«Los españoles sufrimos una enfermedad del corazón que sólo se cura con oro» dijo una vez Hernán Cortés a Moctezuma en una de esas dudosas frases que han pasado a la Historia.
Pero aunque no se deba interpretar literalmente, lo cierto es que el metal precioso fue la zanahoria al final del palo que movía a todos los conquistadores que viajaban al Nuevo Mundo con la intención de hacer fortuna.
Así se entiende que, uno tras otro, brotara una sucesión de mitos y leyendas sobre ciudades riquísimas perdidas que sólo esperaban a ser descubiertas y que, por improbable que fuera su existencia real, la mera posibilidad calase hondo en todos y cada uno de los expedicionarios que hollaron aquellas tierras.
El Dorado, Paititi, Trapalanda, Quivira, La Ciudad Blanca y otros muchos nombres formaron parte de aquel imaginario, pero seguramente una de las quimeras que más dieron que hablar fue la de las Siete Ciudades de Cíbola, que también resultó de las más trascendentes porque las expediciones que se organizaron para buscarla permitieron recorrer la mayor parte del actual territorio central de Estados Unidos, dando lugar a importantes descubrimientos geográficos.
Y todo por seguir el relato fantasioso de un fraile franciscano llamado Marcos de Niza, que en su obra Relación del descubrimiento de las Siete Ciudades afirmaba la veracidad de la existencia de tales urbes, confirmando aquellas primeras noticias reseñadas por Cabeza de Vaca en su obra Naufragios, tras su peregrinaje de ocho años, sobre lo que había oído contar a los indios acerca de una serie de ciudades en la parte norte de Nueva España. La leyenda, curiosamente, tenía origen en la Península Ibérica, en Portugal para más señas, y aludía a las urbes fundadas por siete obispos allende los mares tras escapar de la invasión musulmana. La palabra cíbolo sería posterior, procedente del término con que se designaba a los bisontes que, de aquella, abundaban sobremanera.
Poco se sabe de Marcos de Niza. Se calcula su nacimiento alrededor del año 1495 pero se ignora el lugar, pudiendo ser francés o italiano según las fuentes. Al parecer, el fraile había sido capellán de la tropa con la que Pedro de Alvarado acudió a Perú y luego retornó a Guatemala y Nueva España, donde conoció a Jerónimo de Mendieta, otro religioso que probablemente le influyó. Mendieta, en su Historia eclesiástica indiana, refería cómo en 1538 fray Antonio de Ciudad Rodrigo envió a tres hermanos de la orden en busca del mar del Sur y relataron el descubrimiento de «tierra muy poblada de gente vestida, y que tiene casas de terrado, y no sólo de un alto sino de muchos sobrados (…) Y de aquellos pueblos traían muchas turquesas…»
El caso es que el virrey Antonio de Mendoza le confió a Niza el mando de una expedición que debía comprobar la veracidad del relato de Cabeza de Vaca. Es más, uno de los guías era Estebanico de Orantes, un esclavo negro que fue uno de los cuatro supervivientes del desastroso viaje junto al propio Cabeza de Vaca. Partieron de San Miguel de Culiacán con dirección noroeste y deambularon durante meses por lo que hoy son los estados de Nuevo México y Sonora.
Estebanico, que solía adelantarse como explorador (como era analfabeto iba dejando señales cruciformes a Niza), volvió un día hablando de un lugar llamado Vacapa, donde los indios le hablaron de ciudades llenas de riquezas. No dieron con ellas, aunque sí oyeron hablar de tres reinos llamados Marata, Acús y Totoneac. Estebanico murió en una escaramuza en Hawikuh, terminando devorado por los indígenas según la febril imaginación de Niza. El resto consiguió escapar y se decidió el regreso.
A pesar de que no había nada concreto, el franciscano identificó aquellas habladurías con las siete ciudades de marras e incluso con Quivira, otra leyenda medieval. Dijo que había visto de lejos Totoneac, una ciudad más grande que Tenochtitlán, con edificios llenos de incrustaciones de piedras preciosas y cuyos habitantes usaban vajillas de oro y plata, a la que había rebautizado San Francisco.
El citado libro que publicó exacerbó la imaginación y decidió al virrey a dar el impulso definitivo a otra expedición que llevaba tiempo organizando, mucho más ambiciosa en hombres y medios, con 225 infantes y 72 jinetes al frente de los cuales estaba su amigo Francisco Vázquez de Coronado, gobernador de Nueva Galicia. Marcos de Niza, al que se exigió que jurara que era verdad lo que había contado, haría labores de guía; como era un sacerdote, le creyeron a pies juntillas.
Partieron en 1540 y atravesaron Sonora llegando, tras varios meses de marcha, hasta Hawikuh. Allí estableció Coronado su base, desde donde enviaba exploradores en diversas direcciones: una de ellas, la mandada por García López de Cárdenas, descubrió el Gran Cañón del Colorado; otra a cargo de Hernando Alvarado, el hermano de Pedro, llegó a las grandes praderas y probablemente fue el primero en ver las inmensas manadas de bisontes.
Coronado se puso en marcha otra vez y alcanzaron Acoma y lo que hoy es Santa Fe. Así fueron pasando por Arizona, Texas, Oklahoma, Kansas… Una auténtica odisea geográfica. Pero de las famosas ciudades no había ni rastro, sólo poblados pobres y bastante belicosos, así que empezó a cundir el desánimo.
A su retorno a Nuevo México al fracaso de Coronado, que encima quedó tullido al caer del caballo, se unió el descrédito de fray Marcos de Niza, que quedó públicamente como un charlatán. El hallazgo de las minas de Zacatecas y Guanajuato suponía una riqueza tangible en vez de quimérica y las ciudades fantásticas fueron relegadas a un segundo plano. Aún habría algunas expediciones más pero pocas, sin contar con él y sin tener en cuenta sus fábulas.
Enfermo de una parálisis, se retiró a un monasterio de Xochimilco, donde falleció el 25 de marzo de 1558. Sin embargo, hoy se le recuerda en varios sitios de Estados Unidos por los que supuestamente anduvo, con placas, estatuas y su mismo nombre.
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.