En el siglo XV hubo un movimiento religioso reformista que está considerado un antecendente del protestantismo -de hecho se le unió más tarde- y cuyo líder se llamaba Jan Hus, de ahí que a sus seguidores se les conociera como husitas.
Hus era un teólogo y sacerdote natural de Bohemia, la región donde más prendió esa doctrina, que había escrito una obra muy crítica con la Iglesia titulada Ecclesia, en la que planteaba que la cabeza de la institución debía ser Cristo, no el Papa, y criticaba el boato de Roma y su corrupción moral.
Los husitas empezaron a cobrar importancia a partir de 1408, en medio del caos que suponía el Cisma de Occidente, cuando llegó a haber tres pontífices simultáneos, y fueron creciendo progresivamente. Muchos de sus postulados los recogerían Lutero y Calvino un siglo después, como el rechazo a la venta de indulgencias, la crítica a la ostentación de los cardenales, la prohibición del baile etc. Cuando el ataque dialéctico a la Santa Sede se hizo más directo, el Concilio de Constanza condenó a Hus, quien acabó en la hoguera.
Su muerte le convirtió en un heroico mártir para sus seguidores, quienes se lanzaron a la guerra contra las tropas imperiales apoyados por algunos nobles. Se dividían en dos facciones: los utraquistas, moderados que al final se reconciliarían con la Iglesia, y los taboritas, radicales y milenaristas violentos con base en la ciudad de Tábor. En realidad el husismo tenía más corrientes, como los orebitas o los adamitas, pero todos tenían una cosa en común: el mando militar recaía en el veterano Jan Žižka.
La Primera Defenestración de Praga, en la que se arrojó por la ventana del ayuntamiento a varios concejales y contó con la participación del propio Žižka, provocó tal disgusto en el emperador Wenceslao que murió al poco y le sucedió su hermano Segismundo, popularmente detestado porque había colaborado en el proceso a Hus. Fue la chispa que detonó la guerra; Bohemia y Moravia quedaron envueltas en llamas durante quince años, entre 1414 y 1439. Al principio no se le dio mayor consideración, pero con el tiempo quedó claro que la cosa iba en serio y en 1420 el papa Martín V dictó una bula exhortando a combatir aquella herejía y dando carácter de cruzada a la campaña organizada ad hoc.
Frente a la maquinaria bélica imperial, apoyada por la burguesía y la nobleza, los husitas movilizaron al campesinado. Los cruzados avanzaron de forma casi imparable imponiendo su superioridad material y profesional, frente a la que los husitas apenas podían oponer imaginación: por ejemplo, afrontaron el peligro de la caballería enemiga con carros que llevaban grupos de escopeteros y que dieron muy buen resultado en las batallas de Sudoměř y Benesov frenando a los jinetes.
Pero probablemente su gran momento fue la Batalla de Vitkov, en la que las fuerzas de Segismundo resultaron completamente desbaratadas por apenas un centenar de hombres. Los imperiales llegaron a Praga, ciudad donde los taboritas se habían hecho fuertes, consiguieron arrebatarles buena parte y pusieron sitio al último punto de resistencia con una enorme masa de soldados (entre cien y doscientos mil, según algunos cronistas que seguramente exageraron porque hoy se calcula que serían no más de cuatro mil). Ese punto era la colina Vitkov, un enclave estratégico por sus defensas naturales (un farallón de caída vertical) y sus fortificaciones de madera, reforzadas con muros de piedra y fosos. La tradición cuenta que sólo había veintiséis hombres y tres mujeres para defender el lugar, aunque parece ser que también se destinó allí a unos sesenta soldados.
El 13 de julio de 1420 la caballería cruzada atravesó el Moldava y empezó el asedio. Pero exactamente un mes después, tropas husitas de socorro mandadas por Jan Žižkad llegaron a través de los viñedos que tapizaban una de las laderas de la colina y, tomando por sorpresa a los imperiales, desbarataron las labores de sitio, poniendo en fuga a los atacantes; muchos de ellos se lanzaron al agua para librarse de la degollina y acabaron ahogados por el peso de las armaduras. De nuevo la leyenda cuenta que los husitas portaban armas de fuego y látigos.
Las pérdidas cruzadas fueron importantes, calculándose hasta trescientos caballeros muertos. La victoria husita tuvo tal resonancia que se rebautizó la colina con el nombre de Žižkov en homenaje al triunfante general, si bien luego recuperaría su nombre original; un monumento in situ recuerda la gesta. Por lo demás, las Guerras Husitas continuaron haciendo frente con éxito a las siguientes cruzadas, pese a adversidades como la muerte de Jan Žižkad o la escisión de algunos grupos que se hartaron de las barbaridades que cometían los exaltados taboritas, quienes consideraban justo matar a todo aquel que no abrazara sus ideas.
La Compactata de Praga, un acuerdo entre el emperador Segismundo, el nuevo papa (Eugenio IV) y los utraquistas, que regresaron al seno de la Iglesia, forjó una alianza que el 30 de mayo de 1434 terminó aplastando -y masacrando- a los taboritas en la Batalla de Lipany. Los pocos supervivientes se refugiaron en fuertes en Kutná Hora y cayeron tres años más tarde. Los husitas aún libraron un último combate, aliados con los polacos, en la Batalla de Brüx, que se desarrolló el 23 de septiembre de 1434.
Fue el canto del cisne, aunque no aquel que había citado Hus antes de ser consumido por el fuego («Váis a asar un ganso, pero dentro de un siglo os encontraréis con un cisne que no podrás asar») y que llegaría con la forma de un fraile agustino llamado Lutero. Quizá a Jan Hus le gustaría saber que, en 1999, Juan Pablo II pidió perdón oficialmente por el trato que le inflingió.
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