No deja de resultar irónico que una de las bestias negras de nuestra historia moderna haya dejado en ésta una impronta marcada de una forma tan singular. Francis Drake, el corsario inglés que chamuscó las barbas del rey de España asaltando Cádiz en una audaz incursión, el marino que protagonizó algunos de los episodios más osados y temerarios contra la Armada Invencible y el mismo que luego fracasó estrepitosamente intentando dar la réplica en suelo español y portugués antes de volver a estrellarse de manera similar en América y perder la vida en el intento, al final se ha congraciado con esa nación contra la que combatió empecinadamente por la vía de la sangre. No la derramada precisamente.
Drake, al que los españoles de la época conocían hispanizando su nombre en un más castizo Francisco Draque y al que Lope de Vega rindió honores de gran enemigo dando ese apellido a su poema épico La Dragontea, tuvo desde luego una vida digna de plasmar en literatura. Como marino ya desde la infancia, cuando se embarcó de grumete a los trece años de edad, se formó a las órdenes del célebre John Hawkins, que era primo segundo suyo, Junto a él practicó el comercio de esclavos y se inició en la guerra de corso, atacando posesiones españolas de ultramar intentando hacerse con la Flota de Indias. Regresó a Inglaterra con su tripulación diezmada pero cargada de riquezas, lo que le valió al patrocinio de la reina Isabel I.
Así formó una flota con la que planeaba saquear los puertos españoles del Pacífico. En ese largo viaje, que supondría la segunda vuelta al mundo tras la realizada por Elcano y la concluida en cautividad por Urdaneta, pasó el Estrecho de Magallanes, bautizó la franja marina que separa Sudamérica de la Antártida (cambiándole la denominación, pues los españoles la llamaban Mar de Hoces en memoria de su descubridor medio siglo antes, Francisco de Hoces), recorrió la costa hasta Alaska buscando el ansiado Paso del Noroeste, cruzó el Pacífico hasta las Molucas y finalmente volvió doblando el Cabo de Buena Esperanza. La hazaña le valió ser nombrado Sir por la reina en persona. Merecido acreedor, pues, a la divisa otorgada de Sic parvis magna (Todo lo grande empieza pequeño).
Después vinieron los choques continuos con los españoles, con suerte desigual: victoria en Cádiz y ante el intento de invasión que planeó Felipe II como vimos, derrota en la Contraarmada organizada luego y fracaso definitivo seis años después, en una nueva campaña contra el Caribe español. Esta última fue, además, la definitiva: Drake enfermó de disentería y murió en enero de 1596 a la edad de cincuenta y seis años, siguiendo así el mismo destino de Hawkins el año anterior. Su cuerpo fue arrojado al mar (la versión de que lo llevaron a su país en un tonel es un bulo) en una auténtica metáfora de cómo acabó aquella aventura: miles de bajas y diecisiete buques perdidos.
Pero dio igual. Su nombre ya estaba inscrito con letras de oro en los anales de Inglaterra, donde su labor como corsario fue objeto de admiración en la misma medida que España, que por entonces no reconocía esa categoría y le consideraba sólo un pirata, le ponía en su lista de enemigos históricos. Sin embargo, la política es una cosa y el arte otra; Lope no fue el único que dedicó líneas al marino inglés en su propio tiempo y autores como Juan de Castellanos (Elegía de varones ilustres) o Juan de Miramontes (Armas antárticas) contribuyeron a perpetuar su recuerdo en el papel, en términos alejados de la tradicional enemistad.
Quiso la inglesa nación / dejar a España ultrajada, / y a tan altiva intención, / vuestra pluma y una espada / le dan la satisfacción.
El fiero orgullo reporta, / y España porque le importa / por su defensa recibe / pluma que tan bien escribe, / y espada que tan bien corta.
(La Dragontea, Lope de Vega)
Algo que seguramente agradecerán los descendientes españoles de sir Francis. Porque sí, hay un linaje nobiliario en nuestra tierra que desciende de él: el marquesado de Cañada Honda, cuyo actual titular es Francisco de Paula de Alfaro y Drake. El primero se llamaba Emilio Drake de la Cerda, era diputado y senador por Segovia, caballero gran cruz de la Orden de Isabel la Católica y caballero de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, recibiendo el título en 1893 de manos de la reina regente María Cristina. Y más de uno se preguntará cómo llegó el apellido Drake a establecerse en España.
La respuesta no hay que buscarla en la Península Ibérica sino en el Caribe y varios siglos después de las andanzas del personaje por aquellos lares. Mas concretamente, en el XVIII, cuando descendientes suyos emigraron a Cuba y, siendo de sangre azul -estaban emparentados con la familia Marlborough (cuyo miembro más famoso fue el musical Mambrú, el que se fue a la guerra y no sabemos cuándo volverá), no tuvieron mayor problema para unirse a la aristocracia local y convertirse con el tiempo en unos españoles más de ultramar.
De hecho, cuando Carlos III decretó la liberalización comercial, los Drake aprovecharon la ocasión y se enriquecieron con sus plantaciones azucareras. Fue precisamente la protección de esos interereses ante los brotes emancipadores que empezaban a surgir por toda América lo que llevó a James Drake a trasladarse a la España peninsular, estableciéndose en Madrid. El hecho de que estuviera casado con la hija de un Grande, Carlota Núñez del Castillo (hija del marqués de San Felipe y Santiago, y conde del Castillo), les hizo echar raíces con facilidad y su hijo, Carlos Guillermo Drake y Núñez del Castillo, ya fue español peninsular plenamente. Quien se lo iba a decir a Francis Drake, que al final tendría familia en su odiada España.
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