A priori no parece que un árbol de para mucho en la Historia. Al menos por sí mismo, pues hay que admitir que algunos ejemplares han dado juego: el ahuehuete de la Noche Triste, el manzano de Newton, el secuoya al que abrieron un túnel… Pero a veces se encuentran pequeñas historias poco conocidas que constituyen auténticas perlas y en la localidad francesa de Allouville-Bellefosse hay una que merece la pena reseñar. Un árbol es su protagonista. Un roble.
Allouville-Bellefosse es una pequeña comuna de la región de Normandía, en el departamento del Seine-Maritime, que apenas pasa del millar de vecinos y cuyo principal atractivo es la presencia de un viejo roble que está considerado el árbol más viejo del país, calculándose su nacimiento en torno al siglo IX. Es decir, se trata de un roble milenario que mide unos quince metros de altura y tiene un tronco de dieciséis metros de diámetro.
Este venerable anciano está afectado de los achaques propios de su edad y, de hecho, buena parte está muerta ya, lo que ha obligado volcar los esfuerzos en tratar de salvar lo que queda aún vivo. Para ello, ha sido necesario apuntalarlo -especialmente en determinadas ramas de peso excesivo e incluso proporcionarle una especie de recubrimiento protector -mediante divertidas tejas de madera- allí donde ha perdido la corteza original.
Sin embargo, con ser interesante de por sí, lo que realmente llama la atención y atrae a los curiosos es el hecho de que en su semidesnuda copa haya encaramadas un par de capillas, aprovechando que el tronco está hueco. Ese vacío se debe a que siglos atrás, cuando el roble tenía aproximadamente medio millar de años, fue alcanzado por un rayo durante una tormenta y lo quemó de dentro afuera. Quién sabe si esa desgracia no sería también su salvación: en lugar de acabar abatido algún día por el hacha, el árbol pasó a ser protagonista de un fenómeno religioso.
Al menos eso dijeron las autoridades religiosas locales, que identificaron la extraña luz que producía el fuego en el interior del tronco con una señal divina. Como tantas veces, un árbol pasaba así a convertirse en lugar sagrado y objeto de peregrinación mariana; a la colocación de una capilla entre sus ramas se sumó otra posteriormente, con una escalera de caracol alrededor del tronco como acceso. Todo ello en 1669.
Y como todo es reversible, esa misma rareza estrambótica que había permitido al roble sobrevivir estuvo a punto de suponer igualmente su perdición definitiva. Fue en los convulsos años de la Revolución Francesa, cuando la plebe consideró que no era más que un símbolo de la religión -por tanto, parte del Antiguo Régimen- y decidió prenderle fuego. Al parecer, alguien un poco más templado sugirió una nueva transformación en vez de la destrucción prevista y el roble pasó a ser un templo de la diosa Razón, librándose de nuevo por los pelos (o por las hojas, en su caso).
Actualmente, la Chêne Chapelle, que es como se conoce a tan singular monumento (significa Capilla Roble) mantiene en uso sus dos peculiares capillas: Notre Dame de la Paix (Nuestra Señora de la Paz) y la Chambre de l’Ermite (Cámara del ermitaño). Cada 15 de agosto, día de la Asunción de María, hay una peregrinación hasta allí.
Imágenes: Wikimedia Commons
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