron a surcar océanos hasta entonces vírgenes descubriendo nuevas tierras; pero, en general, se trataba de viajes motivados por un interés económico fundamentalmente, mientras que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y, sobre todo, los cien años siguientes, fue la ciencia el motor impulsor.
Con los antecedentes de marinos como James Cook o La Pèrouse, luego vendrían Richard Burton, Mungo Park, Henry Morton Stanley, René Caillé, John Hanning Speke, Samuel Baker… La lista es casi interminable y lo sería aún más si se sumasen los personajes con otras motivaciones, como las ambiciones personales (James Brooke, William Walker), la política (Josiah Harlan), las militares (Charles Napier, Charles George Gordon) o incluso las misioneras (David Livingstone). En estas últimas se encuadraba un inaudito y poco conocido alemán llamado Joseph Wolff, cuya vida nada tendría que envidiar a la del literario Rocambole y que, por cierto, fue biógrafo del citado Harlan.
Wolff nació en Weilersbach en 1795. Era judío, hijo de un rabino que le envió a estudiar al Liceo Luterano de Stuttgart, donde el joven terminó por convertirse al cristianismo, en un extraño episodio que él mismo contaría: al parecer fue el obispo de Ratisbona en persona el que le hizo identificar el siempre esperado mesías del judaísmo con Cristo, remitiéndole a un determinado pasaje del Libro de Isaías. Su padre no supo solventar sus dudas más allá de un lógico enfado y unos años después, en 1812, Joseph recibía el bautismo.

Pero aquel sólo sería el primer paso de una especie de nomadismo espiritual. En 1818 estudiaba en el Collegio di Propaganda de Roma, un colegio mayor pontificio para seminaristas, cuando tuvo un enfrentamiento con sus tutores y cuestionó el dogma de la infabilidad del Papa. El resultado fue su expulsión, pasando entonces una temporada en el monasterio del Santísimo Redentor de Friburgo. Fue el final de su etapa católica porque acto seguido se instaló en Londres y terminó convirtiéndose al anglicanismo.
Fuera cual fuera la modalidad adoptada, estaba clara su vocación religiosa, así que terminó la carrera de teología en la Universidad de Cambridge, concluyó también los estudios orientales que había empezado en Tubinga y en 1821 se lanzó a la vida misionera durante cinco intensos años en los que visitó Oriente Próximo y Medio: Egipto, Tierra Santa, Siria, Mesopotamia, Persia… De allí saltó al Imperio Ruso, pasando por Georgia y Crimea antes de regresar a Inglaterra.

Pero su paso por Jerusalén le había dejado un deseo especial que le retrotraía a sus raíces judías: buscar las llamadas tribus perdidas de Israel, aquellas diez de las doce que formaban el reino original y que se habían dispersado por el mundo tras la invasión asiria. Así que en 1828, poco después de casarse con lady Georgiana Mary Walpole, se puso en marcha de nuevo, esta vez hacia Extremo Oriente, atravesando Anatolia, Armenia, el Turkestán y Afganistán hasta llegar a la India, donde conoció Calcuta, Madras, Pondicherry, Tinnevelly, Goa y Bombay mientras predicaba la palabra de Dios. El retorno fue vía Egipto y Malta.
Wolff vivió aventuras dignas de cualquier novela de Verne o Salgari: naufragó en Cefalonia, fue capturado por esclavistas asiáticos que le tasaron en 2,5 miserables libras y recorrió a pie y medio desnudo el millar de kilómetros del desierto afgano, recordando en cierta forma lo que antes hiciera Cabeza de Vaca por América del Norte (y, como él, lo narró en un libro autobiográfico titulado Missionary journal and memoir of the reverend Joseph Wolff). En 1836 lo encontramos otra vez en el camino, en Etiopía, donde se topó con otro célebre misionero llamado Samuel Gobat, que estaba gravemente enfermo, y le facilitó su traslado a Jeddah. Después, pasó a Yemen, cruzó el mar hasta Bombay y atravesó el Pacífico para pisar Estados Unidos; en tierra americana fue ordenado diácono.
De regreso a Europa, el Trinity College de Dublín le concedió un doctorado honorario en Derecho y en 1838 culminaba su vocación religiosa ordenándose sacerdote, siendo nombrado rector de Linthwhite (Yorkshire). Pero Joseph Wolff era lo que se dice un culo inquieto y en 1843 iniciaba un nuevo viaje al centro de Asia. Esta vez tenía una misión especial: buscar y rescatar a dos oficiales británicos que ejercían funciones de espías en la siempre peligrosa y levantisca región que englobaba lo que hoy son Uzbekistán y Afganistán.

Se trataba del teniente coronel Charles Stoddart y el capitán Arthur Connolly, que habían sido apresados el año anterior por el emir de Bujará, Nasrullah Khan. El primero intentaba convencer a dicho emir para aliarse con Inglaterra contra Rusia en el contexto de lo que se conoce como el Gran Juego, las maniobras desarrolladas por ambas potencias por dominar aquella zona de acceso clave a la India; Connolly había ido más tarde intentando rescatarle. Wolff no lo sabía pero ambos estaban ya muertos, ejecutados, y él mismo escapó a ese destino por muy poco gracias a que al emir le hizo gracia que se presentara ataviado con vestiduras religiosas, tal como el propio protagonista contó en otra obra: Narrative of a mission to Bokhara, in the years 1843–1845, to ascertain the fate of Colonel Stoddart and Captain Connolly.
Finalmente Joseph sentó la cabeza asumiendo en 1845 la vicaría de Isle Brewers, en Somerset. Se quedó viudo en 1859 y dos años más tarde se casaba otra vez con Luisa Decima. En 1862, cuando estaba planeando volver a la acción con un viaje más, su cuerpo dijo basta.
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