No hace falta desplazarse hasta Escandinavia y arriesgarse a pasar frío para ver un fiordo. Quien se muera por contemplar uno en vivo y quiera ahorrarse ese viaje, tiene una opción mucho más cercana y cálida en pleno Mediterráneo, con sol y playa casi garantizados. Basta con ir a Italia, a la localidad de Furore, ubicada en la provincia de Salerno, en la siempre atractiva región de Campania.

Vamos por partes. Un fiordo es una lengua de mar que se adentra en tierra, rellenando lo que antaño fue un valle excavado en forma de U por la erosión glaciar.

Normalmente se trata de un canal no muy ancho pero de gran profundidad, especialmente en la parte más alejada de su bocana: mientras en ésta ronda unos pocos centenares de metros, más adentro puede superar fácilmente el millar.

Foto yashima en Wikimedia Commons

Pese a que la palabra fiordo deriva de fjoðr, término de la antigua lengua nórdica (y éste, a su vez, del primitivo escandinavo ferþuz), y dado que los más famosos están en Suecia y Noruega, se suele olvidar que, en realidad, hay fiordos en otros muchos lugares, desde América del Norte a la del Sur pasando por Islandia y Nueva Zelanda; normalmente a 50 grados de latitud norte y 40 de latitud sur. Pero, como decía antes, también es posible ver uno en el litoral mediterráneo italiano.

La Costa Amalfitana es la bañada por el mar Tirreno, situada en el golfo de Salerno. Una zona preciosa cuyos pueblos han sido incorporados conjuntamente por la UNESCO al Patrimonio de la Humanidad y que constituye un importante destino turístico, plasmado en el atractivo de sitios como el que da nombre al conjunto, Amalfi, el no menos conocido Positano o la célebre isla de Capri, entre otros.

Entre los dos primeros se encuentra Furore, pequeño municipio que no llega a novecientos habitantes y se divide en tres distritos: Cicala (Sant’Elia), Ciuccio (Santo Jaco) y Gatta (Sant’Agnelo).

Aparte de su belleza natural, Furore tiene como alicientes varias iglesias antiguas y el llamado Museo de los Murales, en realidad los propios muros de las casas pintados con renovación cada mes de septiembre y que han dado al pueblo el sobrenombre de il Paese Dipinto, o sea, la Villa Pintada.

Pero, sobre todo, Furore presume de tener probablemente el único fiordo en el viejo Mare Nostrum.

Aunque lo llamen así, en realidad se trata más bien de una ría que penetra hacia el interior angostamente encajada entre farallones verticales, salpicados de casas colgantes (monazzeri) y recorridos por minúsculos senderos tallados en las paredes, cada uno con su propio nombre y tachonado por imágenes religiosas.

Foto Tanzania en Wikimedia Commons

Creado por el torrente Schiato, que fluye desde la meseta de Agerola, en la vecina provincia de Nápoles, un fotogénico puente de piedra, con arco de medio punto y suspendido a treinta metros de altura, une ambas riberas y hace las veces de entrada triunfal a esa garganta, que remata su insólita exquisitez en el extremo final, ocupado por una recoleta y modesta playa que comparten bañistas y barcas de madera.

Es donde se ubica el parrio de pescadores, ya que el centro del pueblo se encuentra trescientos metros más arriba, salvando la abrupta orografía, en un curioso caso de poblamiento disperso. Esta singularidad del terreno dificultaba históricamente las comunicaciones, de manera que el sitio quedaba más bien aislado y eso le valió ganarse el apodo de «pueblo que no existe«.

Paradojas de la vida, lo que antes constituía un problema es ahora una de las bazas que atraen a los curiosos. Roberto Rosellini rodó en Furore su película L’amore, con Anna Magnani. Y en ello influyó seguro el impactante escenario que suponía el inśolito fiordo. No tiene la magnitud de los escandinavos y no llega al centenar de metros, pero no se puede pedir todo.


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