Hay capítulos de la Historia que adquieren tintes estrambóticos, incluso en el contexto de guerras tan despiadadas y sanguinarias como la de la Independencia española. Hagan un esfuerzo de imaginación y pónganse por un momento en la piel de Nicolas Jean de Dieu Soult, uno de los mariscales más destacados de Napoleón y que tenía Andalucía bajo su jurisdicción.

En 1812, tras levantar el infructuoso asedio de Cádiz, se traslada a Sevilla para, desde allí, intentar contener la ofensiva anglo-española sobre Huelva. Ambos ejércitos se encontrarán en el Puente de Barcas, uno de los accesos a Triana, y el mariscal tiene que frotarse los ojos para creer lo que ve: delante, cargando contra sus posiciones, aparece un colorista tropel de caballería ataviado a la usanza del siglo XVI, con jubones, calzas y greguescos.

Probablemente de haber ocurrido hoy pensaría que había viajado en el tiempo. Pero en aquel primer cuarto del siglo XIX se limitó a suponer, entre estupefacto y confundido, que le atacaban «unos cómicos españoles». Así lo expresó literalmente años después, como recogió el capitán británico William Webber en sus memorias. Y eso que, en medio de aquel inaudito espectáculo, no podía saber cuál era la guinda del esperpéntico pastel: la espada que esgrimía el oficial enemigo al mando había pertenecido ni más ni menos que a Francisco Pizarro, conquistador del Perú.

John Downie retratado por José María Halcón y Mendoza/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La unidad que le atacaba era la Leal Legión Extremeña, creada, dirigida y equipada por un inefable militar y aventurero escocés llamado John Downie. Se trataba de un tipo alto y fuerte, natural de Stirling y perteneciente a una familia de rancio abolengo.

Downie se había enriquecido en América colaborando en los inicios de la independencia de Venezuela, pero luego perdió lo ganado y su amigo, sir Thomas Picton, que sería uno de los héroes legendarios de Waterloo, le sugirió la vida militar, ya que el general sir John Moore necesitaba oficiales para la inminente expedición a España, donde participaría en lo que los británicos llamaban Peninsular Wars contra Napoleón.

Moore falleció en la batalla de Elviña en 1809 protegiendo la retirada del contingente británico ante el empuje imparable de, precisamente, el mariscal Soult. Sin embargo, meses después llegó a Portugal Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, que recibió el mando supremo e inició la contraofensiva. Aquí es donde empieza el curioso episodio de Downie. En 1810, durante la campaña de Badajoz, el escocés decidió crear su propio ejército particular, recomendado por el célebre Marqués de la Romana y aprobado por la Junta de Regencia.

Así, se estableció que reclutaría tres mil voluntarios -nunca se logró tal número- y recibió el cargo de coronel. Pagándolo siempre de su bolsillo, Downie impuso a aquella insólita tropa el vestir como en los tiempos de Carlos V (aunque luego se facilitó a los hombres un uniforme apropiado), al igual que hizo poco después con un cuerpo de lanceros complementario que bautizó como Cuerpo Volante de Leales de Pizarro.

¿Por qué Pizarro? Porque, como decía antes, una aristócrata descendiente del conquistador trujillense le regaló la presunta espada. A lo largo de los dos años siguientes, aquel singular ejército privado participó en varios combates y salió victorioso en Arroyomolinos y Espartinas; esta última le valió a su líder el ascenso a brigadier.

La espada de Pizarro conservada en la Real Armería / foto Urituguasi en Wikimedia Commons

Con su ejército reorganizado (cuatro batallones de infanteria ligera, tres escuadrones de caballería y lanceros, una compañia de artillería a caballo y una compañia de zapadores), colaboró en la toma de Sanlúcar de Barrameda y, finalmente, llegó el enfrentamiento señalado al principio. Intentando tomar el puente de Triana, la Legión Extremeña cargó casi de forma suicida contra los fusileros franceses. Downie resultó herido en la cara -perdió un ojo- y cayó del caballo, terminando prisionero; al parecer, antes de que le atraparan logró lanzar la emblemática espada a sus hombres para ponerla a salvo y por eso hoy se exhibe en la Real Armería de Madrid.

Una versión dice que Wellington le rescató mediante un canje de prisioneros mientras que otra cuenta que los propios franceses le dejaron abandonado en su retirada, herido y maltrecho. En cualquier caso, sobrevivió y recibió el nombramiento de teniente de alcaide de los Reales Alcázares: él es quien tiene el dudoso honor de haber mandado cubrir de cal y pintura los estucos del Palacio Mudéjar, estropeándolos para siempre.

Downie siguió viviendo en España y fue partidario del absolutismo de Fernando VII, por lo que durante el Trienio Liberal estuvo encarcelado en el castillo gaditano de Santa Catalina. La razón: participar en una conspiración para facilitar la fuga del monarca, que había sido recluido en Cádiz por el gobierno ante la inminente llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis.

Los franceses les liberaron y el rey le premió el efectista gesto que había tenido de ofrecerle la espada de Pizarro concediéndole la Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración nacional.

Aquel indecible escocés, tan quijotesco como buscavidas, tan osado como extravagante, cuyas andanzas fueron dignas de ser glosadas en alguna novela de aventuras, falleció en Sevilla el 5 de junio de 1826.


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