El 15 de julio de 1945, un carcelero de la prisión parisina de Cherche-midi, la misma en la que había estado preso el célebre Alfred Dreyfuss, hacía un macabro descubrimiento en una de las celdas de aislamiento: el interno que la ocupaba en espera de su juicio por crímenes de guerra se había ahorcado. Su nombre era Kurt Gerstein y daría mucho que hablar en los meses siguientes por la extraordinaria historia que hasta entonces nadie creía y que se terminaría revelando como auténtica.

Gerstein se había entregado a los franceses en abril, tras abandonar Berlín el mes anterior pretextando un viaje de trabajo. Pasó unos días en Tubinga con su familia y luego logró su propósito de contactar con los aliados, que ya avanzaban imparables por territorio alemán. Se identificó como antiguo miembro de las SS pero asegurando que en realidad era contrario al nazismo y en un primer momento obtuvo un trato favorable, con simple arresto domiciliario. Pero luego su relación con el suministro de gas Zyklon B para los campos de exterminio le convirtió en sospechoso de primer orden y se determinó su detención y procesamiento.

El personaje tuvo una vida digna de glosa literaria. Era miembro de la típica familia sajona burguesa, pangermana, algo racista y resentida por la humillación del Tratado de Versalles, con un padre inflexible como buen juez que era. Kurt, sin embargo, se hizo ingeniero de minas. Era un joven algo enfermizo, diabético y profundamente creyente, adjetivos éstos que le impidieron zambullirse plenamente en el exultante y creciente ambiente nazi que experimentaba el país.

La pujante ideología no veía con buenos ojos la religión, cuyos fundamentos resultaban demasiado incómodos, y si bien hubo una corriente cristiana confluyente con la política, en 1934 también se fundó otra más reticente a ello y conocida como Iglesia Confesante, en la que ingresó Gerstein. Algo que, sin embargo, no fue incompatible con el nacionalismo que le inculcó su progenitor y que le llevó a entrar también en el NSDAP (Partido Nacional Socialista Alemán), iniciativa común entonces para mejorar profesionalmente, aunque quienes le conocieron aseguraron que su intención era trabajar contra esa ideología desde dentro.

Miembros del Partido Nazi en 1930/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

En cualquier caso, poco después se incorporaba también a las SA (los famosos milicianos del partido conocidos popularmente como camisas pardas). No obstante, la progresiva postergación de los movimientos cristianos por parte de las instituciones nazis provocaron una virulenta reacción en Gerstein, que envió cartas de protesta a las autoridades, protagonizó altercados públicos de protesta y otras actividades similares que acabaron en palizas callejeras o el arresto e interrogatorio por parte de la Gestapo. Estuvo mes y medio en prisión y fue expulsado del partido.

Sin trabajo y con antecedentes, pasó una temporada en el paro, tiempo que aprovechó colaborando con misioneros, iniciando estudios -inconclusos- de Teología y casándose en el verano de 1937, matrimonio del que tendría tres hijos. Todo ello mientras paralelamente reanudaba sus labores antinazis, que le llevaron a ser recluido en el campo de concentración de Welzheim. Allí enfermó del corazón y se volvió depresivo pero, sobre todo, tomó contacto con la realidad de ese tipo de sitios.

Salió una vez más merced a las presiones de su padre y se recuperó haciendo un crucero familiar por Grecia durante el que insinuó la posibilidad de emigrar a América. Pero no hizo falta: en junio de 1939 un tribunal le daba la razón y le autorizaba a trabajar de nuevo, gracias a lo cual fue contratado en una mina de potasa de Turingia. Entonces estalló la Segunda Guerra Mundial y abandonó su empleo para presentarse voluntario. Rechazado en la Wehrmacht y la Luftwaffe, gracias a amistades fue admitido en las Waffen SS en marzo de 1941, algo que indignó a sus camaradas protestantes.

Sin embargo, parece ser que su decisión estuvo influida por la muerte de su cuñada, enferma mental, víctima de la eugenesia auspiciada por el gobierno. Al parecer Gerstein ya tenía dedicido tratar de corroer el régimen interiormente. El caso es que, tras pasar brevemente por Holanda, fue destinado al Servicio de Higiene del Estado Mayor de las SS gracias a los conocimientos médicos que había adquirido con los misioneros. En calidad de ingeniero, debía diseñar sistemas de desinfección y potabilización de agua para combatir el tifus. Hizo una buena labor y fue ascendido en 1942.

Retrato de Kurt Gernstein/Imagen: Morburre en Wikimedia Commons

Su eficiencia le mantuvo a salvo del recelo de la Gestapo, pudiendo rodearse de personal más o menos afecto y haciendo pequeñas trastadas, como «olvidar» raciones de comida en los campos que inspeccionaba, por ejemplo. Pero en junio de ese año se le encomendó una misión especial: transportar cien kilos de Zyklon-B, repartiéndolos por cuatro nuevos campos que serían algunos de los que hoy llamamos de exterminio, a saber, Treblinka, Belzec, Sobibor y Majdanek. El general SS Odilo Globocnik le encargó rediseñar el sistema de las cámaras de gas para adaptarlo al uso de Zyklon, pues hasta entonces se empleaba el lento monóxido de carbono.

En Belzec tuvo que asistir por primera vez a un gaseamiento de prisioneros judíos, una experiencia tan impactante que le llevó a no entregar más botellas de gas -las escondió en el campo- y a denunciar el horror que había visto ante el secretario de la embajada de Suecia, con el que coincidió en el tren que les llevaba a Berlín. Lamentablemente, el gobierno sueco no creyó el relato, como tampoco lo hicieron el nuncio de la Santa Sede y otras personas contactadas. Y quien sí le creyó, como la resistencia holandesa, que se había entreado por medio de un sacerdote intermediario, redactó un informe que acabó olvidado por la burocracia.

Entretanto, Gerstein debía seguir con su trabajo y se cuenta una espeluznante historia, nunca confirmada, según la cual en 1944 se le encargó reunir una enorme cantidad de gas y, pensando que sería utilizado en el frente, lo que podría porporcionar la victoria a Hitler, o contra los propios alemanes si perdían la guerra, sugirió algo de lo que se arrepentiría toda su vida: destinarlo a Auschwitz para desinfectar a los reclusos. Sea cierta o no -había varios proveedores y Gerstein sólo podía aportar, pues, una cantidad limitada- por esas fechas escribía una carta a su padre en la que le aseguraba textualmente: «Nunca he participado en nada de esto. Cada vez que recibía órdenes, no sólo no las cumplía, sino que me aseguraba de que se desobedecieran. Por mi parte, dejo todo esto con las manos limpias y la conciencia clara».

Cuatro años después de la muerte de Gerstein, su viuda pleiteó para conseguir una pensión, que hasta entonces se le denegaba porque los familiares de nazis voluntarios no tenían derecho a ella. El 17 de agosto de 1950, el juez de Desnazificación de Tubinga sentenció que «el acusado no agotó todas las posibilidades que tenía abiertas y debería haber encontrado otras formas y medios de mantenerse al margen de la operación», por lo que «el Tribunal no ha incluido al acusado entre los principales criminales pero lo sitúa entre los incriminados».

La viuda no se conformó y siguió apelando mientras en Francfort se celebraba otro juicio, éste contra el dueño de la empresa suministradora de gas. La conclusión sobre Gerstein fue parecida, aunque ligeramente mejor: «A despecho de sus más grandes esfuerzos y de sus mejores intenciones, el no tenía la importancia ni la influencia suficiente para detener esa maquinaria». Finalmente salio a la luz el informe de la resistencia holandesa -resultó fundamental en los procesos de Nüremberg- y en 1955 fue el mismísimo presidente del Consejo Central de los Judíos alemanes quien intercedió a favor de la memoria del personaje, con lo que se consiguió la rehabilitación definitiva de Kurt Gernstein. Eso sí, para los negacionistas del Holocausto es una de sus bestias negras.


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