El mes que viene se viste de fiesta todo el sudeste asiático con la llegada del Songkran. El sitio más popular es Tailandia, pero en sus países vecinos también se celebra, sólo que incorporando cada uno sus propios elementos y cambiando de nombre: Thingyan en Myanmar, Pee Mai Lao en Laos, Chaul Chnam Thmey en Camboya, etc.
El Songkran o Festival del Agua marca el inicio del Año Nuevo tailandés en lo que se puede considerar una combinación de fiestas navideñas y día de Acción de Gracias, por poner equivalencias occidentales. Aunque allí no lo celebran únicamente una jornada sino tres entre el 13 y el 15 de abril; y, al igual que se hace en otras celebraciones similares en todo el mundo, son los días que todos aprovechan para volver a su casa familiar para compartir banquetes con sus parientes.
Al contrario que en Europa, el Songkran coincide con la época más calurosa, de ahí que el agua que da nombre al festival se haya convertido en la protagonista del evento. Porque aunque son petardos los que lo abren al amanecer, metiendo ruido para asustar a los espíritus malignos, es el líquido el elemento el que que va estar omnipresente hasta la noche; al fin y al cabo también es un recordatorio de que se acerca el monzón, el viento que trae consigo las lluvias y, con ellas, la fertilidad a los campos.
El agua es, pues, una constante. Por un lado, se usa para limpiarlo todo, desde la casa hasta los templos, donde las estatuas son cuidadosamente lavadas por los fieles con agua bendita y perfumada. A los ancianos se les mojan las manos y la cabeza como símbolo de una purificación que implica además quemar cosas viejas y estrenar otras (ropa fundamentalmente), metaforizando la renovación y la bienvenida a la fortuna; el equivalente humano de lo que hace la propia naturaleza con el cambio de estación.
Así, aunque perviven algunas tradiciones menores, como regalar sacos de arena a los templos para restituir la que se llevan los devotos en sus pies, ha terminado por imponerse la parte más popular de la fiesta: la batalla callejera, en la que todo el mundo se arroja agua, unos con baldes, otros con mangueras y muchos con pistolas de plástico o bien con lo que tengan más a mano.
Dar un paseo esos días implica asumir que uno, sea vecino o turista, va a acabar empapado. El agua cae de las ventanas, sale de las motos que pasan o, directamente es disparada por los propios transeúntes, de manera que nadie se libra; ni la policía.
Por eso es recomendable no salir con cámaras fotográficas o de vídeo (salvo que sean sumergibles) o llevarlas bien envueltas en plástico, sacándolas sólo para hacer la foto lo más rápido posible.
Y ojo con los resbalones porque, a menudo, el agua se mezcla con talco (metáfora de las bendiciones que escriben los monjes en el suelo con tiza) y el pavimento se convierte en una auténtica pista de patinaje. Claro que es peor lo que hacen algunos descerebrados: en vez de talco echan alcohol, lo que suele provocar accidentes de tráfico.
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.