La gran evasión de la cárcel de Sevilla en el siglo XVII

Foto de la placa que hay en donde se encontraba la antigua Cárcel Real de Sevilla. Se muestra cómo era la Cárcel en el siglo XVI / foto CarlosVdeHabsburgo en Wikimedia Commons

Las fugas de prisiones siempre han dado mucho juego en el imaginario popular, hasta el punto de que incluso constituyen un auténtico subgénero cinematográfico, con títulos como Fuga de Alcatraz, Loca evasión, Cadena perpetua, El tren del infierno o La gran evasión, entre otras. Pero aunque esas grandes escapadas parezcan más propias de la imaginación que otra cosa, y encima encorsetadas en tiempos contemporáneos, lo cierto es que antaño también había y una de ellas tuvo lugar en la España del siglo XVII.

Concretamente fue en Sevilla, ciudad que por entonces hervía de bullicio y actividad por ser el puerto de salida de los barcos que viajaban a y desde el Nuevo Mundo. Como explica José Deleito y Piñuela en su libro La mala vida en la España de Felipe IV, allí confluían ladrones, pícaros y rufianes de toda calaña, a menudo organizados en jerarquizadas cofradías conocidas como jacarandinas, estructuradas por el tipo de delito y que se repartían las zonas de actuación a lo largo y ancho de la ciudad. Como verdaderas precursoras de las mafias posteriores, estas bandas tenían sus códigos y, para ingresar en ellas, exigían a los aspirantes un currículum que incluyera haber estado en galeras, en prisión o sufrido azotes públicamente.

Los maleantes cobraban un cinco por ciento de las ganancias, administradas por un prior y sus cónsules, y se especializaban en delitos y funciones concretas: unos, los abispones, localizaban posibles sitios para los golpes; otros los ejecutaban, generalmente de noche; y un tercer grupo, los postas, vigilaban por si se presentaban los alguaciles y corchetes. Eso sí, todos se consideraban cristianos viejos y eran muy religiosos, por lo que su juramento de no denunciar a los colegas se mantenía hasta el final.

Fachada de la Cárcel Real de Sevilla hacia la Calle Sierpes / foto dominio público en Wikimedia Commons

El rey que más empeño puso en combatir esa situación, extensible a otras grandes ciudades como Madrid o Valencia, fue Felipe III, quien dictó sucesivas medidas que apenas tuvieron efecto. Viendo que los azotes no servían, se decretó marcar a fuego a los condenados con una B para los vagabundos y una L para los ladrones; los reincidentes irían a galeras. Para otros casos menores, como deudas, estaba la prisión temporal y/o preventiva.

Sevilla tuvo varias penitenciarías, como la de la Audiencia, la de la Santa Hermandad o la de la Inquisición. Pero la más importante fue la ya desaparecida Real Cárcel, en la calle Sierpes, que perduraría hasta el siglo XIX y por la que pasaban la mayoría de los acusados, entre ellos algunos ilustres nombres de nuestras artes y letras, caso de Cervantes (que empezó a escribir el Quijote allí), Alonso Cano, Mateo Alemán o Martínez Montañés, acusados respectivamente de apropiación indebida, asesinato, deudas e implicación en un crimen.

La Real Cárcel estaba en un edificio medieval reconstruido en 1418 y reformado posteriormente varias veces. Pese a experimentar una ampliación, los cronistas cuentan que estaba masificado, con los presos viviendo en tales condiciones de insalubridad que los que tenían que ser azotados, para librarse, se metían en el pozo séptico, al que los guardias ni se acercaban. No debía ser nada cómoda una estancia en aquel lugar: entre otras lindezas, había que pagar quince reales al mes para evitar las abarrotadas celdas comunes, soportar las extorsiones de los otros reclusos o de los carceleros y pagar por pisar las losas que se ponían en las letrinas para evitar los excrementos del suelo; además, la comida corría a cargo del propio preso.

Parte interior de la Cárcel Real de Sevilla / foto dominio público en Wikimedia Commons

En momentos punta se juntaban allí más de un millar de personas, con lo que eso implicaba en propagación de enfermedades (la peste negra de 1649 dejó el sitio vacío), piojos, hedores y peleas (pese a los registros, siempre había armas dentro). Cristóbal de Chaves cuenta que algunos inquilinos de renombre entraban y salían sin que nadie se lo impidiera, como lo hacían muchas mujeres que incluso pasaban la noche allí. El colmo era la situación que describió el jesuita Pedro de León, capellán de la prisión, según el cual algunos delincuentes ¡se escondían de la justicia en la propia cárcel!

Todo este caos eclosionó un buen día en una fuga masiva, desarrollada como si la hubiera pensado un guionista de Hollywood. Los presos empezaron a excavar un túnel que desembocó en otro practicado en una pared aledaña por un cómplice exterior, quien había alquilado el sitio ex profeso. Los presos iban sacando los escombros en sus sombreros, arrojándolos al habitual y creciente basurero formado en el patio.

El momento elegido para escapar fue la noche de San Juan, aprovechando las fiestas que se celebraban intramuros. Se organizó un juego de cañas, una especie de deporte típico que simulaba una batalla en la que un grupo de combatientes cargaba contra otro tirándole cañas a modo de lanzas, debiendo el segundo pararlas con broqueles. Pero cada vez que una de esas cuadrillas terminaba la carga, en vez de dar la vuelta y volver a sus filas entraba en la sala donde estaba el túnel y se iba. Cuando el alcaide se dio cuenta del truco, ya habían huido cuarenta elementos. O sea, La gran evasión versioneada en el Siglo de Oro.