El bandolerismo fue una modalidad delictiva envuelta en un halo especial, popular y romántico, en el que sus protagonistas lo mismo se echaban al monte por una venganza personal que por pura hambre, robaban a los ricos para repartir el botín con el pueblo o se unían a la lucha contra los invasores franceses, esto último muy evidente en los casos napolitano y andaluz. Sin embargo, en Cataluña los bandoleros adquirieron un matiz extra, el político. Juan de Serrallonga, sin duda el más famoso de esa región, se adscribiría en ese grupo.

En realidad se llamaba Joan Sala i Ferrer y era hijo de un nyerro, lo que evidencia ese mencionado carácter político de su actividad heredado ya de familia. Els Nyerros (o sea, Los Lechones) constituían un bando integrado por campesinos de clase media y pequeña nobleza que entre el último cuarto del siglo XVI y el primero del XVII estaba enfrentado a a otro denominado Els Cadells (Los Cachorros), formado por miembros fundamentalmente urbanos y burgueses del mismo nivel social.

La ancestral oposición campo-ciudad plasmada en un conflicto jurisdiccional en el que los nyerros defendían a los señores semifeudales, proclives a los franceses, frente a sus adversarios, que apoyaban al arzobispado y la monarquía hispánica.

Serrallonga en una ilustración anónima de una novela de Rafael del Castillo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Una lucha que revestía unas características bastante peculiares, ya que sus principales representantes -identificados por familias como pasaba con los Capuletos y Montescos veroneses- guardaban las formas públicamente, en sociedad, tal como Cervantes narra en el Quijote, mientras en el campo se liaban a puñaladas. Y es que unos y otros se organizaron en partidas armadas a las que se iban incorporando galeotes fugados, soldados desertores, delincuentes franceses que buscaban refugio allende los Pirineos, moriscos que no quisieron irse del país y simples bandidos, sumando entre doscientos y trescientos hombres cada una, aunque luego se subdividían en cuadrillas más operativas, de medio centenar de individuos.

Las autoridades tuvieron que emplearse a fondo para terminar con aquellas bandas que hicieron del asalto y el robo su forma de vida. Algunos de sus líderes acabaron en la horca, caso de Claquel de Torrellas, que cayó preso de los payeses nyerros; otros, como el célebre Roque Guinart, lograron escapar a Nápoles para regresar décadas después y unirse a la sublevación de Cataluña de 1640, en la que murió combatiendo. Pero, como decía antes, la gran figura del bandolerismo catalán fue el citado Serrallonga, noble nacido en Viladrau (Gerona) en 1594 sobre cuya biografía hay muchas lagunas y se entremezcla la historia con el mito, habida cuenta de los relatos que sobre él se contaban de boca en boca y que quedaron reflejadas en novelas, dramas teatrales, películas, una serie de televisión, cómics, una ópera e incluso una ruta turística.

Juan Serrallonga bandolero catalan
Corpus de Sangre (Antoni Estruch)

Era el jefe de una partida nyerra que durante muchos años campó a sus anchas por la Sierra de Las Guillerías, con sus sombreros rojos y largas capas, asaltando preferentemente a aristócratas afines a la corte y los carruajes de la Real Hacienda que transportaban el dinero en metálico de los impuestos recaudados.

El imaginario popular cuenta que Serrallonga devolvía esos botines a la gente, razón por la cual alcanzó gran popularidad y, por contra, se convirtió en el enemigo público número uno para la Corona. Sin embargo, parece ser que fue apresado varias veces aunque siempre lograba salir libre, acaso por su sangre azul -y previo pago de importantes sumas, todo hay que decirlo-.

Las correrías de Serrallonga eran saludadas por la gente como auténticas hazañas debido a esa oposición al mandato pleno de Felipe IV, gracias a lo cual contaba con informadores en todas partes. A lo largo de cinco años asaltó varias masías y en 1628 robó el coche de posta con todo el dinero que llevaba. No obstante, según cuenta José María de Mena, la más festejada calaverada fue el rapto de la hija del barón de Ribelles, de la que estaba enamorado y a la que se llevó de su propia casa de Barcelona asaltando ésta con sus hombres en medio de una fiesta. La joven, llamada Juana, no sólo se convirtió en su amante (el bandido estaba casado con Margarida Tallades) sino que pasó a fromar parte activa de la banda.

Serrallonga en un grabado romántico/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Finalmente, en 1633, el virrey llevó a cabo un amplio despliegue de tropas para poner fin al enfrentamiento entre nyerres y cadells y logró capturar a sus respectivos jefes. Pedro de Santacilla, cabecilla de los segundos, fue condenado a muerte pero obtuvo un indulto y poco después el Rey le confiaba el mando de un regimiento que marchaba hacia Flandes para que pudiera redimirse. Serrallonga, en cambio, obtuvo un trato diferente.

Esa vez se obviaron los privilegios a los que tenía derecho por cuna y no fue encerrado en las cómodas Atarazanas como hasta entonces, sino en la prisión ordinaria primero y el Castillo de Savassona después, donde además se le sometió a un duro proceso judicial que incluyó torturas para obligarle a declarar. La sentencia fue brutal para que sirviera de escarmiento por «mal hombre, ladrón, asesino, salteador de caminos y rebelde».

En el Dietari del Consell Barceloní consta que en enero de 1634 le cortaron las orejas y luego le trasladaron a la Plaza del Rey para ejecutarle en la horca. Pero la impericia del verdugo provocó que siguiera vivo, pataleando en la soga, por lo que le remató con un cuchillo; se cuenta que uno de sus hijos, al presenciarlo, murió repentinamente y corrió la noticia de que una sola cuchillada había acabado con dos vidas. A continuación, el reo fue decapitado y descuartizado, repartiéndose las partes por los sitios donde había actuado; la cabeza fue metida en una jaula de hierro que colgaba de una de las torres del Portal de Sant Antoni barcelonés. Pero la leyenda seguía viva.


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