Aunque históricamente la mujer siempre ha sido relegada a un segundo plano en contextos bélicos, hay algunos contados casos en que féminas excepcionales se emplearon en batalla con el mismo ardor guerrero que los hombres y hay unos cuantos ejemplos que podríamos reseñar, de todo el mundo además: Juana de Arco, Boudicca, la rani Lakshmibai, la francotiradora rusa Lyudmila Pavlichenko, la monja alférez Catalina de Erauso, la heroína gallega María Pita y su homóloga zaragozana Agustina de Aragón, etc. Pues bien, en Portugal también tienen la suya y se llama Brites de Almeida.
Conviene advertir que no está nada clara la existencia real de este personaje y que, aún cuando pudiera inspirarse en alguien auténtico, sus proezas también serían discutibles. Al menos en parte y tal como las conocemos, ya que de las mismas existen diferentes versiones que llevan a sospechar que Brites de Almeida no es más que una leyenda nacionalista o patriótica surgida en un momento muy oportuno de la historia del país vecino, justo cuando estaba amenazado de invasión por la corona castellana. Veamos cómo es es el mito.
Según cuentan, Brites (Beatriz) nació en la localidad de Faro en el año 1350, hija de padres de humilde condición que regentaban una taberna. La pequeña no resultó muy agraciada: con seis dedos en una mano, alta, corpulenta y quizá demasiado masculina, a priori parecía ideal para ayudar a sus progenitores en el trabajo. Pero, lamentablemente para ellos, no fue así porque también resultó tener un carácter irascible que la llevaba a meterse en continuas pelas con otros niños… y a ganarlas. Le adjudicaron el mote de Pisqueira.
El caso es que, pese a esa apariencia física viril, que en alguna biografía se troca por belleza, dejó prendado al hijo del alcalde quien se mostró demasiado activo en sus requiebros amorosos y terminó con una vasija de barro estampada en la cabeza. La chica tuvo que escapar y no regresó hasta que, ya con veintiséis años, recibió la noticia de la muerte de sus padres y asumió la escasa herencia.
Decidida a vivir de otra manera, vendió el exiguo legado y con el dinero pagó unas clases de esgrima. Luego viajó de feria en feria haciendo de esa habilidad con la espada un espectáculo ambulante. Al parecer, en alguna ocasión se le fue la mano y terminó traspasando a un adversario, un soldado fanfarrón que la había desafiado con la apuesta de casarse con ella si ganaba: otra versión habla de un nuevo pretendiente incontinente. En cualquier caso, un crimen que la obligó a huir de nuevo, embarcándose rumbo a España. Por el camino, el barco fue asaltado por piratas berberiscos, que la llevaron a Argel y la vendieron a un rico señor local que la quería para el harén del sultán.
El carácter rocambolesco y romántico de estos hechos inducen a considerarlos más fruto de la imaginación que otra cosa. El caso es que Brites consiguió fugarse con la ayuda de dos compatriotas y llegar a Ericeira o Torres Vedras, donde, disfrazada de hombre para eludir a la justicia, compró bestias de carga y empezó a trabajar en el oficio de arriero. No tardó en meterse en líos de nuevo y terminó dando con los huesos en la cárcel, pero salió sin cargos sin que se sepa el porqué. Dando tumbos llegó a Aljubarrota; allí, pidiendo limosna a la puerta de una panadería, llamó la atención de los ancianos dueños, quienes la contrataron. Cuando fallecieron, ella heredó el negocio.
Llegados aquí es necesario explicar brevemente el contexto histórico. El rey Fernando I, que años atrás había reclamado el trono de Castilla ante los Trastámara (la nueva dinastía reinante en sustitución de la de Borgoña, tras el asesinato de Pedro I el Cruel a manos de su hermanastro Enrique), pactó finalmente un statu quo en 1382 mediante el Tratado de Badajoz. Según ese acuerdo, la heredera de Fernando, Beatriz, se casaría con Juan I de Castilla. Pero eso, en la práctica, significaba la anexión de Portugal por la corona castellana y, por tanto, había un amplio descontento entre los lusos. A la muerte de Fernando hubo una revuelta contra la regente Leonor, presuntamente manejada por su favorito, el conde Andeiro, al que asesinaron.
Finalmente fue elegido rey Juan I, maestre de la Orden de Avis, hijo natural de Pedro I, el padre de Fernando y, por tanto hermanastro de éste. No siendo legítimo no podía usar el mismo apellido así que adoptó el de la orden, Avis, fundando una nueva dinastía. Pero antes tuvo que hacer frente a las aspiraciones del trono de Castilla, cuyo ejército entró en Portugal el verano de 1385, con Francia como aliada. Los portugueses se dispusieron a defenderse, contando con la ayuda de Inglaterra. Ambos bandos se encontraron precisamente en Aljubarrota.
Y aquí es cuando Brites de Almeida cobra protagonismo y entra en la Historia. La batalla supuso un desastre para los castellanos, con los arqueros ingleses destrozando la carga de la caballería francesa y la infantería hispana embolsada primero y desbaratada completamente después, de tal manera que se impuso el sálvese quien pueda y los supervivientes se desperdigaron por las poblaciones del entorno, donde eran ejecutados sin piedad por los vecinos. La masacre fue de tales proporciones que se habla de ríos cegados por cadáveres, entre ellos lo más granado de la nobleza de Castilla.
Algunas fuentes dicen que Brites participó en la matanza en pleno campo de batalla. Pero la versión más conocida es la que la sitúa en su propia panadería de Aljubarrota (a once kilómetros del escenario bélico) la noche del 14 de agosto: regresaba de ayudar en el frente y se encontró a siete soldados castellanos (el número varía según la versión) escondidos en el horno del pan, así que, utilizando la pala que usaba para sacar las hogazas recién hechas, los mató a golpes según iban saliendo de su improvisado refugio. Esta hazaña se amplía a menudo contando que luego organizó una improbable milicia de mujeres que se dedicó a cazar prófugos enemigos.
En general, los historiadores consideran que se trata de una leyenda más que nada, basada eso sí en noticias reales sobre la muerte de huidos castellanos a manos de los vecinos de las villas cercanas. En Alcobaça, por ejemplo, se documentan hechos similares e incluso se cuenta la fantástica historia de que en la propia Aljubarrota se pavimentó el suelo con osamentas de los muertos castellanos. El final del cuento es feliz, por supuesto, con Brites casada con un rico agricultor y llevando una vida jubilosa con los hijos que tuvieron. Su heroica gesta se recuerda cada 14 de agosto en Aljubarrota con una procesión. La pala que utilizó como arma se ocultó durante el reinado de Felipe II para después sacarse de nuevo a la vista pública; hoy forma parte del escudo de la ciudad.
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.