Si son aficionados al arte seguramente habrán reconocido la pintura de al lado. Se trata de La adoración de la Sagrada Forma por Carlos II, obra firmada por Claudio Coello, pintor de cámara del rey, que a más de uno le sonará de haberla visto en el Museo del Prado. Sin embargo, la de la pinacoteca madrileña sólo es una copia realizada en el siglo XIX por Vicente López, ya que la original decora la sacristía de la basílica del Monasterio del Escorial.
Se cree que hacia 1685 Coello asumió el encargo de ocuparse del trabajo que había empezador su fallecido maestro, Francisco Ricci, rehaciéndolo y concluyéndolo hacia 1690 de forma soberbia, en la que está considerada su pieza maestra. Es un retrato grupal en el que aparte de Carlos II -algo idealizado, dicen los expertos- aparecen el prior del cenobio, Francisco de los Santos, y otros miembros de la corte. Pero además de su valor artístico, histórico e incluso turístico, lo más interesante de este cuadro es el tema.
Aparentemente no parece tener mayor trascendencia: una ceremonia religiosa, como tantas otras plasmadas en lienzo en la iconografía del pío barroco pictórico español, llena de santos y milagros. Sin embargo, resulta curioso el acontecimiento que dio origen a la adoración en cuestión -que se realizó realmente en El Escorial en 1684- y que había tenido lugar más de un siglo antes en la ciudad de Gorcum, en los Países Bajos.

Fue en el año 1572, durante la Guerra de los Ochenta Años que los rebeldes holandeses mantenían contra España con el objetivo de independizarse de la corona, que en ese momento ostentaba Felipe II. Flandes se había levantado en armas cuatro años atrás, siendo gobernadora del territorio Margarita de Parma. La hermanastra del monarca había intentado aplicar una política de conciliación: negociaba la paz a cambio de la libertad religiosa cuando los calvinistas desataron una oleada de destrucción de imágenes sacras. Las cosas volvieron a ponerse al rojo y Felipe II decidió enviar al Duque de Alba.
Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel se empleó de forma opuesta a su predecesora, optando por la mano dura. Pero, aunque su genio militar se imponía en el campo de batalla, la situación general empeoró con todo el país alzado en armas. Fue en ese contexto cuando, en el verano de 1572, los famosos mendigos del mar, corsarios seguidores de Zwinglio al servicio de Guillermo de Orange, tomaron la ciudad de Gorcum, la sometieron a saqueo, asesinaron a diecinueve scerdotes y monjas (desde entonces conocidos como los Mártires de Gorcum) y desataron una furiosa actividad iconoclasta en las iglesias católicas.
Entre ellas figuraba la Catedral, donde rompieron el tabernáculo con mazos, sacaron la custodia y arrojaron al suelo la hostia consagrada que contenía. Aquí entra en juego la tradición providencialista de la época, que en el caso español se manifestaba en que en determinados momentos críticos de la historia se producen intervenciones de carácter sobrenatural para ayudar y subir la moral: apariciones de santos como Santiago en Clavijo y en Cempoala, hallazgos muy oportunos de tallas ocultas de la Virgen como en Empel y Magerit, etc. El caso es que, según la leyenda, uno de los soldados la pisoteó y la suela claveteada de su bota dejó en ella tres orificios por los que la oblea empezó a sangrar; el milagro hizo que el agresor se arrepintiera, recogiéndola del suelo, entregándosela al canónigo y, posteriormente, convirtiéndose al catolicismo.
Jean van der Delft, el canónigo en cuestión, decidió ponerla a salvo y la envió a Malinas en lo que se sería el inicio de un largo viaje de veintidós años por Amberes, Viena, Praga y, finalmente, Madrid, donde Felipe II estuvo encantado de añadirla a la enorme y variopinta colección de reliquias que guardaba en El Escorial. Llegó en 1597 y desde entonces se conserva en una custodia albergada en un altar con forma de templete gótico de la citada sacristía de la basílica. Hay una versión alternativa que atribuye a las tropas del Duque de Medina Sidonia la profanación en el siglo XVII: el soldado responsable se habría hecho franciscano y el Papa exigido a Carlos II que levantase ese ara como desagravio.
En cualquier caso, la Sagrada Forma fue colocada en ese ornamentado camarín y delante se puso el cuadro de Coello, haciendo de pantalla protectora. Los días 29 de septiembre y 28 de octubre, al terminar la misa en la basílica, se lleva a cabo un peculiar espectáculo en el que el lienzo se desliza hacia abajo mediante unos carriles, desapareciendo completamente de la vista y dejando al descubierto la reliquia, al son de música solemne y con el lugar abarrotado de curiosos. Es posible acercarse a la Hostia y ver los tres orificios de la leyenda hasta que, al caer la tarde, el lienzo vuelve a subir.
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