Cuando se visita el Memorial de la Batalla de Saratoga, uno de los monumentos más extraños que se pueden ver allí es el que representa una solitaria bota militar descansando sobre un cañón y con una charretera encima; una obra labrada en piedra que para el curioso menos informado constituye un auténtico misterio porque la placa correspondiente lo explica de forma bastante parca: «En memoria de uno de los más brillantes soldados del ejército continental, quien fue desesperadamente herido en este preciso lugar (…) ganando para sus compatriotas la decisiva batalla de la Revolución Americana y para sí mismo el rango de mayor general». Nada más. Y no hay nombre.

El personaje homenajeado se llamaba Benedict Arnold y no se le nombra porque en pleno conflicto con los británicos se pasó a las filas enemigas. No sé si Benedict Arnold fue el primer traidor de la historia de Estados Unidos, como comúnmente se suele decir, o sólo el más importante de los primigenios.

En cualquier caso, su personalidad ha conseguido trascender ese estigma porque los servicios que prestó al incipiente país previos a la defección fueron excepcionales, por el genio táctico demostrado y por el valor personal puesto en ellos.

Arnold era americano e hijo de colonos americanos. Nació en Norwich, Connecticut, en 1741, como el menor de seis hermanos de los que únicamente sobrevivieron él y una hermana porque la fiebre amarilla mató a los demás. Ya de adolescente ingresó en la milicia local cuando ésta fue enviada a Canadá para enfrentarse a los franceses en el contexto de la Guerra de los Siete Años, un peculiar conflicto internacional que se desarrolló entre 1756 y 1763 y en el que ambos bandos contaron con otros aliados europeos, africanos y asiáticos, en lo que muy bien podría considerarse una primera guerra mundial.

No obstante, el grueso de las operaciones fue en tierra americana y el joven Arnold tuvo su bautizo de fuego en un combate de renombre: el de Fort Henry.

Fue el comienzo de una carrera de armas que pocos años después volvió a darle la oportunidad de poner en práctica: el 4 de julio de 1776, tras haber sido ignoradas sus reclamaciones contra los abusivos impuestos que marcaba la metrópoli, las Trece Colonias proclamaron la independencia. En realidad llevaban ya desde 1775 en guerra de facto contra los casacas rojas.

Arnold se incorporó de nuevo a la milicia de Connecticut y ese mismo año luchó en primera línea, distinguiéndose tanto en la toma del fuerte Ticonderoga que recibió el mando del ejército del Hudson, que debía cerrar el paso a la llegada de refuerzos británicos desde Canadá para así mantener seguro el río y proteger Nueva York y Pensilvania. Fue entonces, entre mediados de septiembre y mediados de octubre de 1777, cuando se libró la Batalla de Saratoga, que se reveló como una de las más importantes del conflicto.

Arnold en Saratoga / foto dominio público en Wikimedia Commons

Efectivamente, el plan del general británico John Burgoyne era remontar el Hudson desde Montreal con el objetivo de enlazar en Albany con las tropas de sus colegas Howe y Clinton para embolsar Nueva Inglaterra y aislarla del resto de las colonias. Sin embargo, Burgoyne cometió el error de dispersar a sus hombres; Clinton apenas pudo moverse por falta de efectivos y Howe obligó a recular al ejército que George Washington dirigía intentando detenerle, pero luego no supo rematar la faena. Mientras tanto, Burgoyne sufrió ante los ataques emboscados de las milicias y al final no sólo no consiguió alcanzar Nueva York sino que quedó copado y tuvo que rendirse, dejando el camino expedito para el contraataque de Washington.

Benedict Arnold había jugado un papel destacado en esos hechos e incluso fue herido en un pie (de ahí la bota del monumento), razón por la que tuvo que retirarse un tiempo del frente. Se le encomendó entonces el mando del fuerte de West Point, germen de lo que hoy es la célebre academia militar. No obstante, estaba lejos de sentirse contento: se le debía dinero que había prestado de su bolsillo al Congreso, sufrió alguna acusación de corrupción -de la que fue absuelto- y él mismo estaba incómodo por el cariz que tomaban los acontecimientos, con la ruptura con Londres cada vez más inminente. En 1774 ya se había manifestado contrario a los congresos continentales cuando éstos aceptaron la ayuda francesa -recordemos que él se había enfrentado a los galos- y además su familia política era inglesa y unionista.

La rendición del general Burgoyne / foto dominio público en Wikimedia Commons

Así que, en septiembre de 1780, Arnold tomó la gran decisión: contactó con el general británico Henry Clinton, el mismo de Saratoga, y le ofreció pasarse a su bando entregándole el fuerte; Clinton aceptó y le incentivó con la promesa de concederle un mando militar, además de solucionar su maltrecha economía. Pero el mayor John André, el mensajero enviado para concretar el pacto, fue apresado por milicianos e incautados los papeles que llevaba, en los que constaban los detalles de la conspiración. Arnold tuvo que huir apresuradamente. Perseguido por George Washington, logró refugiarse en la corbeta británica Vulture y, tal como se le había prometido, recibió sesenta mil libras más el cargo de brigadier.

Como tal siguió combatiendo en diversas acciones (Virginia, New London, Groton), esta vez desde el otro lado, pero para entonces los patriotas norteamericanos ya se estaban imponiendo en el campo de batalla y la victoria que obtuvieron en Yorktown al año siguiente resultó decisiva. Nacía un nuevo país mientras Arnold se trasladaba a Londres con su familia; allí vivió la amargura de ser menospreciado por los propios ingleses, que le consideraban tan traidor como los estadounidenses. Ante la negativa del gobierno a concederle otro mando militar o algún puesto destacado, tuvo que dedicarse al comercio con desigual suerte y falleció de hidropesía en 1801.

Su recuerdo parece haber sido objeto de una broma macabra del destino: al siglo siguiente, por un error administrativo, su cuerpo fue trasladado y acabó en una fosa común. La bota del monumento de Saratoga constituye un homenaje a su memoria y a su aportación a los EEUU pero, como en el enterramiento, está ausente su nombre. El monumento de la victoria en Saratoga tiene cuatro nichos, tres de los cuales están ocupados por las estatuas de los generales estadounidenses Gates, Schuyler y Morgan; el cuarto lugar, que le correspondería a Arnold, está vacío. Lo mismo pasa con la placa que rememora su paso por la dirección de West Point, en la que sólo figura el cargo. Paradójicamente, en su casa londinense hay un cartel que sí le menciona… como «patriota estadounidense».


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